LA ARMADURA DE DIOS
Sus pecados y excesos

CAPÍTULO XIV
LA LENGUA ENVIDIOSA
La envidia puede no exteriorizarse permaneciendo en el interior. No es, hablando con propiedad, un pecado de la lengua. Pero ¿a cuántos pecados de la lengua da origen? «La envidia — dice Bossuet — se goza en los más secretos y abominables manejos. Las maledicencias disfrazadas, las calumnias, las traiciones, todos los malos artificios son obra y porción suya»[1]. En una galería de cuadros que representen los males causados por la lengua debe, pues, ocupar un puesto de honor la lengua envidiosa.
Para fijar exactamente nuestro tema hay que distinguir cuidadosamente esas dos cosas que a menudo se confunden en el lenguaje ordinario y que responden a dos realidades muy diferentes: la envidia y los celos. Santo Tomás nos da una definición muy exacta de la envidia. «Es — dice el Doctor Angélico — una tristeza que sentimos de los bienes y ventajas del prójimo, considerándolos como propias desventajas nuestras». Los celos, por el contrario, tienden a conservar para nosotros solos un bien que nos pertenece o que creemos sea de nuestra pertenencia, al decir de La Rochefoucauld[2]. El envidioso desearía, pues, que el bien del prójimo no existiese; mientras que el celoso no quiere compartir con nadie el bien que le pertenece. Un ejemplo hará percibir mejor aún la diferencia que existe entre estos dos sentimientos. Vemos a una persona muy considerada en la sociedad en que nosotros vivimos; la vemos halagada, atendida en todo, desde el momento en que se presenta ante el público, mientras que a nosotros apenas se nos mira. Sufrimos ante nuestra inferioridad; deseamos ardientemente que semejante consideración y estima se dirija al que lo merece más y mejor…, a nosotros, por supuesto: es esto un pecado de envidia. Somos nosotros, por el contrario, los que ejercemos una especie de realeza en la sociedad que frecuentamos, los que gozamos de la confianza y el afecto de todos; pero ese afecto y confianza no sufrimos que nadie lo comparta con nosotros: son bienes cuyo monopolio queremos apropiarnos. Se puede entonces decir que, obrando así, nos mostramos celosos de aquella confianza y afecto. Poseídos de la envidia dirigimos en seguida una mirada ambiciosa al bien del prójimo; dominados por los celos defendemos ahora hasta con aspereza, para conservar su propiedad exclusiva, el bien propio o el que creemos nos pertenece.
Es común atribuir a las suegras marcada tendencia a los celos. Mis lectoras están en mejores condiciones que yo para decidir si es ello una calumnia, acreditada por la comedia y la zarzuela, o simplemente una detracción. Yo, sin embargo, me inclino a creer que el amor materno degenera fácilmente en celos. Una madre que ha casado a su hijo no siempre acepta de buen grado el precepto formulado por Nuestro Señor: «El hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su esposa.» En tal suposición la madre estaría en un error, pues su hijo la amaría más, acatando ella esta ley; mientras que a él le sería muy penoso colocarse entre ella y su propia mujer. De qué procedimientos mezquinos, de qué intemperancias de lengua pueden ser causa los celos maternos, nadie hay que lo ignore. i Pobre madre que se cree amar tierna y desinteresadamente al hijo ya emancipado! ¡Qué ilusión! Es ella la que se ama a sí misma, y con un amor exclusivo, desordenado, que nada se cuida de la felicidad de aquel hijo.
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Concluido lo dicho sobre la característica de los celos en su aspecto general, y de los celos maternos en especial, volvamos a nuestro asunto, a la envidia, que es la que debe ocupar principalmente nuestra atención.
Desde luego debo hacer notar que se trata de un vicio muy generalizado. Tan pronto como se establece una asociación o conjunto de individuos, llámese pueblo, comunidad o familia, la envidia encuentra siempre una brecha para introducirse en la plaza y sembrar la discordia entre los habitantes de aquel pueblo, los miembros de aquella comunidad, los hijos de aquella familia. ¡La familia! ¿No es el santuario que debiera estar más cerrado a la envidia y el mejor protegido contra los ataques de este vicio? ¿Y no es donde la envidia penetra más fácilmente? Nada hay más común y frecuente que los odios y las discordias de familia que tienen su origen en la envidia. Nada más frecuente que ver a hermanos y hermanas empezando desde su infancia a envidiarse mutuamente, dejando que las antipatías arraiguen más y más con los años, y, cuando el padre o la madre no viven ya, valiéndose del pretexto más fútil para romper entre sí y hacerse irreconciliables.
Madres cristianas, observad entonces, en vuestros hijos, las menores manifestaciones de este defecto y luchad contra el mal antes de que consiga echar raíces en sus almas. Enderezad sin brusquedad, pero con energía, su tendencia a considerar con mirada envidiosa y triste las ventajas del prójimo. Habituadlos a reconocer el bien dondequiera que se halle, a admirarlo y amarlo por sí mismo, es decir, por Dios, su autor, a sentir inclinación hacia el bien, para reproducirlo e imitarlo. ¡Qué sentimiento tan noble el de esa emulación, que nada tiene de común con la envidia! La historia de ese sentimiento sería la historia de todos los discípulos que han superado a sus maestros, la historia de todos aquellos que, en la literatura, en las artes, en la práctica de la vida espiritual, han sido seducidos por una manifestación de la belleza o la virtud, se han esforzado por hacerla revivir en ellos o en sus obras, y, no aspirando más que a copiarla, lo han hecho mejor que el propio modelo.
Tratad de encender en el corazón de vuestros hijos esa llama de emulación, y aseguradles que ella sola es capaz de hacer fecunda su existencia. Luego hacedles ver cómo la envidia, por el contrarío, esteriliza al alma: cómo, en vez de la serenidad que proporciona la contemplación sincera y desinteresada del bien, infunde una profunda tristeza, y hace al alma insoportable la vista de toda belleza y de toda bondad del orden moral. Hacedles saber que la envidia es el egoísmo más monstruoso, el orgullo más ridículo, el acto de una persona que no parece sospechar que pueda haber talento o mérito en parte alguna fuera del que ella posee. La lección puede serles muy provechosa: habituados a vivir en esa atmósfera alejarán de sí fácilmente las mezquinas preocupaciones de la vanidad y no serán ya tentados a igualar todo lo que les aventaja.
Y ya que no hay lugar donde esa plaga de la envidia no penetre y no siembre sus estragos, .por qué no reconoceremos que también se oculta a veces tras de las columnas del templo y a la sombra de los altares? ¿Es, acaso, muy raro encontrarla en las cofradías, en las asociaciones piadosas? No se la ha invitado, pero ha encontrado medio de ocupar allí su puesto de honor. Existen gran número de asociaciones piadosas en que el bien está en su mayor parte paralizado por intrigas y manejos que sólo puede inspirar la envidia. «Esos tristes espectáculos — escribe un venerable prelado — no son tan raros como debieran serlo; divierten a los hombres del mundo que no tienen fe, y, cuando ven esa clase de intrigas, se encogen de hombros, y con razón. Su equivocación está en hacer de la Religión responsable de esas pequeñeces y miserias humanas».
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Considero que tengo la obligación de observar aquí algo que más de un lector me ha de agradecer. Hay almas excelentes que tienen tal horror a la envidia y la miran como vicio tan detestable, que a la menor tentación que se les presenta se turban y se dicen: «Ya he caído: merezco se me cuente entre las envidiosas». ¡Por Dios! No hay que precipitarse. No se designa puesto en esta poco estimable cofradía por un movimiento de envidia que sé haya sentido, cualesquiera que hubieren sido, por otra parte, la violencia y la duración de ese movimiento. Sólo es uno culpable de envidia cuando la voluntad ha tomado parte y dado aquiescencia a la solicitación interior. Ahora bien, como esas almas aseguran que han desaprobado con disgusto semejante sentimiento de envidia, y hasta se irritaban contra él, de ahí que deben tranquilizarse plenamente, porque ha habido sólo tentación de envidia, tentación que no puede alterar la paz con Dios.
Sin duda se pregunten ellas mismas por qué Dios permite esas tentaciones tan penosas. La respuesta es fácil: Dios quiere probarlas, haciéndoles tocar con la mano el fondo viciado de su naturaleza. Si todos los instintos poco altruistas que constituyen el fondo de nuestro ser estuviesen siempre dormidos en nosotros, si no despertasen bruscamente de tiempo en tiempo, acabaríamos por creer que el pecado original no nos había dañado gran cosa y que, después de todo, nuestra naturaleza no es ya tan mala. De ahí a ser víctimas de un ridículo orgullo, el paso sería fácil. Una tentación humillante, cual es la de la envidia, vuelve las cosas a su punto: nos vemos entonces en medio de una luz tan intensa que no permite ya las ilusiones.
¿Queréis, piadosos lectores, que os indique el medio de discernir si ese movimiento de envidia que- os causa tanta confusión ha sido o no voluntario en vosotros? Si ha sido puramente interior, si no se ha manifestado al exterior por ninguna palabra acerba o por algún procedimiento descortés, tenéis motivos para juzgar que vuestra voluntad no ha cedido a la solicitación. Con mayor razón podréis tener la misma seguridad si, sobreponiéndoos a la impresión, habéis hablado bien de la persona que os hace sombra, o si en aquella ocasión os habéis mostrado amable con ella. Pero, si vuestra antipatía, en lugar de quedar oculta en el interior, se ha manifestado por medio de palabras ásperas, por la frialdad o el desdén en el trato, no hay duda de que la envidia ha sido el móvil de vuestra manera de conduciros.
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Demos ahora una pequeña instrucción sobre la forma de luchar contra el vicio de la envidia.
Advierto desde luego que aquí es de todo punto necesaria una gran lealtad. Hay defectos, y aun vicios, que uno quiere declarar y reconocer de buen grado: son aquellos que tienen un reverso agradable o que representan la exageración de una cualidad. «Así — dice La Bruyére — se confiesa de buena gana que es uno torpe y que nada puede hacer con sus manos, muy consolado de carecer de estos pequeños talentos con tal de poseer los del espíritu. No se disimula el carácter irritable, porque el corazón suple o compensa ordinariamente los defectos de la irritabilidad. No se tiene siquiera reparo en afirmar uno de sí mismo que es orgulloso, porque es ello una enfermedad común y porque hay en el orgullo una especie de nobleza». Pero hay ciertos vicios que no se declaran a nadie y que cuesta trabajo reconocerlos uno mismo. La envidia es uno de éstos. Son cosa admirable los sofismas y las razones especiosas de que se valen los envidiosos para engañarse ellos mismos. Hacen prodigios de sutileza. Pues bien, a través de todas esas mentiras y sutilezas, por encima de todo hay que pasar lealmente, con extrema energía, hasta llegar a ese vicio y mirarlo de frente. Un enemigo de este género, al ser descubierto, queda muy pronto derrotado.
Para infundirnos real horror contra este vicio basta reflexionar que deprava el alma y hace capaz de cometer los mayores pecados. Abramos, si no, la historia. ¿No fue la envidia ¡a que armó el brazo de Caín haciéndole asesino de su hermano? ¿No ha sido la envidia, sostenida y fomentada por el orgullo, la que dio origen a la herejía, al cisma, siendo el ángel malo de Arrio, de Focio, de Lutero? … Es también la envidia, como se sabe por triste experiencia, la que afila la lengua del maldiciente y le infunde todo su veneno. Buscad el inspirador de todas las pequeñas infamias que caen sobre el prójimo, el inspirador de todas esas suposiciones pérfidas, de todas esas sonrisas que quieren parecer discretas y que a la larga matan una reputación con tiro más certero que todas las palabras: el inspirador de todo ello es, las más de las veces, el vicio de la envidia.
No os agradaría aparecer hipócritas deliberadamente, y si alguien os lo llamase lo tendríais por insulto. Pues bien, el que es envidioso se hace hipócrita. El odio tiene algo de las andanzas de la serpiente. Los ataques que él inspira suelen ser a mansalva, no directamente, haciendo practicar el arte de desgarrar al prójimo con aires de escándalo de uno que sale por los fueros de la moral, y las intrigas más odiosas se cubren con el manto del celo, de la virtud, de la devoción, tal vez. He ahí uno de los frutos de la envidia, muy suficiente, a mi juicio, para hacerla detestar.
¡Si el envidioso alcanzase siquiera su propósito! Pero sucede lo contrario. Pretendía empañar un mérito cuyo brillo le ofende, y llama la atención de los demás sobre este mérito del prójimo; hasta trabaja por sí mismo para ponerle de relieve. Y es porque, en efecto, si es difícil convencerse uno mismo de que es envidioso, es muy fácil, en cambio, demostrarlo a los demás. Con cualquier máscara con que se encubra el envidioso, difícilmente podrá pasar sin enseñar la punta de la oreja, como en el cuento de la fábula. Nadie se deja engañar: se puede fingir que se cree; se puede, obrando con diplomacia, hasta aplaudir en su presencia las recriminaciones. Pero apenas ha vuelto la espalda se echan a reír y se encogen de hombros. El pecado se duplica aquí con una insigne torpeza.
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Estas breves consideraciones bastarán, creo yo piadosos lectores, para preveniros contra ese vicio de inclinaciones felinas. No bien advirtáis alguna infiltración disimulada del enemigo luchad con él a partido y formad el propósito de no decir una palabra, no dar un paso que signifique la menor hostilidad a la persona contra la cual advertís dentro de vosotros sentimientos de envidia. Hasta os habéis de proponer servirle con lealtad en toda ocasión y forzar vuestros labios para elogiarla; ensalzando aun las cualidades que han dado el pretexto a la envidia. Por mucho ruido que arme el demonio en derredor vuestro podréis confiar en la victoria contra él y jamás logrará adueñarse de vuestro corazón.
[1] Meditaciones sobre el Evangelio.
[2] Máximas.
