(De los anales de los PP. Capuchinos)
Cuenta el P. Martín del Río que en la provincia del Perú vivía una joven india, llamada Catalina, sirvienta en la casa de una piadosa señora, la cual la indujo a bautizarse y a frecuentar los Sacramentos.
La joven confesaba a menudo, pero callaba ciertos pecados.
Enfermó de muerte. Nueve veces confesó durante la enfermedad, pero siempre sacrílegamente. Ella misma enteraba de su sacrilegio procedimiento a las demás muchachas de la casa, las cuales, a su vez, se lo contaron a la señora. Pudo entonces enterarse por la misma moribunda de que los pecados que ocultaba eran ciertas faltas de impurezas. Puso en auto al confesor, la exhortó vivamente a declarar todas sus culpas. Pero Catalina seguía obstinada en su reserva, y, hasta al fin de tanta insistencia dijo al confesor:
–Dejadme, señor, en paz y no me molestéis más, porque perdéis el tiempo.
Y volviéndose la espalda, se puso a cantar aires profanos.
Estando ya para agonizar, como las compañeras intentaran poner en sus manos un crucifijo, exclamó:
–¡Dejadme de crucifijo! ¡Ni sé qué es eso ni lo quiero saber!
Y con estas palabras en los labios expiró.
Desde aquella misma noche se oyeron ruidos y tan mal olor se derramó por toda la casa, que la dueña se vio en la necesidad de cambiar de domicilio.
Posteriormente se apareció a una de sus antiguas compañeras, diciéndole que se hallaba en el infierno por sus malas confesiones.
II
Refiere el P. Francisco Rodríguez que en Inglaterra, cuando aún reinaba allí la fe católica, el rey Egbert tuvo una hija de rara hermosura. Muchos príncipes pretendían su mano.
Preguntada por su padre si quería contraer matrimonio, respondió que tenía hecho voto de castidad perpetua. Obtuvo el rey la dispensa de Roma, más ella se mantuvo firme en no querer a otro esposo que a Jesucristo.
Pidió a su padre licencia para vivir retirada en un palacio solitario, y el padre, por el grande amor que le tenía, accedió a sus deseos, señalándole una pequeña corte de servidores, conforme a su alta dignidad.
Se entregó a una vida santa de oración, ayunos, penitencias, frecuencia de los sacramentos y visitas a los hospitales, donde ella misma servía a los enfermos.
En éste género de vida y en flor de sus días vino a sorprenderle la muerte.
Cierta noche, estando en oración una de las damas que había sido lacaya de la princesa, oyó un gran estruendo y vió enseguida un alma en figura de mujer, rodeada de fuego y cargada de cadenas, entre una nube de demonios, la cual le dijo:
–Soy la hija infeliz de Egbert.
–¡Cómo! –repuso la lacaya– , ¿condenada tú después de una vida tan santa?
–Condenada, sí y muy merecidamente por mis pecados.
–¿Pues qué?
–Has de saber que, cuando yo era niña, gustaba sobremanera de que uno de mis pajes, por el cual sentía grande inclinación, me leyese hazañas en algún libro. Una vez, después de la lectura, me tomó la mano y dejé que me la besara, lo cual fue a abrir la puerta a las tentaciones del demonio, hasta que los dos al fin terminamos pecando.
“Fui a confesarme; comencé a declarar mi culpa, más he aquí que el indiscreto confesor me atajó diciendo: “¡Cómo! ¿Pero es posible que esto haga una reina?
Llena de vergüenza, yo le dije entonces que todo había sido cosa pasada en sueño.
“Desde entonces hice penitencias y limosnas, a fin de que Dios me perdonase, pero sin decidirme nunca a confesar mi pecado.
“En la hora de mi muerte, dije al confesor que había sido gran pecadora, a lo que él me respondió que arrojase de mí tal pensamiento como una tentación.
“Al expirar, fue arrojada mi alma a la condenación eterna.
Esto dijo, y desapareció; pero fue con tal estrépito que parecía derrumbarse el mundo entero, y dejando en la habitación un olor pestilente, que duró varios días.
III
Nos cuenta el jesuita P. Juan Bautista Manni de una señora que durante muchos años estuvo callando en sus confesiones un pecado deshonesto.
Por el lugar donde vivía esta señora pasaron dos religiosos de Santo Domingo, y ella, que siempre aprovechaba las ocasiones para tener a mano un confesor forastero, rogó a uno de ellos la oyese en confesión.
Pero luego continuaron su camino los dos frailes, uno de ellos le dijo al otro, al que había confesado a la señora, que mientras la estaba confesando había visto él salirle víboras de la boca y que ya estaba para vomitar también un culebrón, pero que éste volvió a esconder la cabeza y a meterse todo dentro de la mujer, cosa que entonces hicieron igualmente todas las víboras expulsadas anteriormente.
El confesor, sospechando lo que aquello podía significar, tornó a la casa de la señora; pero al llegar, que, mientras se retiraba a sus habitaciones, había muerto repentinamente.
Más tarde, haciendo el dicho fraile oración, se le apareció la infeliz mujer condenada.
–Yo soy, –le dijo– la mujer que usted confesó el otro día. Vivía mi alma en pecado y siempre tuve reparo de confesarme con los sacerdotes del lugar. Dios le envió a usted para mi remedio, pero también esta vez me venció la falsa vergüenza. Y Dios me ha enviado de improviso la muerte al entrar en mi aposento y con toda justicia me ha condenado en el infierno.
Y, abriéndose la tierra, desapareció en sus abismos.

