P. CERIANI: SERMÓN DEL DECIMOTERCER DOMINGO DE PENTECOSTÉS

DECIMOTERCER DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

Y aconteció que yendo Jesús a Jerusalén, pasaba por medio de Samaria y de Galilea. Y entrando en una aldea, salieron a Él diez hombres leprosos, que se pararon de lejos. Y alzaron la voz diciendo: Jesús, maestro, ten misericordia de nosotros. Y cuando los vio, dijo: Id y mostraos a los sacerdotes. Y aconteció, que mientras iban quedaron limpios. Y uno de ellos cuando vio que había quedado limpio volvió glorificando a Dios a grandes voces. Y se postró en tierra a los pies de Jesús, dándole gracias; y éste era samaritano. Y respondió Jesús, y dijo: ¿Por ventura no son diez los que fueron limpios? ¿Y los nueve dónde están? ¿No hubo quien volviese, y diera gloria a Dios, sino este extranjero? Y le dijo: Levántate, vete, que tu fe te ha hecho salvo.

Nos encontramos en el Decimotercer Domingo de Pentecostés, y el Evangelio nos presenta uno de los milagros obrados por Jesús en su último viaje a Jerusalén: la curación de diez leprosos.

Estaban estos junto al camino que conduce a Jerusalén, cuando el rumor de las gentes les anuncia que el Profeta, cuya fama se había extendido ya por toda Palestina, se acercaba. Levantan los ojos, le divisan, y al punto se disponen a salirle al encuentro. Llegados ya a una distancia conveniente, se detienen y exclaman todos a una voz: Jesús, maestro, ten piedad de nosotros.

Manifiestan gran fervor y confianza. No se detienen en largas exposiciones, sino que apelan llanamente a la bondad y misericordia del Señor.

Y Jesús les dice: Id y mostraos a los sacerdotes… El Antiguo Testamento enseñó con figuras lo que el Nuevo ha mostrado claramente. Las prescripciones de Moisés sobre los leprosos no eran tan sólo medidas higiénicas; tenían una finalidad más elevada. La lepra era una imagen significativa de los estragos del pecado, particularmente contra la fe; de ahí el carácter de inmundicia legal que adquirió en los libros de Moisés.

Con estos antecedentes llegamos a entender el sentido de la respuesta de Cristo al clamor de los desgraciados: Id y mostraos a los sacerdotes.

Apenas escucharon los leprosos la intimación del Salvador, partieron con presteza a cumplir el mandato; dándonos con ello un ejemplo de confianza a toda prueba. En efecto, se ven todavía cubiertos de asquerosas escamas, y se apresuran, no obstante, a correr a la presencia de los sacerdotes, para que estos comprueben su curación.

Esta confianza tan grande en la palabra del Señor mereció el milagro que pedían, y así en el camino quedaron curados.

Uno de ellos volvió glorificando a Dios… Causa admiración la actitud de los nueve leprosos que, luego de curados, no se dignaron volver para declarar y agradecer tamaño beneficio. Pero aquí hay mucho más que ese egoísmo tan arraigado en nuestra naturaleza, que nos hace acordar de Dios cuando la necesidad nos acucia; pero para olvidarlo al momento que nos vemos satisfechos…

En realidad, se trata de una falta contra la fe; tan fea y abominable a los ojos de Dios, que al propio Jesús le arranca frases de amarga queja: ¿Por ventura no son diez los que fueron limpios? ¿Y los nueve dónde están? ¿No hubo quien volviese, y diera gloria a Dios, sino este extranjero?

Los nueve faltantes tuvieron confianza en Jesús, pero no creyeron en su divinidad. El agradecido era, en efecto, samaritano, que no profesaba la fe verdadera… Y, sin embargo, termina profesando la divinidad de Nuestro Señor por medio de un acto de adoración: se postró en tierra a los pies de Jesús…, mientras los otros nueve están junto al sacerdote de la Antigua Ley…

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El Domingo pasado hemos visto y comentado que ya Nuestro Señor había dicho a sus discípulos: Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis. Porque os aseguro que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis, y no lo vieron; y quisieron oír lo que vosotros oís, y no lo oyeron.

El samaritano curado de su lepra también fue curado de su infidelidad… Bien pudo decirle Nuestro Señor: Bienaventurados tus ojos, que ven lo que ves. Porque te aseguro que muchos fariseos, sacerdotes y levitas desean ver lo que ves, y no lo ven; y quieren oír lo que oyes, y no lo oyen…

Más tarde, el Jueves Santo, después de la institución de la Eucaristía, Nuestro Señor dirá a sus Apóstoles:

Si no hubiese venido y no les hubiese hablado, no tendrían pecado; pero ahora no tienen excusa de su pecado () Si yo no hubiese hecho entre ellos obras que ningún otro hizo, no tendrían pecado; pero ahora vieron y me odiaron a mí y a mi Padre.

Analicemos esos dos textos, manteniendo como telón de fondo lo sucedido con el samaritano curado de su lepra.

Dijo, pues, Jesús: Si yo no hubiese venido como enviado de Dios, como Mesías, y si no les hubiese hablado, no tendrían pecado.

La ignorancia de los judíos, especialmente la de los dirigentes, no es excusable, porque se debió a su culpa. Le ignoraron porque no quisieron reconocerle y porque estaban preocupados con su odio. Es más, Jesucristo les había declarado en muchas ocasiones, con palabras y con hechos, su personalidad, así como la de quien le enviara, el Padre.

Evidentemente Jesús no habla del pecado en general, ni de cualquier pecado, sino del pecado de incredulidad respecto de Él y de su Mesianidad y Divinidad. Si Jesús no hubiese venido a ellos y no les hubiese hablado, habrían tenido otros pecados, cierto, pero no este de la incredulidad.

Todo otro pecado podía, de algún modo, parecer excusable. Este pecado, del que ahora no tienen excusa razonable, no puede ser otro que la incredulidad, el odio y la persecución.

Anteriormente a la venida del Mesías, el pecado capital de los judíos era la hipocresía o farsa, la concepción formulista, exhibicionista y crasa de la religiosidad y de la santidad. Les dijo Jesús: ¡Farsantes! Muy bien profetizó de vosotros Isaías, diciendo: Ese pueblo me honra con los labios, mas su corazón anda lejos de mí.

Contra este pecado enseñó Jesús una religión en espíritu y en verdad, así como también una justicia más íntegra y más íntima que la enseñada por los escribas y fariseos.

Ante este mensaje del enviado de Dios, los judíos, en vez de rendirse humildemente y reformarse, se revolvieron orgullosamente; en vez de responder con fe y con gratitud, respondieron con incredulidad y con odio mortal. Tal fue el pecado de los judíos, el gran pecado que había de determinar su lamentable reprobación.

De este gran pecado dice aquí Jesús que no tienen excusa los judíos. Habla ahora, por así decir, la fría razón o la cabeza de Jesús. Pocas horas más tarde, cuando los judíos estén consumando su deicidio, dejará Jesús que hable su Corazón, y dirá: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.

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Hasta aquí, el argumento de Nuestro Señor relaciona el pecado de los judíos con la venida y la enseñanza de Jesús, no acogida por ellos con la debida fe; pero allí no se indica la razón inmediata por la cual aquella incredulidad es pecado.

Lo que allí se suponía, lo declara enseguida: son las obras o milagros de Jesús: Si yo no hubiera hecho entre ellos obras que ningún otro hizo, no tendrían pecado; pero ahora vieron y me odiaron a mí y a mi Padre.

Jesucristo afirmó que los judíos no tenían excusa de su pecado, de no creer a su palabra. Ahora añade que, mucho menos, la tienen por no haberse rendido a tantos y tantos milagros hechos en su presencia.

San Cirilo cree que con la frase si no hubiera hecho en ellos obras que nadie hizo jamás, Cristo se contrapone tácitamente a Moisés y a los demás profetas. Como si dijera: De no haber hecho yo delante de ellos milagros que ni Moisés ni profeta alguno hizo jamás, podrían los judíos tener alguna excusa de su pecado. Pero ahora, ¿cuál tendrán, ellos que recibieron a los profetas, autores de pocos milagros y menores que los míos, y no me quieren recibir a mí, que he hecho tantos más, y mayores, y encima me tienen un odio inverosímil?

Estas obras maravillosas, verdadero sello divino que acreditaba su misión, merecían yexigían la fe a la palabra de quien las obraba. Los judíos, sin embargo, las vieron, mas no creyeron. Tal fue su pecado inexcusable.

Pensemos en los nueve leprosos judíos curados y en el samaritano, el único que regresa para dar gloria a Dios y se postra delante del Señor…

Dijo, pues, Jesús: Si no hubiera hecho entre ellos obras cual ninguno otro hizo jamás, no tendrían pecado; y precisamente ese gran pecado que determinará su reprobación.

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Tal vez alguien quiera discutir la exactitud con la que Jesucristo afirma que ha hecho milagros que ninguno otro ha obrado; porque, si se entiende que fueron nuevos o distintos de los realizados por otros, aunque menores, dice poco. Algunos santos varones superaron al Salvador en este punto.

Y, si entiende que sus milagros son mayores que los realizados por otro cualquiera, habría que dudar, puesto que algunos siervos de Dios también resucitaron muertos, y no parece que pueda haber mayor milagro que éste.

Realmente, las obras de Jesús fueron algo único, nunca visto en Israel. Los judíos mismos en momentos de sinceridad lo reconocieron. Asombrados por los milagros que veían, exclamaban:

Nunca jamás se vio tal en Israel Nunca cosa tal vimos ... Hoy hemos visto cosas increíbles Este es verdaderamente el profeta que ha de venir al mundo ... El Mesías, cuando venga, ¿obrará acaso más señales de las que éste obró?

Y los mismos sanedritas decían desconcertados: ¿Qué hacemos? Pues ese hombre obra muchas maravillas.

San Agustín hace suyo un comentario de San Beda, que propone la dificultad y la resuelve. Dice el Santo Doctor:

«Entre las obras de Cristo, ninguna parece mayor que la resurrección de los muertos, que sabemos hicieron también los profetas.

La hizo Elías, la hizo Eliseo mientras vivió y asimismo cuando yacía sepultado en su tumba, pues al tiempo que iban unos hombres a enterrar un muerto, sobrevinieron los enemigos y ellos huyeron y dejaron el cadáver en la tumba de Eliseo, y al contacto del profeta muerto resucitó el que iba a ser enterrado.

Hizo, sin embargo, Cristo algunas obras que ningún otro obró, como dar de comer a cinco mil hombres con cinco panes y a cuatro mil con siete; como el andar sobra las aguas y otorgar a Pedro que hiciera lo mismo; como el mudar el agua en vino; como el abrir los ojos del ciego de nacimiento, y otros muchos que sería largo enumerar.

Pero alguno dirá que otros varones de Dios hicieron milagros que ni Cristo ni nadie obraron.

Pues, por ejemplo, ¿quién, fuera de Moisés, hirió a los egipcios con tantas plagas y tan graves, y condujo al pueblo por el cauce del mar seco, e hizo bajar maná del cielo para los hambrientos y brotar para los sedientos agua de las piedras?

¿Quién, fuera de Josué, dividió el Jordán para que pasase el pueblo y detuvo al sol en su carrera con su oración a Dios?

¿Quién, fuera de Sansón, sació su sed con la fuente que brotó de la quijada del asno muerto?

¿Quién, fuera de Elías, fue arrebatado en un carro de fuego?

¿Quién, fuera de Eliseo, según antes dije, resucitó un cadáver con el contacto de su propio cadáver sepultado?

¿Quién, fuera de Daniel, cerró las bocas de los leones y vivió ileso entre aquellas fieras hambrientas?

¿Quién, fuera de Ananías, Azarías y Misael, estuvo al fuego ardiente sin quemarse?

Y dejo otros muchos ejemplos, porque basta con los dichos para demostrar que otros santos realizaron también obras portentosas que ningún otro repitió.

Pero absolutamente de ninguno de los antiguos se lee que sanase con tan gran poder tan numerosas taras, malas enfermedades y sufrimientos. En efecto —por no hablar de esos a quienes, dando Él una orden, hizo salvos uno a uno, según se presentaban—, Marcos Evangelista dice: Y cuando se hizo la tarde y cayó el sol, le llevaban todos los enfermos y endemoniados, y estaba la ciudad entera congregada, a sus puertas. Y curó a muchos que estaban vejados por varias enfermedades y echó a muchos demonios.

Por su parte, Mateo, como hubiese mencionado esto, ha añadido también un testimonio profético, al decir: Para que se cumpliera lo que está dicho mediante el profeta Isaías cuando dice: Él en persona tomó nuestras debilidades y cargó con nuestras dolencias.

También el mismo Marcos dice en otro lugar: Y en cualquier pueblo, o ciudad, o villa que entraba, ponían en la calle o en las plazas los enfermos y le rogaban que siquiera les dejase tocar el ruedo de su vestidura. Y cuantos le tocaban, quedaban sanos.

Estas cosas ningún otro las hizo en ellos. En efecto, lo que asevera, en ellos, ha de entenderse así: no entre ellos o ante ellos, sino directamente en ellos, porque los sanó.

De hecho, quiso que se entienda que estas cosas eran no sólo para provocar admiración, sino también para conferir salud palpable; beneficios por los que, evidentemente, debieron devolver amor, no odio.

Ciertamente, pues, los milagros de salud que Él mostró en las enfermedades de ellos son tantos cuantos nadie regaló antes en ellos; de hecho, los vieron y, para echárselo a ellos en cara, añade y dice: Ahora, en cambio, las han visto y me han odiado a mí y a mi Padre; para que se cumpla la palabra que está escrita en la ley de ellos: «Que me odiaron gratis».

Cualquiera que muy profundamente hubiere prestado atención a Cristo que dice: Si en ellos no hubiese hecho las obras que ningún otro hizo, verdaderamente hallará que Él en persona las ha hecho, si alguna vez hizo algo semejante algún hombre de Dios.

En efecto, porque Cristo con el Padre y el Espíritu Santo son, no tres dioses, sino el único Dios, del cual está escrito: Bendito el Señor, Dios de Israel, el que hace maravillas solo, en sí mismo puede por sí mismo todo; en cambio, nadie puede nada sin ese mismo. Ningún otro, pues, hizo cualesquiera obras que en ellos hizo, porque cualquier otro hombre que hizo alguna de ellas, la hizo porque Él en persona la hacía; ese mismo, en cambio, hizo éstas sin que ellos las hicieran”.

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No dejemos de lado que también se refiera a su propia futura resurrección; que éste sí que es milagro que nunca jamás nadie pudo ni podrá hacer: resucitarse a sí mismo.

Lo dicho por el Señor se puede entender, pues, de dos maneras:

Una, no solamente en cuanto al número de milagros, sino también en cuanto a la grandeza de las maravillas obradas por Cristo.

No, por cierto, porque cada una de ellas fuera mayor que cada uno de los hechos por otros santos varones, sino porque el modo con que los obraba los hacía mayores; pues se veía que brotaban de Cristo como de Dios, lo mismo que si naciesen de su propia fuente, según indican aquellas palabras: Y cuantos le tocaban, quedaban sanos de cualquiera enfermedad que padeciesen.

Los otros taumaturgos parecían esforzarse al hacer los milagros. Cristo, al contrario, se esforzaba por contener su potencia, reduciéndolos a lo estrictamente preciso.

La otra manera es prescindiendo del número y de la grandeza, atendiendo sólo a su calidad.

Cristo obraba maravillas que demostraban claramente ser el Mesías, porque eran las predichas por los Profetas. Por ejemplo, había profetizado Isaías: Entonces se abrirán los ojos de los ciegos, se abrirán los oídos de los sordos. Entonces saltará el cojo como un ciervo, y la lengua de los mudos cantará gozosa.

San Mateo cita el testimonio de Isaías para probar que Jesús era el Mesías verdadero, porque obraba los prodigios que los Profetas anunciaron que haría el Mesías cuando viniese.

Y estos milagros los obraba Cristo de modo que parecía no hacer otra cosa: de verdad hacía maravillas que ningún otro ha hecho.

Por esto, apoyándose en sus milagros, argüía Jesús a los judíos:

Las obras que el Padre me dio llevar a cabo, estas mismas obras que hago, testifican acerca de mí que el Padre me ha enviado … Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; mas si las hago, ya que a mí no me creéis, creed a las obras.

Y no creyeron…

Tristemente lo consigna el Evangelista al resumir todo el ministerio público de Jesús: Habiendo obrado tan grandes maravillas en presencia de ellos, no creían en él

Tremenda culpa de incredulidad, que el Maestro recalca, cuando dijo: Mas ahora las han visto, y han odiado así a mí como a mi Padre. En estas últimas palabras reafirma Jesús lo que antes había dicho: que la incredulidad entraña odio al Padre.

Pero ahora vieron… Es como si dijera: Pero ahora pecan a ciencia y conciencia…

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Jesús dijo: ¿Por ventura no son diez los que fueron limpios? ¿Y los nueve dónde están? ¿No hubo quien volviese, y diera gloria a Dios, sino este extranjero? Y le dijo: Levántate, vete, que tu fe te ha hecho salvo

Por todo esto, pidamos, como nos enseña la Santa Liturgia:

Omnipotente y sempiterno Dios, aumenta en nosotros la fe, la esperanza y la caridad; y a fin de que merezcamos obtener tus promesas, haz que amemos lo que nos mandas.