(De los anales de los PP. Capuchinos)
Refiere San Antonino que una viuda, persona de mucha devoción, habiendo tomado amistad con un joven, acabó por pecar con él.
Se dio a la penitencia y hacer limosnas, y hasta llegó a ingresar a un convento.
Pero nunca se resolvía a confesar su pecado.
La hicieron abadesa y acabó sus días en olor de santidad.
Una noche, una monja, haciendo oración en el coro, oyó un fuerte fragor y vio una sombra envuelta en llamas. Preguntó quién era, y la sombra respondió:
–Soy el alma de la abadesa; estoy en el infierno.
–¿Y por qué?
–Por no haber querido confesar un pecado que cometí cuando vivía en el siglo. Ve y díselo a todas las monjas, y que ninguna rece por mí.
Se hizo entonces un gran estruendo y desapareció.
II
Se cuenta que una madre preguntaba a gritos en su lecho de muerte y su condenación eterna a causa de sus muchos pecados y de sus malas confesiones.
Entre otras cosas, le lamentaba de su descuido en satisfacer ciertas restituciones.
Como una hija suya se acercara a decirle: “Pues mire, madre, restituya todo lo que debe; no me importa que haya que venderlo todo; lo único que quiero es que su alma se salve”, ella respondió:
¡Ah, hija maldita! También por ti, por los escándalos que te di con mis malos ejemplos, me condeno”.
Y todo era vocear desesperadamente. Hicieron venir un Padre Capuchino, el cual la exhortó a confiar en la Misericordia Divina. A lo que la infeliz respondió:
–Nada de misericordia! ¡Estoy condenada: y ya se me ha dado sentencia a sentir los tormentos infernales!
Se vió entonces su cuerpo levantado en alto hasta las vigas del techo y ser arrojado desde allí violentamente contra el suelo y expiró.
