MONSEÑOR FRANCISCO OLGIATI
EL SILABARIO DEL CRISTIANISMO
Libro de estudio y de meditación, no sólo para hombres pequeños, sino también para hombres grandes, no para ser leído en el tren o en medio del bullicio, sino en el silencio y el recogimiento, palabra por palabra, sin saltar de una página a otra, como lo haría el hermano Mosca del Convento de San Francisco.
Capítulo Tercero
EL ORDEN NATURAL
Y
EL ORDEN SOBRENATURAL
No es raro el caso de un caballero que al oír hablar con entusiasmo de elevadas montañas, de excursiones, de cumbres, de témpanos y tempestades, cree ser un alpinista nato y se mece en el sueño de escalar, de un tirón, los más empinados picachos.
Pero la realidad es muy distinta. Para conquistar las alturas no basta animarse, poseer un buen alpenstock y hallar un guía seguro; es necesario armarse de perseverante tenacidad.
Los panoramas soberbios y en general la poesía de las montañas están reservados a las voluntades fuertes que no retroceden frente al sacrificio, ni deponen las armas ante los obstáculos o los peligros. En resumidas cuentas: los Alpes no están hechos para los topos.
Al iniciar nuestra subida; es mi deber hacer una advertencia semejante al lector y en seguida animarlo al arduo, pero prometedor camino, con una lección que a primera vista parecerá dura, árida, sin alicientes, y es, sin embargo, el único sendero para el que quiera llegar a lo alto.
El que no se anima a beborrotear este capítulo, palabra por palabra, resígnese a permanecer abajo, en el valle, en la cómoda butaca de su poltronería.
Es el capítulo más difícil y más necesario de la obrita.
Y aun cuando su significado pleno no podrá ser percibido sino cuando se haya llegado al final del libro, es, no obstante, necesario apoderarse de él como de un alpenstock, o si se quiere, como de un guía.
Más aun, es forzoso, para abandonar la comparación del alpinismo, considerar estas páginas como un germen que poco a poco se irá desarrollando.
¿Qué importa si el germen se halla en un terreno oscuro y se necesita un poco de fatiga para estudiarlo? Con un ligero esfuerzo de atención, podremos imprimir bien en nuestra mente la diferencia esencial que hay entre el orden natural y el orden sobrenatural, y comenzaremos a entrever, aunque sea desde lejos, la cumbre besada por el sol, que nos invita con voz persuasiva.
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1
Definición de los dos órdenes
Ante todo, ¿qué se entiende por «orden natural» y «orden sobrenatural»?
1. — Todas las cosas tienen su naturaleza. La madera tiene naturaleza de madera. La tinta naturaleza de tinta. El gato tiene naturaleza de gato. Una rosa tiene naturaleza de rosa. Un hombre tiene naturaleza de hombre.
La naturaleza, en una palabra, es aquello por lo cual un ser es lo que es, y no es otro ser.
Si este hombre, en vez de tener naturaleza humana, tuviese naturaleza de asno, sería un asno y no un hombre. Aun en el lenguaje familiar, cuando tratamos de asno a una persona, la insultamos precisamente porque de un modo implícito le decimos: ¡tú tienes naturaleza de hombre, pero produces la impresión de poseer naturaleza del pollino de largas orejas!
La naturaleza, por tanto, es aquello que constituye a un ser en un grado y lo faculta a obrar de un modo determinado.
La naturaleza de gato constituye a este simpático animalillo en el orden gatuno, no en el equino o de las amapolas, y hace que maúlle y cace ratones.
El universo creado, conservado y gobernado por Dios —o sea, la gran naturaleza— no es otra cosa que el conjunto de todas las naturalezas particulares, regidas y unidas entre sí conforme a leyes determinadas, que se denominan leyes de la naturaleza.
Tenemos así ese orden admirable que nos arranca un grito de admiración cada vez que dirigimos una mirada al cielo estrellado o a un jardín sonriente en la pujanza de la primavera. He aquí el orden natural, donde todo fenómeno, aun cuando sea perjudicial, como acontece con el terremoto, es un momento del desarrollo universal que se cumple según la voluntad o la permisión de Dios.
2. — Para entender, ahora, lo que es el orden sobrenatural, recurramos a un ejemplo, previniendo que las comparaciones siempre dejan algo que desear.
Tengo acá delante un tintero repleto de tinta. Mojo mi pluma y escribo un terceto dantesco. En seguida distingo dos cosas muy diversas: la tinta y el pensamiento que he escrito.
La tinta tiene leyes que responden a su naturaleza. Puedo examinarla molécula por molécula para determinar su cohesión. Puedo investigar qué historia tiene y cuál es su origen.
Todo eso no se puede confundir con las leyes del pensamiento, con la historia, las vicisitudes y la poesía de Dante. Jamás me pasaría por la mente la descabellada idea de que el pensamiento de Dante no sea diverso de la tinta. Una cosa es la tinta, y otra bien distinta el pensamiento.
Empero, desde el instante en que escribí el terceto, aun siendo esencialmente distinto, la tinta queda unida al pensamiento. Ha sido elevada a otro grado que ya no es propio de la materia, sino del espíritu.
La tinta, negra o colorada, no tenía de suyo exigencia de expresar el pensamiento de Dante, precisamente porque eso no lo exige su naturaleza; con todo, cuando la adopto para trazar las letras que componen las palabras de los versos dantescos, no sufre menoscabo en los derechos de su naturaleza, antes bien, es elevada a mayor dignidad.
En otros términos: el pensamiento no es la tinta, la supera pero no la contradice. No hay oposición entre tinta y signo del pensamiento, aunque entre tinta y pensamiento haya diferencia de naturaleza, ni toda mancha de tinta exprese un pensamiento.
Y si alguien, luego de haber trazado en el papel los versos del sumo poeta, se aproxima al mismo papel, lo escruta y limita su examen a la tinta negra o colorada, puede hacerlo: en su investigación se habrá ceñido al orden material de la tinta, al análisis científico, y nos dará la descripción exacta de la manera cómo la pluma la hizo correr sobre el papel; pero no debe pretender haber agotado la realidad.
Ahora la tinta ya no es solamente tinta; ha sido elevada a otro grado y expresa el pensamiento de Dante.
Hagamos una aplicación fácil.
Nosotros, como hombres, tenemos naturaleza humana, con todas las leyes y exigencias de la misma, como la tinta tiene naturaleza de tinta, con todas sus leyes y exigencias.
Nosotros, como hombres, no tenemos ningún derecho, ninguna exigencia a una dignidad y grandeza superior a la naturaleza de hombre, así como la tinta no tiene ninguna exigencia a expresar el pensamiento de Dante.
Dios, sin embargo, por su bondad puede elevar al hombre a una dignidad y grandeza excedentes, superiores, no requeridas por la naturaleza humana, como yo, por ejemplo, puedo escribir con la tinta el terceto del gran Poeta.
Si Dios hace esto, ya no existe solamente un orden natural, en el cual el hombre conserva su naturaleza humana, y su actividad propia; como en el caso de la tinta, ya no existen sólo las leyes de la tinta y su historia material; existe, además, un orden sobrenatural, o sea, conforme lo expresa el prefijo sobre, un orden que supera las exigencias y los derechos de nuestra naturaleza humana.
El orden sobrenatural, es evidentemente distinto del orden natural, pero no se le opone; como el pensamiento es diferente de la tinta, pero no se opone a ella, y hasta tiene la potencia de emplearla como un signo.
Ahora bien, Dios, que no estaba obligado a elevarnos al orden sobrenatural, de hecho nos ha levantado como expondremos más adelante; y para entender, aunque sea pálidamente de qué manera escribió el Divino Artista el poema de su amor sobrenatural con la pobre tinta de la naturaleza humana, no tenemos más que describir, con la mayor claridad, lo que hubiera sido el hombre en el orden natural (la tinta en el tintero) y lo que es el hombre en el orden sobrenatural (la tinta en el papel escrito).
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2
El hombre en el orden natural
Dios podía dejar al hombre en el orden natural, vale decir en su estado de hombre.
1. — En este caso, el hombre habría sido una simple creatura, no un hijo de Dios; o sea, jamás hubiera podido decir a Dios: «Padre Nuestro».
Sé que esta afirmación suscitará estupor, porque es tan supina la ignorancia del catecismo, que todos creen que por su naturaleza de hombres tienen derecho de saludar a Dios con el dulce nombre de Padre.
Nada más inexacto. Para convencerse basta hacer la siguiente reflexión que es de toda evidencia.
¿Es o no verdad, que el hijo es de la misma naturaleza que el padre? De un animal nace un animal; de un hombre nace un hombre. Padre e hijo tienen idéntica naturaleza. Sólo Calígula nombró, un buen día, senador a su caballo, y poco faltó para que lo nombrara su hijo; pero, seguramente, el caballo siguió siendo caballo.
Por consiguiente, si debe ser igual la naturaleza del hijo y la del padre, nosotros, en cuanto hombres, dentro del orden natural, no podemos dar a Dios el nombre de Padre: para hacerlo, deberíamos tener la naturaleza de Dios, o sea, no la naturaleza humana, sino la naturaleza divina. Pero, como no poseemos, en cuanto hombres, esa naturaleza, somos sólo creaturas de Dios, ciertamente racionales, pero no hijos de Dios por naturaleza.
En un sentido impropio y metafórico, las creaturas, debido a cierta semejanza con el Creador que las creó según la idea de su mente, pueden llamar a Dios con el nombre de Padre: en el mismo sentido en que la «gentil mariposa» presa entre los dedos de la «vivaracha Teresa», le suplicaba: «¡Ea! ¡Suéltame! ¡Yo también soy hija de Dios!» También las mariposas pueden llamarse, impropiamente, hijas de Dios; pero en realidad de verdad, no tienen más que la naturaleza de mariposa, y no participan de la naturaleza divina, del mismo modo que las obras del pintor o del escultor, aun cuando participan de la idea, no participan de la naturaleza y de la vida del artista.
2. — Por esto, en la hipótesis hecha, el hombre, creado por Dios y adornado sólo con las dotes naturales, habría desarrollado en la tierra sus energías humanas, y habría tenido:
a) La actividad de su razón, o sea, los varios conocimientos naturales, las diversas ciencias, la filosofía o especulación natural.
No le habría faltado el conocimiento de la existencia de Dios, que habría deducido de la existencia de las cosas creadas, pues así como del reloj se deduce la existencia del relojero, aunque no se le vea, así, de este gran reloj del universo, la razón puede llegar a la afirmación cierta del Dios invisible; y así como quien desde la playa del mar ve un navío que se dirige al puerto, está cierto de que lo dirige un capitán, así también quien contempla la gran nave del mundo, piensa en el gran piloto, en Dios.
Tendríamos, asimismo, la certeza de nuestra espiritualidad y de nuestra libertad. Y todo esto, por la razón, no por la revelación.
b) A este conocimiento, exclusivamente racional, habría correspondido una actividad puramente humana, individual y social. El individuo, la familia, la nación, la vida internacional habrían estado regidas por esa ley moral que está impresa en las conciencias.
Habríamos debido organizar la vida, tomando como centro de la misma a Dios, autor del orden natural. Y todo esto, con las fuerzas propias de nuestra naturaleza y con la ayuda y el concurso divino a nuestro obrar, de orden natural, que Dios concede a todas las creaturas; no con la gracia.
c) Finalmente, al morir, el alma inmortal habría recibido de Dios —su último fin— el premio o la pena; y el premio, como es evidente, hubiera sido una felicidad natural, pero no el paraíso.
En el orden natural, por cierto, el hombre, aun en la otra vida, no hubiera tenido derecho sino a una felicidad humana, a un conocimiento humano, a un amor humano, perfeccionados como se quiera, pero siempre en el ámbito de nuestra exigencia de hombres.
En cambio, como diremos, el paraíso entraña un conocimiento divino, un amor divino, una felicidad divina. El paraíso consiste en la visión intuitiva de Dios, o sea en el conocimiento directo de Dios; mientras que la razón humana, aunque esté perfeccionada, no puede llegar a Dios sino indirectamente, mediante un raciocinio, y de aquí que no lo conoce sino de un modo analógico, mas sin ningún derecho de ver a Dios, como Dios se ve a sí mismo.
¿En qué consiste el limbo adonde van los niños que mueren sin recibir el bautismo, sino en esta felicidad natural que se reduce sobre todo a un conocimiento indirecto, pero seguro, y a un amor perenne de Dios, principio y fin de todo ser?
En conclusión: el hombre, en el orden puramente natural, o sea, dejado en su estado de hombre (la tinta en el tintero), habría tenido:
a) la razón, sin la revelación;
b) su actividad natural, y el concurso divino natural sin la gracia;
c) y organizando su vida conforme a la ley moral de Dios, creador y juez, un día habría conseguido una felicidad natural, pero no el paraíso.
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3
El hombre en el orden sobrenatural
Como ya lo observamos, Dios infinitamente bueno nos amó tanto que no se limitó a crearnos y conservarnos en nuestro estado de hombres, sino que ha querido elevar al hombre a un estado superior, al orden sobrenatural, sin que tuviésemos de nuestra parte exigencia o derecho alguno.
Por naturaleza somos hombres, simples creaturas, pero por un exceso de amor de nuestro Dios, hemos sido transformados, elevados, divinizados, en otras palabras, fuimos llamados a la dignidad de hijos de Dios. Y como el hijo debe tener la misma naturaleza que el padre, Dios, para hacer uso de una expresión de San Pedro, nos hace consortes y partícipes de su naturaleza divina.
Algunos quedarán estupefactos ante esta revelación y nos dirán: — ¿Cómo? ¿Acaso los cristianos somos dioses?
No vacilo en contestar: — ¿Y no lo sabíais? ¿Ignoráis que el cristianismo nos trae la buena nueva de nuestra divinización? ¿Nunca habéis leído las Epístolas de San Pablo, incomprensibles, si se prescinde de este punto fundamental? ¿Nunca habéis reparado en las frases que según el Evangelista San Juan dirigió Jesús a los judíos: «Acaso no está escrito en vuestros libros sagrados: Yo he dicho: he aquí que sois dioses?»
No ignoro que muchos fieles bautizados no viven como dioses, sino como bestias; mas ¿no depende esto, en parte al menos, del hecho de que jamás conocieron claramente la grandeza divina a la que Dios los ha predestinado?
Mientras los Padres de la Iglesia, hablando de la Encarnación, repetían mil y mil veces en sus discursos y homilías al pueblo: «Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera un Dios», nosotros no estamos habituados a semejante franqueza de lenguaje.
A menudo, como si fuésemos estoicos y no cristianos, se nos recomienda: «Sed hombres», sin reflexionar que la primera orden del cristianismo es ésta: ¡»Divinizaos, si queréis entrar en el reino de los cielos»!
Expliquemos con la mayor limpidez y precisión en qué consiste esa nuestra divinización.
Podemos distinguir dos clases de hijos:
a) el hijo natural;
b) el hijo adoptivo.
La adopción, como se sabe, consiste en la admisión de un extraño en una familia, de tal suerte que se trueque en miembro de la misma familia, tome su nombre y sus títulos, adquiriendo también derecho a la herencia.
Sin embargo, la adopción se limita, entre los hombres, a un acto jurídico, mediante el cual uno es reconocido como hijo, sin que la intimidad de la persona sufra cambio alguno.
Ahora bien, también en los hijos de Dios hay que distinguir:
a) el hijo natural de Dios, la segunda Persona de la Trinidad, como lo veremos, que encarnándose y haciéndose hombre, tomó el nombre de Jesucristo;
b) los hijos adoptivos, o sea nosotros, a quienes Dios no quiso dejar en el grado de tinta, de simples hombres, con sólo nuestra naturaleza humana, sino que ha querido, como lo afirma San Pablo, predestinarnos a ser sus hijos (no por naturaleza, que es absurdo, sino por adopción).
En tanto podemos decir a Dios: «Padre nuestro, que estás en los cielos», en cuanto Dios, por su benignidad, no por nuestro derecho o exigencia, nos ha elevado a esa divinidad, adoptándonos como hijos.
Pero, mientras en la adopción humana, donde hay un hombre que adopta a otro hombre, no sobreviene ninguna transformación real en la persona adoptada, aquí, en cambio, como es un Dios el que adopta a un hombre, y por consiguiente, como no hay comunidad de naturaleza, Dios nos hace sus hijos adoptivos, no sólo con un acto jurídico, sino con un cambio, con una elevación de nuestra naturaleza humana, con una dote que inviste intrínsecamente a nuestra alma, que sobrepasa a toda substancia creada, y que nos confiere el derecho de llamarnos y ser hijos de Dios, como lo atestigua San Juan.
Conforme lo veremos en el capítulo siguiente, mediante la gracia nos hacemos partícipes de la naturaleza divina; somos elevados sobre nuestra propia naturaleza; nos volvemos semejantes a Dios; tendemos hacia Dios, ya no más como a simple autor del orden natural, sino además como a autor del orden sobrenatural.
El que ahonde esta frase: «hijo de Dios», comprenderá la conexión de los dogmas cristianos, la esencia de la vida cristiana, el alma verdadera de la historia de la humanidad, el último fin que anhelamos.
A continuación, no haremos otra cosa que desenvolver este concepto: la adopción del hombre, como hijo, por parte de Dios, por los méritos de Cristo.
Por de pronto ya aparecen claras algunas cosas:
1. Mientras en el orden natural hubiera bastado la razón, en el orden sobrenatural era imprescindible la revelación, pues si Dios no nos hubiera revelado este grande y divino don de su amor ¿cómo hubiéramos podido suponerlo o exigirlo?
La tinta no tiene ninguna exigencia de expresar un pensamiento de Dante. Mucho menos el hombre, creatura, podía tener la exigencia o el medio de ser hijo adoptivo de Dios.
2. Mientras en el orden natural hubiera bastado observar la ley moral, escrita por Dios en nuestros corazones, en el orden sobrenatural no basta la actividad puramente humana; es indispensable la gracia, la cual elevando nuestra alma, transforma y diviniza nuestra actividad moral.
Material y superficialmente considerada, es idéntica la tinta del tintero y la del papel; pero en el primer caso no hay más que materia; en el segundo, un pensamiento: así también, para los sentidos no existe diferencia entre una acción buena cumplida por una persona en estado de gracia y por otra no en estado de gracia; no obstante, en este caso, tenemos una actividad puramente del hombre, una acción exclusivamente humana, aunque sea buena; en el otro, como lo explicaremos, tenemos una actividad divinizada, de un valor infinitamente superior, en cuanto que el hombre dista infinitamente de Dios.
3. Por último, mientras que en el orden natural no hubiéramos tenido más que una felicidad natural, un conocimiento indirecto y analógico de Dios, y un amor correspondiente a tal conocimiento, en cambio, en el orden sobrenatural tendemos al Paraíso, que no es otra cosa que la heredad de los hijos, o sea, la participación de los hijos en la vida divina, de suerte que conoceremos a Dios intuitivamente, como Dios se conoce a sí mismo, amaremos a Dios como Dios se ama, gozaremos de Dios como Dios goza de sí mismo.
En el Paraíso se realizará, en forma completa, la divinización del hombre; aun cuando no deje de ser creatura y su glorificación responda al grado de sus méritos.
No se pueden confundir los dos órdenes: el natural y el sobrenatural. Son diversos, aunque no son opuestos, ni rompen la unidad de la vida humana.
La sobrenaturaleza no destruye a la naturaleza, la eleva y perfecciona, y por eso la supone; la gracia no anula al hombre, en su potencial inefable.
Del mismo modo que la corriente eléctrica no inutiliza al tosco hilo de metal que atraviesa, sino que se sirve del mismo para difundir fuerza, luz y calor; así como el pintor no destruye los colores, sino que se vale de su materialidad para expresar la visión de su genio; de la misma manera que el injerto infunde vida nueva al árbol, que no es destruido, sino vivificado; así lo sobrenatural no destruye la natural, sino que lo perfecciona y lo sublima divinamente.
La revelación supone la razón y le añade nuevas luces, luces divinas; la gracia presupone la naturaleza y la dota de una celestial hermosura; el cristiano no es algo menos que el hombre, es algo más: el hombre divinizado, hijo de Dios.
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4
Dignidad de los hijos de Dios
Quizás ahora, al final de esta lección austera, sin flores, sin galanura, sin retórica, luego de haber entrevisto débilmente en qué consiste el Cristianismo y cuán grande es la dignidad del cristiano, los lectores empezarán a columbrar la enorme necesidad del catecismo.
El Padre Terrien, en su preciosa obra La Gráce et la Gloire, escribe:
«Un hijo de rey que no supiese su origen, ni los altos pensamientos que eso le exige: he ahí la imagen de un número muy considerable de cristianos».
¿Cómo se los puede inculpar?
Al llegar a este punto, os invito a deteneros.
Pensad un momento en la transformación obrada por Dios en vosotros, en la renovación maravillosa y divina de los corazones, en la regeneración que transforma profunda e íntimamente la naturaleza y las facultades humanas, en la deificación que hace de la creatura un hijo de Dios y del hombre un dios. Y al percibir, por lo menos un poco, la comprensión y el significado de estas palabras: «Hijo adoptivo de Dios, partícipe de la naturaleza divina», postraos de rodillas. Recapacitad en todos los Pater Noster que habéis mascullado en vuestra vida; quizá resulten una cantidad indefinida…
Pero ¡ay! tal vez sean muy pocos los bien recitados. Decid, ahora, en el silencio del recogimiento, elevándoos hacia los cielos del alma, cuya belleza cantó Santa Teresa al comentar el Pater, decid: «Padre nuestro, que estás en los cielos»…
Somos hijos de Dios; ¡saludemos a nuestro Padre! «Cuando hagáis oración, enseñaba Jesús un día inolvidable, decid: «¡Padre!»
Habiéndonos Dios elevado a la dignidad de hijos suyos, ¿acaso podemos dirigirle una palabra más bella y más sublime?
Ahora empezaréis a compenetraros del alma de los Santos. Ellos amaban a Dios, porque sentían qué significaba la paternidad divina y nuestra adopción sobrenatural.
Un día, al penetrar una novicia a la celda de Santa Teresita se detuvo sobrecogida por la expresión de su rostro. Se hubiera dicho que Sor Teresa, aun cuando cosía activamente, estaba extasiada en una contemplación profunda. — ¿En qué piensa?, le preguntó la joven hermana. — Medito el Pater, repuso. ¡Es tan dulce llamar a Dios, Padre nuestro!… y en los ojos de la santa brillaban las lágrimas.
Si nosotros conociésemos el catecismo, rezaríamos mejor. Mejor dicho: rezaríamos. Porque con demasiada frecuencia honramos a Dios sólo con los labios, mientras nuestro corazón está lejos del Señor.
Y entenderemos también las palabras del Papa San León Magno, que resumía de este modo el misterio de nuestra elevación sobrenatural:
«El don que sobrepuja a todo don, consiste en que Dios llame hijo al hombre y el hombre llame Padre a su Dios».
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RECAPITULACIÓN
1. Podemos considerar al hombre en un doble estado u orden:
a) en el orden natural, en el que sólo tendría lo requerido por su naturaleza de hombre;
b) en el orden sobrenatural, en el que es elevado a una grandeza y dignidad superiores a los derechos y exigencias de su naturaleza humana.
El orden sobrenatural, adviértase bien, no destruye, sino supone y eleva el orden natural.
2. En el orden natural, el hombre habría sido, no hijo de Dios, sino una simple creatura y habría tenido:
a) la razón, pero no la revelación;
b) su actividad humana, pero no la gracia;
c) al morir, después de una vida moralmente honesta, habría alcanzado una felicidad natural, pero no el Paraíso.
3. En el orden sobrenatural el hombre es elevado a la dignidad de hijo de Dios (no hijo natural, sino adoptivo, como quiera que sólo la Segunda Persona de la Trinidad es Hijo de Dios por naturaleza; nosotros somos hijos de Dios sólo por la gracia).
Consiguientemente, en el orden sobrenatural:
a) no basta la razón; es también necesaria la revelación;
b) no basta la actividad humana; es indispensable también la gracia;
c) si morimos en gracia, no tendremos en la otra vida una felicidad natural, sino el Paraíso.
El Cristianismo no es otra cosa que el desenvolvimiento y la realización de esta verdad consoladora y fundamental que nos enseña la Revelación: la elevación del hombre al orden sobrenatural, por medio de la gracia, que nos mereció Jesucristo.
Y, ¿qué es la gracia?
