Mons. P. Lejeune- LA LENGUA

LA ARMADURA DE DIOS

Sus pecados y excesos

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CAPÍTULO XIII

LA LENGUA VIPERINA

El apóstol Santiago no halló extremadamente dura la expresión lengua viperina para designar la «que siembra discordias, la cual está llena de un veneno que produce la muerte». Fácil es adivinar que el apóstol habla de las gentes que van de una parte a otra contando defectos o acciones desfavorables, con lo cual desempeñan el odioso papel de denunciadores o delatores y crean por doquiera la desunión y la discordia.

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¿En qué categoría habremos de colocar a tales gentes? Si no exageraran en sus relatos, siendo únicamente fieles ecos de lo que han oído, no podrá llamárselas calumniadores. ¿Serán acaso murmuradores? Tampoco, en el sentido estricto de la palabra: las referencias que hacen no suponen necesariamente que haya habido falta en el prójimo. La cosa más inocente referida a destiempo puede, en efecto, provocar enemistad mortal entre dos amigos.

Nos hallamos, pues, en presencia de una falta que no puede calificarse de calumnia ni murmuración, pero que, entre los pecados de la lengua, constituye una especie particular y merece se la coloque aparte.

 Aun considerando la cuestión bajo el aspecto puramente humano, ¿no os parece que desempeñar ese papel tan odioso pudiera constituir falta grave contra la honra, cuando una persona, confiando en vuestra delicadeza, os descubre sus agravios o resentimientos contra un tercero? No se le ocurre siquiera exigiros secreto: creería injuriaron con semejante exigencia. No es menos cierto que en tales circunstancias el propio honor prohíbe revelar nada de lo que se os hubiese confiado; ¡y en la primera ocasión vais con el cuento ante el principal interesado, para referirle los planes siniestros que sobre él se han formado! Ello sería, ciertamente, una abominable traición; el que tal hiciese quedaría, por el mismo hecho, descalificado. No sé qué impresión causará a los demás semejante conducta; en cuanto a mí no puedo menos de sentir verdadera repulsión hacia la persona que se hace culpable de tal villanía. Hasta llego a tener por muy sospechoso su testimonio, y de buen grado le diría: «Siendo como sois capaz de hacer traición a la confianza de un amigo, yo os juzgo capaz también de inventar todo el relato que acabáis de hacerme». El oficio de delator no es ante mis, ojos menos vil que el de calumniador.

¿A qué se debe el olvido completo del sentimiento del honor para hacerse culpable de semejante cobardía? A veces se alega la conveniencia de que el interesado conozca los rumores y juicios adversos que corren acerca de su persona. ¡Falso pretexto! Si realmente se estima a una persona se le debe evitar esa narración y otras, que llegarán a tumbarla profundamente, haciéndole pasar, quizá, atroces sufrimientos. ¡Singular manera de demostrarle amistad y cariño! Solamente valdría la excusa cuando se tratase de denunciar al que, a manera de víbora, va destilando por doquiera su veneno contra alguno de vuestros amigos. Podría entonces decirse a ese amigo: «Anda con cuidado; no te fíes de ese individuo, que está abusando de tu confianza y sencillez. Mi­de bien los pasos que das y las palabras que dices en su presencia». Y aun de este procedimiento se debe prescindir cuando no haya certeza de que será útil y no agravará la situación.

Empero lo que ocurre no es cierto, las más de las veces: se refieren palabras escapadas a una persona en un momento de expansión, o propósitos que de ningún modo tiene la intención de realizar y que reprobará una hora más tarde. Y aquí, precisamente, es donde aparece en toda su fealdad el papel del chismoso. Esos y otros despropósitos pedía la delicadeza se los sepultase en el secreto más riguroso, en el abismo de donde jamás saliesen. De esa manera se hubiese evitado toda causa o pretexto de discordia; pero una incalificable indiscreción viene a sembrar entre personas amigas la discordia y el odio: el demonio debe de quedar satisfecho; el chismoso ha sido fiel instrumento suyo. La causa determinante de la odiosa indiscreción no puede ser de origen muy noble: es, a veces, el afán de hablar, de contar todo cuanto se sabe. Aquí es donde se tocan con las manos los peligros de las conversaciones ociosas, en las que pocas personas proceden con la debida precaución. Aquel que cede y se sacrifica en aras de la manía de hablar sólo por hablar llega a caer en una especie de inconsciencia que le hace cometer, sin apenas darse cuenta, los actos más absurdos y monstruosos.

 A veces también es la envidia la inspiradora de tamañas indiscreciones. No puede el envidioso disimular su contrariedad al ver a dos personas, de quienes está celoso, unidas por estrecha amistad, como si le robaran una cosa propia. Acecha de continuo la ocasión de desunirlas, y si ésta no se presenta bajo la forma de un relato insidioso, capaz de ponerlas en discordia, aun contra la protesta enérgica de su conciencia, él hará por prender la ocasión al vuelo.

Motivo no menos reprobable, y no obstante harto frecuente, es también la satisfacción de una venganza. Bajo el velo del desinterés se pone aquí bien de manifiesto ese ruin y villano sentimiento.

Se encuentra, finalmente, en el mundo buen número de esos diplomáticos taimados que, intranquilos por ciertas palabras inconvenientes que se les han escapado, se velan el o rostro y refieren al detalle en tono de escándalo las intemperancias de lengua de sus camaradas o cómplices. Guardarse muy bien de manifestar ellos mismos han tomado parte en semejante concierto y han sido más duros en la crítica que aquel de quien hablan. Mas, pasemos largo: esas gentes producen verdaderas náuseas.

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Para justipreciar la gravedad de esos relatos malignos hay que examinar cada caso en particular, pues la gravedad está subordinada a los efectos que el relato pueda producir. Si es de tal naturaleza que sólo produzca entre amigos una desunión muy ligera no constituiría falta mortal. Si, por el contrario, hubiese de provocar desavenencias serias, sea entre amigos o entre miembros de una familia, podría ser pecado mortal.

Es necesario advertir también que el autor de la indiscreción de que se trata debe cargar con la responsabilidad del escándalo que resultare de la desavenencia por él suscitada. Sin la intemperancia de su lengua no se hubiese producido ese escándalo: es él, por tanto, responsable ante Dios.

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No creo alejarme excesivamente del tema al señalar la actitud de aquellas personas que, viendo a un amigo montado en cólera, atizan el fuego en vez de tratar de apagarlo. «¡Oh, qué manera tan indigna de trataros, amigo mío! Yo supongo que no vais a quedar bajo el peso de semejante ultraje. Va en ello vuestro honor; es menester una venganza estrepitosa y rápida…» Así es — dice un moralista — cómo de una chispa se forma un vasto incendio, cuyos desastres son incalculables. ¡Villano oficio también el de los sembradores de odios!

Cuando nos cuente un amigo, para desahogarse, sus desavenencias con otra persona no hemos de caer en la debilidad de apoyar su parecer por complacerle: eso sería una traición a su amistad. Si verdaderamente le amamos no hemos de dejarle perderse, como lo intenta, sino más bien ponderar en su presencia las circunstancias atenuantes y suavemente reducir a su verdadera proporción las quejas que la pasión ha exagerado tanto. Luego conviene predicar la calma, la reflexión, hasta conseguir que no se diga ni se haga nada bajo el imperio de la cólera. Obrando así habremos prestado un gran servicio a la causa de la caridad, o lo que es lo mismo, a la causa de Dios.