P. CERIANI: SERMÓN DEL DUODÉCIMO DOMINGO DE PENTECOSTÉS

DUODÉCIMO DOMINGO DE PENTECOSTÉS

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis. Porque os aseguro que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis, y no lo vieron; y quisieron oír lo que vosotros oís, y no lo oyeron. Se levantó entonces un doctor de la Ley y, para enredarlo le dijo: “Maestro, ¿qué he de hacer para lograr la herencia de la vida eterna?” Le respondió: “En la Ley, ¿qué está escrito? ¿Cómo lees?” Y él replicó diciendo: “Amarás al Señor tu Dios de todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu fuerza y con toda tu mente, y a tu prójimo como a ti mismo.” Le dijo Jesús: “Has respondido justamente. Haz esto y vivirás.” Pero él, queriendo justificarse a sí mismo, dijo a Jesús: “¿Quién es mi prójimo?” Jesús repuso diciendo: “Un hombre, bajando de Jerusalén a Jericó, vino a dar entre salteadores, los cuales, después de haberlo despojado y cubierto de heridas, se fueron, dejándolo medio muerto. Casualmente, un sacerdote iba bajando por ese camino; lo vio y pasó de largo. Un levita llegó asimismo delante de ese sitio; lo vio y pasó de largo. Pero un samaritano, que iba de viaje, llegó a donde estaba, lo vio y se compadeció de él; y acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; luego, poniéndolo sobre su propia cabalgadura, lo condujo a una posada y cuidó de él. Al día siguiente, sacando dos denarios los dio al posadero y le dijo: “Ten cuidado de él, todo lo que gastares de más, yo te lo reembolsaré a mi vuelta.” ¿Cuál de estos tres te parece haber sido el prójimo de aquel que cayó en manos de los bandoleros?” Respondió: “El que se apiadó de él.” Y Jesús le dijo: “Ve, y haz tú lo mismo.”

Nos encontramos en el Duodécimo Domingo de Pentecostés, e inmediatamente antes de lo relatado en el Evangelio de este día, San Lucas nos refiere que el Señor designó setenta y dos discípulos y los envió, de dos en dos, delante de Él a toda ciudad o lugar, adonde Él mismo quería ir. Terminada su misión, los setenta y dos volvieron y le dijeron, llenos de gozo: Señor, hasta los demonios se nos sujetan en tu nombre.

En aquella hora, Jesucristo se estremeció de gozo en el Espíritu Santo, y dijo: Yo te alabo, oh Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has mantenido estas cosas escondidas a los sabios y a los prudentes, y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así te plugo a Ti. Por mi Padre me ha sido dado todo, y nadie conoce quién es el Hijo, sino el Padre, y quién es el Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiere revelarlo.

Y en ese momento, volviéndose hacia sus discípulos en particular, les dijo aquello con lo cual comienza el Evangelio de este Domingo: ¡Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis! Os aseguro que muchos profetas y reyes desearon ver lo que vosotros veis, y no lo vieron, oír lo que vosotros oís, y no lo oyeron.

Lo cual nos permite, una vez más, hablar sobre la virtud de la Fe.

El hombre tiene necesidad de la fe. Qué necesaria es al hombre la vida de fe lo prueba el hecho de que le vemos abrazar con afán creencias hasta de lo absurdo, si por su desdicha no recibió o, si habiéndola recibido, arrojó luego de su corazón la fe verdadera.

No hay incrédulos absolutos en el más estricto sentido de la palabra; hay, por lo común, malos creyentes, que detestan lo que debieran creer y creen, en cambio, todo lo que debieran detestar.

El hombre no puede, pues, vivir sin alguna clase de creencia; y, por lo mismo, es lógico reconocerle creado para la verdadera fe. Que necesita de ésta lo confirma la misma debilidad y la deficiencia de su razón en orden a sus necesidades intelectuales y morales más importantes.

Si el Creador hubiese querido que el hombre se gobernase por la sola razón, le hubiera dado tal alcance a esta facultad que ella hubiese bastado. No se la dio así, sino, por el contrario, muy limitada y en todo desproporcionada al objeto que debe ser el principal de sus conocimientos.

Luego, con esto solo queda indicado que había de haber otro elemento de mayor alcance, otro conocimiento de superior potencia que supliese la cortedad de aquella otra limitadísima facultad. Esto vale, con mayor razón, para la situación del hombre después del pecado original y sus heridas.

En primer lugar, algunas verdades están completamente fuera de su dominio, y no las alcanza el hombre, cualquiera que sea el grado más o menos sutil de su inteligencia.

En segundo lugar, otras certezas no las alcanza sino mediante laborioso esfuerzo y especialísima educación intelectual, de que no es capaz la mayoría de los mortales.

En tercer lugar, aun lo que alcanza de esta manera, lo posee con mil vacilaciones e incertidumbres, sin la seguridad y fijeza que se requiere en asuntos de tanto interés.

Esto prueba la necesidad de la fe, única que puede darnos a conocer las verdades indispensables, del modo que se requiere, es decir, todas, a todos y con toda seguridad. La razón humana por sí sola no puede proporcionar todas las verdades imprescindibles a todos los hombres, y dárselas con toda precisión y certidumbre.

La historia de la humana filosofía es, en su mayor parte, la historia de los humanos desvaríos… Su sola razón le ha enseñado al hombre verdades incompletas; que más bien pudieran llamarse fragmentos o girones de verdades; y, sobre muchas cuestiones, ni aún eso, sino la adulteración, la tergiversación más completa de la verdad…

¿Qué sacó en limpio la sola razón, aun en sus épocas más florecientes, sobre el origen del hombre, sobre su fin, sobre la naturaleza de Dios, sobre el deber para con Él y para con el prójimo? ¿Qué fueron sino desvaríos monstruosos las más ingeniosas teorías de las escuelas filosóficas, en comparación de las más sencillas nociones que aprende el niño en nuestros catecismos?

El mismo Libro de la Naturaleza, este libro cuyas páginas están siempre abiertas para que lea en ellas todo hombre el primer dogma de todos, la existencia de un Dios creador, ese manual fue para muchos de los antiguos sabios un indescifrable jeroglífico, del cual no faltó quien sacara por suprema lección adorar como dioses a los astros, los minerales, los vegetales, los animales, los hombres e incluso los mismos demonios…

Y si del ingenio privilegiado de muchos antiguos no puede dudarse, es forzoso atribuir a su condición de hombres sin luz superior la miserable doctrina que enseñaron… En ellos, con ser tan soberano el talento, no pudo pasar más allá la razón humana; lógico es deducir que la razón humana por sí sola es muy poca cosa, cuando, hasta en ellos, tan poco acertó a dar con la verdad.

Pero, para mayor problema, no son filósofos la generalidad de los hombres, ni es la filosofía ocupación casera que se acomode a ser traída y llevada por campos, talleres y oficinas. Si los sabios de la humanidad, filosofando mucho, llegaron a alcanzar tan poco de verdadero, imaginemos cuál sería la situación del común de la gente sin otra filosofía que la de su inculto y rústico criterio vulgar.

De este modo, aquí aparece con toda su fuerza la necesidad de la fe; pues sin ella no puede ser patrimonio de todos toda la verdad que todos necesitan para su vida intelectual y moral. No todas las verdades necesarias al fin espiritual del hombre las puede alcanzar éste con las solas fuerzas de su razón… Ni las relativamente pocas que puede alcanzar con laborioso esfuerzo las pueden alcanzar todos los hombres… Ni, finalmente, las que éstos alcanzan las pueden poseer con toda la seguridad y firmeza que se requiere en asunto de tanta trascendencia.

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Es indispensable por esto que las verdades fundamentales del género humano tengan algún cimiento más sólido e inconmovible que el que puede prestarles la movediza arena de la razón individual, so pena de que no se pueda contar firmemente con ellas cuando más se las necesite.

Por este motivo opina Santo Tomás de Aquino que es convenientísima la Revelación y la Fe incluso de muchas de aquellas verdades que el hombre podría en rigor alcanzar por la sola razón.

Además, la Verdad que el hombre acepta como Revelada tiene raíces mucho más hondas de convicción que las que pueden darle los más ingeniosos discursos de la filosofía.

Así, pues, fue conveniente, y así lo quiso y realizó Dios Nuestro Señor, que el hombre viviese de la Fe, no sólo en aquello que únicamente la Revelación divina puede enseñarle, sino incluso en mucho de aquello que la misma razón natural le puede descubrir.

De todo esto se concluye que el acto de fe es el acto más racional del hombre y el más conforme a su manera de ser, porque es la satisfacción de la primera y más urgente de sus necesidades intelectuales y morales.

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Demos un paso más y consideremos cómo ha dado realmente el Creador satisfacción a esta necesidad de la criatura, comunicándose a ella y haciéndose ver y oír de ella por medio de lo que se llama la Revelación.

La primera fue dada ya al hombre al mismo tiempo que lo hubo sacado del polvo de la tierra. Se trata de la Revelación Primitiva, junto con el don preternatural de la ciencia.

Le fue ampliada después de su pecado para suplir, en algún modo, las quiebras producidas por él. Es el caso de la Ley Natural.

Fue luego perfeccionada por la Ley Mosaica y más tarde por los Profetas.

Finalmente, llegada la plenitud de los tiempos, fue completada por Jesucristo Nuestro Señor, autor y consumador de nuestra fe.

De suerte que, desde que fue creado el hombre, siempre una luz superior a su razón natural ha suplido las deficiencias de ésta para conocer su fin sobrenatural, así como la gracia ha suplido siempre la deficiencia de su voluntad para dirigirse a ese fin y alcanzarlo. Son medios proporcionados, los cuales únicamente pueden ser sobrenaturales.

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La primera Revelación fue hecha por Dios a Adán; y, transmitida por éste a sus descendientes, formó durante muchos siglos el Depósito de la Fe del género humano.

La Unidad substancial de Dios, algo de su Trinidad Personal, la eternidad de los premios y penas después de la vida, el culto tributado por medio de los sacrificios y, sobre todo, la promesa del futuro Redentor y Restaurador, son los principales dogmas de esa Revelación que se remonta a la infancia de la humanidad y es anterior a todos los recuerdos escritos de ella.

Así, desde sus comienzos, vivió vida de fe la humana criatura, y por la vía de fe dirigió sus pasos a la eterna felicidad. Quiso Dios que el hombre le conociese, le honrase y sirviese creyéndole. Creyendo quiso que lo alcanzase… Creyendo…, y no solamente discurriendo…; con todo y ser tan noble y excelente la facultad del humano discurso, particularmente antes de que lo oscureciesen las nieblas de la original culpa.

Si más tarde, a consecuencia de este mismo oscurecimiento y de la malicia del corazón, olvida o corrompe la raza humana esas sus tradiciones de familia, sustituyendo la pura y sencilla fe heredada por las monstruosas aberraciones de la idolatría, no deja Dios de seguir revelándose al mundo para conservar intacta, por lo menos en alguna porción de él, la antigua creencia, verificándose entonces lo que se conoce en los anales bíblicos con el nombre de Vocación de Abrahán.

En efecto; separa Dios a este Patriarca fiel del resto de la corrompida humanidad, acrisola su lealtad con dolorosa y nunca oída prueba, y después de ella le instituye jefe y cabeza de nueva familia de creyentes. Magnífico esbozo y preparación de aquella otra universal familia que, con el nombre de Iglesia Católica, había de instituir y presidir el otro Abrahán, Jesucristo.

Después de esta selección, en virtud de la cual la nueva raza creyente adquiere el glorioso título de Pueblo de Dios, la fe primitiva brilla con nuevo fulgor en el pueblo hebreo, cuando solamente con raros y aislados destellos se la ve aparecer de vez en cuando en el pueblo gentil.

Y, desde entonces, no puede ser más visible y palpable el contraste entre la humanidad creyente y la humanidad meramente filósofa. Ésta apenas retiene algunos fragmentos desfigurados de la Verdad primitivamente revelada; aquélla conserva íntegra su posesión y profesión, no sin pasajeras defecciones.

El mundo gentil, aun el culto, sabio, artista, guerrero y conquistador, es, a pesar de todo eso, un pueblo de abyecciones y degradaciones morales cuales nunca pudieron imaginarse más ignominiosas.

El pueblo hebreo, sin poseer aquellas brillantes cualidades exteriores, es, en cambio, gracias a su fe y mientras es consecuente a ella, el pueblo religiosamente más elevado entre todos los conocidos.

Nunca más claramente se vio lo poco que puede en favor del hombre la razón sola; y lo que puede, en igual sentido, la razón acompañada e iluminada por la firme creencia.

Se diría que de propósito quiso el Eterno, según indican los Santos Padres, permitir esta larga noche de la gentilidad y aguardar cierto plazo para terminarla con la Revelación Cristiana, a fin de que más luminosamente se viese a que abismos iba conduciendo al mundo la sola razón, que se había hecho orgullosa maestra del mismo.

Sí, porque ésta era y sigue siendo la más convincente demostración de su impotencia: haber tenido durante tantos siglos la dirección exclusiva del hombre, y no haberlo sabido llevar más que a la horrible miseria intelectual, moral e incluso material en que le encontró en todas partes Jesucristo Nuestro Señor, trátese de la civilización y cultura que se quiera…

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La Revelación primitivamente comunicada por Dios a Adán, confirmada luego al pueblo de Israel por medio de los Patriarcas y Profetas, recibió, pues, finalmente su complemento y perfección por medio de Jesucristo.

Con solemne acento lo proclama San Pablo en aquellas majestuosas palabras que en su Liturgia canta la Iglesia con motivo de la fiesta de Navidad: Dios, que de tan diversos modos habló a nuestros padres por medio de los Profetas, recientemente y en nuestros propios días se ha dignado hablarnos por medio de su mismo Hijo.

Este hecho gloriosísimo señala el punto más culminante de las relaciones entre Dios y el hombre por medio de la gracia y de la fe.

Dios no se contenta ya con ser Creador del hombre y su invisible Maestro y su futuro Juez. El misterio delicadísimo de la Encarnación le hace ser algo más íntimo que todo eso. Le hace su Redentor, pues se le da en precio de satisfacción por su pecado. Le hace su Padre, pues en el Hijo encarnado somos adoptados todos. Le hace su Hermano, porque carne y sangre nuestra es la que el Verbo eleva a la unión personal con su divinidad. Le hace, por fin, visible y tangiblemente Maestro nuestro, no allá entre nubes y rayos como en el Sinaí, sino en amigable trato y conversación con nosotros, cual suele el más llano y accesible de los maestros a su más familiar discípulo.

Este es el carácter especial de la Revelación Cristiana; su alteza sublime y, a la par, su llaneza sin igual.

El dogma y la moral traídos de los Cielos; y, sin embargo, la forma de su predicación tan sencilla como el lenguaje de los niños y de las turbas populares; tan alto, que ni de lejos se le asemeje lo más elevado que dogmatizaron los filósofos de las más encumbradas escuelas; tan bajo y tan vulgar que lo digieren perfectamente y lo hallan adecuado a su condición los más pobres de espíritu, con tal que tengan recto y limpio el corazón.

Singular doble fisonomía de una doctrina que lleva, ya en sí, el doble aspecto de sumamente divina y sumamente humana, como verdadero Dios y verdadero Hombre es el Legislador que la enseña.

La más divina, como que procede de solo Dios; la más humana, como que es la única que comprende al hombre y se hace comprensible de él, y le llena y le colma y le satisface en todas sus necesidades.

Tan elevada y tan profunda para los grandes, que pueden muy bien emplear en ella todos sus talentos sin lograr aun abarcar sus inconmensurables fronteras o sondear del todo sus inmensos senos; y, por otra parte, tan apta para plegarse a la más humilde talla, que ni abruma su peso a los débiles, ni deslumbra su luz a los cortos de vista, ni desorienta su oscuridad a los menos advertidos.

La creencia, fácil siempre al corazón recto, se ha hecho facilísima, desde que se ha dignado hacerse propio ministro de ella el mismo Hijo de Dios, hecho por la Encarnación uno de nosotros. La Fe, después de Cristo, se ha hecho más asequible que nunca a todo corazón que no se empeñe en mantenerse obstinadamente cerrado a ella.

Es la misma que comentan San Agustín y Santo Tomás en sus admirables controversias, y que explica la madre a los pequeñuelos en su modesto hogar; la que se predicaba radiante de elocuencia bajo las cúpulas de las catedrales medievales, y la que, a la misma hora, se inculcaba bajo formas campesinas en las capillitas de las aldeas.

¡Cuán agradecidos debemos estar a Nuestro Señor Jesucristo los que gozamos del inestimable beneficio de su divina Revelación!

Yo te alabo, oh Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has mantenido estas cosas escondidas a los sabios y a los prudentes, y las has revelado a los pequeños.

¡Y cuán horrible es la ingratitud de aquellos que no, sólo rehúsan la enseñanza de tal Maestro, sino que la aborrecen, ferozmente la combaten, y con toda suerte de desesperados esfuerzos pugnan por destruirla u oscurecerla o corromperla por lo menos en el corazón de sus hermanos!

¡Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis! Os aseguro que muchos profetas y reyes desearon ver lo que vosotros veis, y no lo vieron, oír lo que vosotros oís, y no lo oyeron.

Ciertamente por eso sólo puede ya empezarse a comprender la gravedad del pecado contra la Fe, por lo mismo que no hay para el hombre don más precioso que ella. Y, no obstante, éste es el gran crimen social de hoy día; éste, para quien se piden y por desdicha se autorizan y se practican todas las tolerancias… Este es el pecado, el gran pecado del Modernismo, cloaca de todas las herejías…

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La Revelación Cristiana la trajo al mundo Cristo Dios, hecho para eso solo Maestro directo del género humano, como antes lo fuera por medio de sus delegados los Profetas de la Antigua Ley. La Fe ha sido, por consiguiente, elevada por Cristo al último límite de perfección, pues ya no puede darse garantía más autorizada de ella ni conducto más seguro que la propia palabra del Hijo de Dios, que sin intermedio de clase alguna la ha hecho oír al mundo.

Sin embargo, la obra de Cristo, iniciada por Él, debía durar hasta el fin de los tiempos. Para esto, ausente del mundo en su visible persona, el Maestro nos dejó una como personificación suya en la Santa Iglesia, a cuyos primeros individuos jerárquicos, los Apóstoles, instituyó representantes suyos con aquellas solemnes palabras: Como me envió mi Padre a Mí, así os envió Yo a vosotros. Id, pues, y enseñad.

Fórmula plenísima de delegación doctrinal autoritativa y divina en favor de la Iglesia; fórmula contra la cual se estrellarán siempre los esfuerzos y los sofismas de los enemigos de la Iglesia, sea el protestantismo, sea el modernismo, sea el conciliarismo…

Por estas palabras quedó constituido como permanente en el mundo un ministerio doctrinal, enteramente igual al de Cristo en la doctrina, como también igual al de Cristo en la autoridad.

En virtud de lo cual quedan establecidos en el mundo un Depósito Divino y un divino Depositario. El Depósito es la Revelación de Cristo. Et Depositario es la Iglesia.

Depósito y Depositario perpetuos, inalterables, incorruptibles, sean cuales fueren las vicisitudes de los tiempos y los vicios de los hombres, porque sobre la diversidad de las épocas y las deficiencias de los hombres está la eternidad y la infalibilidad de Aquél que suple toda imperfección desde el momento en que les dice: Enseñad… Y ved que Yo estoy con vosotros.

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Se sigue de todo lo que hemos dicho, que la virtud primera y fundamental del cristiano debe ser la Fe. Razón por la cual no es de extrañar que el enemigo procure con tanto empeño quitársela de raíz, o por lo menos dejársela miserablemente corrompida y falsificada. Y aún quizá muchas veces juzga de mayor interés esto último, como quiera que así deja más finamente burlada y seducida a su víctima, y tiene él más asegurada con el engaño su posesión.

De lo cual hemos de deducir nosotros que tanto como importa tener fe, importa y más aún, tener la verdadera y con todas las condiciones que pueden hacerla de mayor provecho.

¡Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis! Os aseguro que muchos profetas y reyes desearon ver lo que vosotros veis, y no lo vieron, oír lo que vosotros oís, y no lo oyeron.

Que Nuestra Señora, la Virgen Fiel, conserve nuestra Fe y nos alcance la gracia de la perseverancia final.