EL SILABARIO DEL CRISTIANO: COMIENZO DE SERIE

EL SILABARIO DEL CRISTIANO, de Mons. Olgiati nos acompañará cada lunes en nuestro blog. Esperamos que sea de su agrado.

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MONSEÑOR FRANCISCO OLGIATI

EL SILABARIO DEL CRISTIANISMO

Libro de estudio y de meditación, no sólo para hombres pequeños, sino también para hombres grandes, no para ser leído en el tren o en medio del bullicio, sino en el silencio y el recogimiento, palabra por palabra, sin saltar de una página a otra, como lo haría el hermano Mosca del Convento de San Francisco.

PALABRAS PRELIMINARES A LA NOVENA EDICIÓN

La presente obrita, nacida entre almas sedientas de luz y de bondad, tiene una pequeña historia y abriga una gran esperanza.

Trabajando, desde hace muchos años, en las filas de la Acción Católica y sobre todo en las asociaciones juveniles, tuve, a menudo, el placer de hablar de Jesucristo, de su doctrina, de sus enseñanzas; pero, también, muy a menudo, desgraciadamente, pude comprobar que hasta los buenos se conforman con una rápida y fácil excursión por el inmenso mar de las verdades cristianas, sin sumergirse jamás, como el buzo, en la profundidad de sus ondas regeneradoras.

Basándome en esta experiencia, en las Escuelas de propaganda de la juventud masculina milanesa y de la Asociación de Hombres Católicos, he relegado a segundo término el estudio de otros problemas y, de acuerdo con las personas generosas que se preparaban para las batallas del apostolado, he tratado de afrontar, de un modo especial, el problema religioso.

Por lo demás, en mayo de 1924 me vino a la mente una idea y me apresuré a confiarla a la distinguida Presidenta de la Juventud Femenina Católica Italiana, señorita Armida Barelli, para que procurara ponerla en práctica.

He aquí la carta que le escribí en aquella ocasión:

«Distinguida señorita: —La J. F. C. I. tendría que hacerse promotora en Italia de una iniciativa destinada a combatir el analfabetismo más horrible y más peligroso que se pueda imaginar. No hago alusión a los desgraciados que no saben leer ni escribir; hablo del analfabetismo religioso.

Nos proclamamos un pueblo católico y conocemos poco menos que nada del silabario del Cristianismo. Tengo fundados temores de que hasta en las filas de la J. F. C. I., donde tanto y tan justamente se discurre sobre el espíritu sobrenatural, no pocas socias se encontrarían malparadas, si alguna vez tuviesen que explicar con precisión qué es lo sobrenatural, a lo que se refieren con tanta frecuencia.

Usted debería tomar una bella iniciativa: tendría que organizar una Semana completa y reunir a los mejores elementos de su agrupación. Que sean pocas, poquísimas, pero ya preparadas.

Y tenga el valor de sacrificar en esa Semana todo argumento de índole cultural, todo debate sobre cuestiones femeninas o sociales. Que el único argumento sea éste: una exposición del catecismo, en cuatro lecciones diarias al menos, de una hora cada una.

Ruégole recoja este pensamiento. Comprendo muy bien que al leer mi carta, Ud. caerá de las nubes. ¡Pero le suplico que me escuche! Estará contenta y sobre todo estará contento el Sagrado Corazón».

La carta tuvo muy buena acogida. La señorita Barelli, con profunda intuición de las necesidades de la Acción Católica, recogió en seguida la propuesta.

Los Asesores Eclesiásticos del movimiento femenino —mis dos queridísimos amigos Mons. Alfredo Cavagna y el P. Caresana, filipino— aplaudieron y promovieron la iniciativa de su asociación. Todos con entusiasmo se pusieron a la obra. Se oró y se hizo orar. El día 20 de julio de 1924, el castillo de la señora Amigazzi, en Tradate, daba señorial y exquisita hospitalidad a un grupo de 60 dirigentes de la J. F. C. I. capitaneado por todo el Consejo Superior y por sus activos Asesores. Yo también participé y contemplé conmovido lo que iba a resultar el germen minúsculo de la idea inicial, por obra de aquella falange de almas ardientes de celo y preparadas con un día de Retiro espiritual, por el apóstol del Sagrado Corazón, el P. Mateo Crawley.

Qué fue, qué resultó, qué sentimos aquella semana, no sería capaz de describirlo. Diré tan sólo que prácticamente se resolvió organizar, previa una cruzada de oraciones, una serie de otras Semanas semejantes en toda Italia.

En pocos meses, en efecto, se llevaron a cabo 18 semanas regionales, en cada una de las cuales participaron los representantes de cada diócesis, para promover después, como se está haciendo actualmente, un movimiento serio de cultura religiosa basada sobre el catecismo, en todos los centros diocesanos.

La primera edición de esta obrita, revisada por el P. Juan Busnelli S.J. con una bondad grande como su ingenio y su corazón, tomóse en seguida como manual, como texto de las Semanas. Por eso no fue puesta en venta, sino que fue adoptada exclusivamente por la J. F. C. I., que en menos de un año agotó la primera tirada de cinco mil ejemplares.

Entonces se preparó una nueva edición, con muchos millares de ejemplares, destinada a todos. Pero después de pocos meses se hizo necesaria otra edición, y luego otras y otras y ahora sale a luz la novena.

Naturalmente me dirigí a diversas personas que amo y venero para que me indicaran alguna corrección, modificación o mejora. Fui generosamente ayudado y siento el deber de proclamar alta y fervorosamente mi agradecimiento por las indicaciones preciosas que he recibido.

Por tanto, lanzo ahora por novena vez la obra, corregida y en parte rehecha, con la esperanza de que sea como un pajarillo que vuele de corazón en corazón para repetir el canto de nuestra hermosa fe.

Debo además advertir que el año pasado publiqué el Sillabario Della Morale Cristiana, que doy como una continuación y desenvolvimiento de este trabajo.

Difundamos la luz, si queremos que el Amor de Dios arda siempre más. ¡Y que los esfuerzos mancomunados sean bendecidos por el Corazón de Cristo!

Pero el que recorra estas líneas, no confunda nunca la palabra muerta de un libro, con la eficacia de voz viva que enseña y explica.

Mi pobre Silabario podrá ser un modesto y útil instrumento. Pero todos los que sientan el atractivo de un santo apostolado, nunca olviden las palabras de PLATÓN: «¡No se escribe en las almas con una pluma!»

DON OLGIATI

Milán, 8 de diciembre de 1929

Capítulo Primero

LA IGNORANCIA RELIGIOSA

En una de Las más bellas leyendas cristianas, recientemente coleccionadas por Guido Battelli, léese lo que les sucedió a los siete durmientes de Éfeso.

Durante la persecución de Decio, siete fieles «viendo el estrago que se hacía entre los cristianos, afligidos sobremanera y despreciando los sacrificios que se hacían a los ídolos, permanecían escondidos y ocultos en sus casas, ocupándose en ayunos, vigilias y santas oraciones. Pero a la postre, fueron acusados ante el emperador Decio como verdaderos cristianos el cual, teniendo en cuenta que eran nobles y grandes de la ciudad, les dio un plazo de veinte días para que deliberasen».

Paso por alto las cosas extrañas referidas por la leyenda; referiré solamente que huyeron «a un áspero y elevado monte», a una cueva. En vano los esbirros del perseguidor intentaron entrar. Dios protegió a sus santos, y «primero envió del cielo truenos, rayos, vientos, granizos y agua con grandes tempestades. Después apareció, a la entrada, una multitud de animales feroces: lobos, leones, osos, serpientes y dragones, que los obligaron a abandonar la empresa».

Ordenó entonces el emperador que la boca de la cueva fuera tapiada, y así se hizo.

Después de poco tiempo, los siete recluidos cayeron en un profundo sueño y durmieron plácidamente durante centenares y centenares de años. Sólo se despertaron, creyendo haber dormido por espacio de una noche, cuando el Señor le inspiró a un ciudadano de Éfeso que efectuara excavaciones en aquella montaña. Puede imaginarse qué sorpresa les habrá causado la ciudad totalmente transformada, con el signo de la Cruz sobre las puertas y con una población cristiana jamás vista ni soñada. ¡Habían dormido la friolera de 388 años! ¡Era natural que quedaran estupefactos y no dieran crédito a sus ojos!

Esos siete durmientes son semejantes a las más elementales verdades cristianas. También ellas duermen en los libros de la Sagrada Escritura y de los Padres. También ellas parecen huir perseguidas por teorías contrarias y épocas nefastas y aguardan la hora del despertar, pero de un despertar que no vaya —como el de los perseguidos de Éfeso— seguido de una plácida muerte en el Señor, sino que dure en forma permanente en todas las conciencias.

Los hombres no me aman, porque no me conocen: es la queja del Sagrado Corazón de Jesús dirigida a su sierva Santa Margarita María. Es espantosa la ignorancia de la religión. Pocos, por ejemplo, en Italia, conocen los primeros principios del dogma cristiano, que iré exponiendo en capítulos sucesivos.

En nuestra tierra, llena de sagradas tradiciones e innumerables basílicas, los puntos fundamentales del catecismo están ocultos, como si se tratara de los durmientes de Éfeso, en la cueva del olvido. ¿Qué extraño es entonces que el problema de la vida no se resuelva cristianamente?

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1

Triple forma de ignorancia religiosa

Podemos dividir en tres categorías a los contemporáneos que a las preguntas de la planilla de un censo: ¿a qué religión pertenecen? responden: a la religión católica.

1. Componen la primera categoría, los que no saben nada de catecismo, ni frecuentan la iglesia, ni los sacramentos.

A veces son personas cultas en un ramo de la ciencia; quizá escritores brillantes o redactores de diarios (sucedió el caso, no ha mucho, en un gran diario milanés) que al describir con vívidos colores una procesión, narran que «se conducía la estatua del SS. Sacramento«. Son filósofos o pedagogos de primer orden, que tienen la petulancia de afirmar que el cristianismo admite la eternidad del diablo al igual que la eternidad de Dios. Son, a menudo, funcionarios como un alcalde de la alta Italia, quien, antes de otorgar permiso para una procesión eucarística, preguntaba: — «¿Qué himnos cantarán durante el recorrido?» —»El Pange lingua, señor alcalde.» — «¿No es un canto subversivo, el Pange lingua, verdad?» — «No lo es, tranquilícese». Y la mirada escrutadora del funcionario escudriñaba el rostro de los interrogados, para ver si decían verdad, Son, finalmente, obreros y mujeres del pueblo, los cuales conocen tan perfectamente la religión, que están convencidos —el hecho ha sucedido recientemente en una parroquia de Milán— de que los santos Óleos son una especie de aceite de castor que deben ingerir los enfermos. «Perdone, reverendo, —observaban muy compungidos— ¿quiere darle los santos Óleos? Es imposible que los digiera. Hace muchos días que no come». ¡Nos hallamos en las tinieblas más profundas y dignas de lástima!

2. La segunda categoría está formada por individuos que se creen verdaderos cristianos. Cuando pequeños, la madre les enseñó algunas preces. Niños aún, asistieron a la instrucción catequística en preparación para la Confirmación y la primera Comunión. En las escuelas elementales aprendieron algunas nociones religiosas. De tarde en tarde van a la iglesia a oír un sermón. ¿Es domingo? Oyen misa. ¿Es Pascua? Acuden a confesar y comulgar y cumplen el precepto pascual. ¿Nace un niño en la casa? Lo llevan a bautizar. ¿Se van a casar? Quieren la bendición nupcial del sacerdote. ¿La muerte arrebata a algún ser querido? Los funerales deben ser religiosos.

¿Qué más queréis? ¡No hay que ser excesivamente exigentes! Religión, sí; pero, hasta cierto punto.

Son, como los definiría MANZONI «los caballeros del ne quid nimis«, hasta ahí, no más… los cuales, en las cuestiones de fe, quieren que no se pasen los límites, esto es, sus límites.

Haced la prueba: decid a tales caballeros: «Es necesario divinizar las propias actividades con la gracia; creer importa animar cristianamente todas las acciones, incluso el comercio, la política, la lectura del diario, las relaciones con otras personas; no se es cristiano cuando se oye misa solamente, sino en todas las contingencias de la vida». ¡Y oiréis cada respuesta! — «La religión, dicen, es una cosa, y otra son los negocios. Los curas en las sacristías; fuera de la sacristía no impera Jesucristo, imperan los intereses, el placer, las ambiciones. Pasaron los tiempos de Maricastaña. Nosotros no somos santos. Dejadlos en el pulpito librados a la elocuencia de los oradores sagrados y no los mezcléis en el ardor febril de la vida moderna».

Y si les observáis que semejante religión es, la más absoluta deformación del cristianismo, os mirarán atolondrados.

Naturalmente, a medida que pasa el tiempo, muchos de ellos, máxime si son jóvenes o se engolfan de lleno en los negocios o en los vicios, un buen día ya no van más a misa, ni aun para Pascua, y son capaces de deciros «que han perdido la fe». ¡Pobrecitos! Nunca la tuvieron, porque jamás la conocieron.

3. Henos aquí en la tercera categoría, que comprende a los más animosos y valientes entre los cristianos, muchos de los cuales están munidos de una cédula de afiliación a una buena Asociación, o inscriptos además en una Congregación religiosa. ¿Éstos, al menos saben el catecismo? Salvo raras excepciones, hay que responder que no.

No una sola vez, estando en reuniones juveniles —hallándome entre jóvenes que frecuentan la comunión y merecen toda clase de elogios por la valentía y la audaz franqueza con que profesan su fe en público— he osado preguntar: — ¿Qué es la «gracia»? O bien ¿en qué consiste el «orden sobrenatural»? y ¿en qué se diferencia del orden natural? Las respuestas obtenidas me convencieron siempre de que es enorme la ignorancia de los principios del cristianismo, hasta en los mejores y más prácticos cristianos.

Vosotros que me leéis, si tuvieseis que explicar qué entendéis por «gracia» y por «orden sobrenatural» ¡ay!… No sé qué resultado daría vuestro examen.

Sin embargo, el que ignora esto y pretende hablar de cristianismo, se asemeja al que quiere leer sin conocer las letras del alfabeto.

Al final de esta obrita, todos o casi todos mis lectores estarán convencidos de que tenían una necesidad insospechada e inmensa de aprender los elementos del catecismo ¡que creían conocer y no conocían!

Había una vez un inteligentísimo estudiante que no sabiendo nada, resolvía el arduo problema de los exámenes, copiando. Mas, a fin de que el profesor no cayera en la cuenta, cambiaba acá y allá algunas palabras. Podéis imaginaros ¡qué galimatías resultaban! Un ejemplo: El compañero vecino había escrito que Cristóbal Colón descubrió América en 1492. Y nuestro sabihondo, para no ser descubierto, cambió las cosas de este modo: Masianello descubrió América en 2492. ¡Como veis, sólo había cambiado un nombre y una cifra! Muy poca cosa, ¿verdad? o como dicen los franceses, «quantité négligeable» —cantidad despreciable.

Muchos de-nuestros óptimos socios de organizaciones católicas, si son sometidos a un examen de catecismo —no de teología— darán, sin quererlo, idéntico resultado. Al exponer algunos de los puntos fundamentales del dogma, —por ejemplo, las naturalezas y la persona de Jesucristo— cambian alguna cosa, algún detalle pequeñísimo, y así demuestran que saben la religión como aquel bello tipo, tan genial, sabía la historia.

Por lo demás, sin decirlo a nadie; respondeos solamente a vosotros mismos en el secreto de vuestras conciencias: ¿Es o no verdad, que os importaría una nada, en vuestra vida, si las Personas de la Santísima Trinidad, en vez de ser tres, fuesen dos o cinco?

Más aun ¿es o no verdad, que si Dios no hubiese revelado este misterio, vosotros viviríais tranquilamente sin él y no sufriría ninguna modificación vuestra vida religiosa?

¿Y qué significa todo esto, sino un desconocimiento completo del catecismo? ¿No os parece que debe ser ‘más profunda que un abismo vuestra ignorancia religiosa, si el primero de los principales misterios de la fe os deja tan olímpicamente indiferentes?

Muchos protestan porque, mientras en los primeros siglos instruirse en el cristianismo significaba, en las escuelas del catecumenado, convertirse, y los cristianos de entonces contribuían a cambiar la faz del mundo, o sea a establecer una nueva civilización, en cambio, los cristianos de hoy amenazan progresar como el cangrejo y retroceder a la civilización pagana.

Nada más justificado que tales protestas: los cristianos de entonces conocían el cristianismo; los cristianos de hoy no lo estudian nunca, persuadidos de poseer una ciencia infusa.

Es más. No faltan quienes se quejan de que las Epístolas de San Pablo no sean más leídas, o de que las obras de los Padres, las grandes lumbreras de la Iglesia, sean tenidas casi como prohibidas por los cristianos a la violeta, de nuestros días. Nada hay que admirar en esto mismo. ¿Cómo se puede entender a San Pablo prescindiendo de lo sobrenatural y de la gracia? El que no sabe los primeros elementos del orden sobrenatural, toma a San Pablo y a los Padres y se aburre, ni más ni menos que el campesino a quien se le pusiese entre las manos las tablas de logaritmos.

Es menester tener alguna preparación para leer y comprender. De lo contrario, una mariposa nos interesará más que el arco de Tito.

¿Qué más? Muchos rompen lanzas contra la degeneración de la piedad cristiana, contra lo superficial de las formas y la empalagosa dulzura de un sentimentalismo engañoso. No está mal. Pero por Dios, ¿cómo se quieren evitar tales errores si se carece de la luz, del conocimiento y del pensamiento?

No en vano, el llorado Cardenal Andrés Ferrari, no hacía un discurso sin repetir con la afligida voz de un buen Pastor: «¡Catecismo! ¡Catecismo!» No en vano, un pensador de la talla del beato Bellarmino, con la misma pluma con que había trazado las páginas inmortales de las Controversias, escribía el pequeño Catecismo.

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2

Catecismo y apologética

Permítaseme un paréntesis y perdóneseme la palabra ruda y franca. Hablo de catecismo, no de apologética.

Hoy día, para disimular la ignorancia religiosa, muchísimos —desconocedores de la pedagogía cristiana y de la didáctica católica— acuden a las escuelas de apologética.

Ahora bien, la apologética presupone, tanto en el que la enseña como en el que la escucha, un conocimiento exacto de lo que se quiere defender, por consiguiente, es posible sólo después del estudio completo y profundo del catecismo.

He aquí por qué en la práctica, el remedio es peor que la enfermedad.

Por otro lado, ya no es un misterio para nadie, que la apologética, tal cual viene siendo manoseada, no convierte, sino que suscita mil dudas y quizás haga perder la fe que propugna, de tal suerte que en los años del modernismo se reclamó la necesidad de nuevos métodos apologéticos, y se pretendía nada menos que reducir a pavesas la apologética tradicional, para sustituirla con la leche y la miel del corazón o con un llamado a la vida y a la acción.

¡La mentalidad de nuestros contemporáneos, se decía, se rebela contra los antiguos argumentos, no se doblega ante los silogismos, o ante los milagros y las profecías! ¡Hay que partir de las exigencias íntimas y profundas del alma humana, y en su nombre, recurrir a lo sobrenatural, con el método de la inmanencia!

Si esto era un despropósito y una forma de naturalismo que fue autorizadamente condenado, no se puede negar la ineficacia y, a menudo, el daño de la apologética hecha importunamente, delante de personas sin preparación, que más entienden la dificultad que la solución, y que, por lo tanto, en vez de aprender la verdad, acumulan dudas y errores.

Yo no condeno —lo repito— la apologética tradicional; la culpa no es de esta última ni del valor intrínseco de sus pruebas; radica en la ligereza de los que hacen apologética, cuando faltan hasta las primeras nociones de catecismo. No se reflexiona que la apologética es de suyo ardua y difícil, porque implica toda la filosofía y toda la historia y a ellas se reduce; y resulta simplemente una empresa absurda, cuando falta un conocimiento esmerado de las enseñanzas de la fe.

La apologética importa la defensa de la religión.

¿Cómo se quiere defender una causa que no se conoce? Comiéncese a estudiar el catecismo; es el único camino para estar en condiciones de emprender una discusión apologética de utilidad.

Los grandes apologistas de los primeros tiempos, Santo Tomás de Aquino y los más ilustres cultores de la apologética tradicional, han demostrado cómo el obsequio de la fe es racional —un verdadero rationabile obsequium—, porque no caían en la manía que ahora nos domina, de pretender provocar un debate sin examinar antes los términos de la cuestión.

Menos apologética y más catecismo: he ahí la palabra de orden de toda persona sensata y seria. Es hora de poner término a la bobería tan común de conceptuar al catecismo algo así como un juguete para los niños. No existe una fe para la santa infancia y otra para los adultos; el Dios del niño es también el Dios del padre y de la madre de familia, es el Dios de Dante y de Volta; no sólo a los niños, sino —sobre todo hoy— a los jóvenes, a los profesionales, a los hombres maduros, a los estudiosos de las ciencias, la filosofía y las letras, a los incrédulos que cuando hablan o escriben sobre nuestras cosas, provocan la risa de grandes y pequeños, en resumen, a todos debemos decir: «¡Estudiad el catecismo! ¡Estudiad el catecismo! Luego, si fuere necesario, nos dedicaremos a la apologética».

La presente obrita no tiene otra finalidad que ésta: nada de apologética, nada de discusiones teológicas, sino la enunciación simple de lo que enseña el Cristianismo y que la mayor parte de los católicos no conoce, aunque se trate del problema más esencial para todo hombre que desea resolver el problema de la vida.

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3

La exposición orgánica del Cristianismo

¿Quiere decir entonces —alguien concluirá— que nosotros, hombres grandes, profesores, industriales, doctos o casi doctos, debemos releer el pequeño catecismo que tuvimos entre manos allá por los años de la infancia?

¡Exactamente! y tened la seguridad que no os resultará perjudicial, ya que aquellas breves paginillas, probablemente han sido muy olvidadas. Pero no es ése precisamente mi pensamiento. Sostengo que necesitáis una exposición elemental del Cristianismo que responda a vuestra cultura. Y es éste el objeto de la presente obrita, que se propone ofreceros en germen la enseñanza católica.

Un germen trae a la mente la idea de un organismo donde existen muchas partes, mejor dicho, muchos miembros, pero cuya multiplicidad vive en la unidad.

No se concibe un libro orgánico, una doctrina sistemática, un verdadero poema, sino con este método: reduciendo la multiplicidad a la unidad.

Hay en un libro muchos capítulos, y cada capítulo consta de muchas páginas, de muchos renglones, de muchas palabras: más aún, si es un libro orgánico, no un conglomerado de miembros informes, tiene una idea única que lo anima desde la primera a la última letra; y nadie puede afirmar que lo entiende, si a través de cada parte del libro no se posesiona de la unidad de la idea inspiradora. He ahí por qué no es fácil entender a Dante, y por ende gustarlo; he ahí por qué sostengo que la casi totalidad de mis lectores, aun cuando leyese el catecismo, no comprendería el Cristianismo en su unidad orgánica.

La doctrina cristiana es tan maravillosamente una en la multiplicidad de sus dogmas, de sus preceptos, de sus sacramentos, de todas sus manifestaciones litúrgicas y de todas las explicaciones de su inagotable fecundidad, que para conocer a fondo —no superficialmente— una sola de sus enseñanzas, es necesario considerarla en su conexión con el resto del Cristianismo.

El dogma de la Trinidad está ligado a los demás dogmas; y la vida cristiana, a su vez, no puede prescindir del dogma de la Santísima Trinidad; si hasta ahora —lo repito— para vosotros que me leéis nada significa, en la práctica, el misterio de Dios uno y trino, es porque nunca lo habéis estudiado con un método orgánico.

No escapa a mi criterio que el dogma de la Trinidad no es el de la Inmaculada o el de la Infalibilidad Pontificia; lo que se debe creer, no es lo que se debe obrar; no puede, en absoluto, confundirse lo natural con lo sobrenatural; una rama del árbol es distinta de la otra; pero así como las múltiples ramas son ramas de una misma planta, con orgánica conexión entre sí; del mismo modo veremos que es un absurdo explicar un punto de doctrina, prescindiendo de otros, que es un absurdo separar el campo teórico del práctico, el dogma de los mandamientos, las obras de la fe, la gracia de la naturaleza elevada y reprimida; veremos, en fin, cómo aclarado un punto, resplandece el resto, y cómo descuidado uno, amenaza bambolearse el conjunto.

A menudo, aun aquellos que estudian el Cristianismo y conquistan la corona de laurel en un certamen catequístico, sólo han estudiado separadamente las varias partes de la doctrina cristiana; saben enunciar el misterio de la Encarnación, el dogma trinitario, los diversos principios concernientes a la gracia, los Sacramentos y demás tópicos; pero nunca se formaron una idea cabal del nexo que une en admirable armonía toda la enseñanza y la vida cristiana.

Es inútil: no puedo juzgar verdadero dantista, al que se sabe de memoria, por entero, la Divina Comedia, la comenta verso por verso, recuerda con exactitud todos los hechos, los personajes y las noticias a que alude el poeta inmortal de nuestro pueblo, pero jamás ha comprendido la unidad de los tres cantos, o sea, el alma única, inspiradora de todas las palabras, de todos los versos, de todos los cantos, de todas las invectivas y de todas las referencias.

Y así como no comprendería qué es el Duomo de Milán el que supiese el origen de cada trozo de mármol de que se compone y de cada estatua que lo adorna, pero no abarcase la unidad armónica de toda esa multitud de pequeñas obras maestras, del mismo modo, para comprender el catecismo en verdad, de suerte que se posea una instrucción educativa y formadora, no basta conocer superficialmente cada parte del dogma y la moral, es menester llegar a la unidad orgánica, unidad en que el pensamiento y la vida, el cielo y la tierra, lo natural y lo sobrenatural, la historia sagrada y la profana resplandezcan en la armoniosa conexión de un todo, extraordinariamente rico, pero inexorablemente uno.

Ruego, por tanto, al lector, que se arme de paciencia, y me siga paso a paso. No es ésta una obra para ser leída a saltos. Tampoco es factible aplicar semejante método a una obra de matemáticas, de geometría o de álgebra, ya que no sería posible darse cuenta del desenvolvimiento de las fórmulas algebraicas o de las demostraciones geométricas, sino siguiendo ordenadamente su exposición. Con mayor razón se exige una lectura continuada para una obra de religión en la que se trata de exponer la vida íntima y su interno dinamismo, con un criterio didáctico, cuidadosamente escogido y estudiado.

Leeréis, meditaréis, reflexionaréis: cuando lleguéis al final, al capítulo decimocuarto o al decimoquinto, sólo entonces comprenderéis a fondo el tercero y el primero; más aun, estoy seguro que éste no es un libro que leeréis una sola vez, sino que lo releeréis y lo meditaréis a menudo, porque en él descubriréis una joya de valor inestimable.

Quiero poner ante vuestros ojos, de un modo patente, la joya de la fe, que hasta hoy os ha ocultado la noche de la ignorancia. No dudo de su valor, de su belleza y de su encanto; sólo temo que mi débil mano no la aproxime en forma adecuada a vuestra mirada, o que falte la luz que la ilumine suficientemente.

Si preferís otro parangón, os diré que sé muy bien que mi obrita es una deforme navecilla, poco atrayente; pero el mar que debemos surcar es tan divinamente bello, que si os embarcáis conmigo, no podréis adormeceros, ni permanecer bajo cubierta; un estremecimiento os sacudirá, y colocados sobre cubierta, olvidando las imperfecciones de la nave, contemplaréis extasiados la majestad de las aguas y de los cielos.

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RECAPITULACIÓN

1. Es inmensa la ignorancia religiosa. Son innumerables los que no aman a Jesucristo, porque no lo conocen.

Están comprendidos en esta triple categoría:

a) Los analfabetos perfectos, que nada saben del Cristianismo, aun cuando en otros ramos del saber posean una cultura más o menos vasta.

b) Los cristianos «prácticos» que no obstante eso, sólo tienen un barniz de religión, sin que ella inspire o influencie su vida.

c) Muchos católicos que pertenecen a Asociaciones o Cofradías nuestras, pero que conocen superficialmente la fe que profesan y defienden.

2. Frente a semejante ignorancia religiosa, es más necesario el catecismo que la apologética. Antes de discutir las verdades cristianas, hay que estudiarlas.

3. El verdadero y único método de estudio consiste, no en examinar separadamente las diversas partes del dogma, de la moral o del culto cristiano, sino en buscar y comprender el principio de unidad, el cual nos demostrará la armónica conexión de los dogmas entre sí y el enlace de los dogmas con la vida.