(De los anales de los PP. Capuchinos)
I
Cuéntase de un religioso (narrando este caso al pueblo, dígase: de un caballero) que, aunque con la fama de fervoroso, hacía sus confesiones sacrílegamente. Cayó gravemente enfermo; le hablaron de prepararse a bien morir; le trajeron un confesor. Pero cuando lo tuvo delante de sí, le dijo:
–Decid, padre, cuando salgáis, que me he confesado; pero la verdad es que no quiero confesarme.
–¿Y por qué?
–Porque ya estoy condenado. Nunca hice confesión íntegra de mis pecados, y ahora, Dios me niega, en justo castigo, la gracia de confesarme bien.
Y, diciendo esto, se mordía rabiosamente la lengua, mientras gritaba:
–¡Lengua maldita, que no quisiste declarar mis pecados cuando pudiste hacerlo!
¡Y así, arrancándose la lengua a pedazos y lanzando alaridos, entregó su alma al demonio. El cadáver se tornó negro como tizón, y se oyó un ruido espantoso acompañado de insoportable fetidez.
II
Cuenta el P. Serafín que en una ciudad de Italia vivía una distinguida señora, al parecer virtuosísima.
Recibió en trance de muerte los últimos Sacramentos, dejando a todos los presentes súmamente edificados. Y murió.
A vuelta de unos días, una hija suya, que rezaba y ecomendaba al Señor, como de costumbre, el alma de su madre, oyó un ruido extraño a la puerta. Miró y vió la horrible figura de un puerco que ardía y apestaba.
Tal espanto se apoderó de la pobre niña, que corrió a tirarse por la ventana. Más oyó una voz que le decía:
–Detente, hija mía, detente; soy tu desventurada madre, a quienes todos tenían por santa, pero a quien Dios ha condenado al infierno por pecados que cometí con tu padre y que por rubor nunca confesé. No reces, pues, por mí, que tu oración aumenta mi tormento.
Luego, entre alaridos, desapareció.
III
Era –refiere el célebre doctor fray Juan de Ragusa– una mujer de vida muy espiritual. Frecuentaba la oración y los Sacramentos, y hasta el propio obispo la tenía por santa.
Fijó en cierta ocasión en uno de sus criados, y tuvo la desgracia de consentir en malos pensamientos.
Cómo sólo se trataba de un pecado mental, hacía por convencerse de que no sería necesario confesarlo. Con todo, los remordimientos de conciencia no la dejaban en paz.
Enfermó de gravedad; aumentaron los remordimientos, pero ni aún entonces tuvo valor para confesar su culpa. Y así murió.
El obispo, que era su confesor y que la tenía como se dijo, en concepto de santidad, hizo pasar procesionalmente su cadáver por toda la ciudad, dándole luego sepultura en la capilla particular de su palacio para satisfacer así a la mucha devoción que se le tenía.
Más sucedió que, al día siguiente del entierro, el señor obispo, entrando en la capilla, vio sobre la losa sepulcral un cuerpo extendido y cubierto en muchas llamas. Le conjuró por Dios a que dijese quien era.
–Soy su penitenta –respondió–, que por un solo pecado de pensamiento se ha condenado.
Y con grutos desgarradores maldecía la falsa vergüenza causa de su eterna desgracia.

