COMPLEMENTOS DEL SERMÓN SOBRE EL ECUMENISMO DE LA SANGRE (3ª ENTREGA)

Después de haber leído tanta inmundicia modernista, consideremos ahora la verdad católica sobre este tema.

ENSEÑANZAS DEL MAGISTERIO Y DE LOS SANTOS
SOBRE LOS FALSOS MÁRTIRES DE LOS HEREJES Y CISMÁTICOS

Concilio de Florencia. Decreto para los Jacobitas, de la Bula Cantate Domino, del 4 de febrero de 1442 (Denzinger 714): Firmemente cree, profesa y predica que nadie que no esté dentro de la Iglesia Católica, no sólo paganos, sino también judíos o herejes y cismáticos, puede hacerse partícipe de la vida eterna, sino que irá al fuego eterno que está aparejado para el diablo y sus ángeles (Mt 25,41), a no ser que antes de su muerte se uniere con ella; y que es de tanto precio la unidad en el cuerpo de la Iglesia, que sólo a quienes en él permanecen les aprovechan para su salvación los sacramentos y producen premios eternos los ayunos, limosnas y demás oficios de piedad y ejercicios de la milicia cristiana. Y que nadie, por más limosnas que hiciere, aun cuando derramare su sangre por el nombre de Cristo, puede salvarse, si no permaneciere en el seno y unidad de la Iglesia Católica.

Sínodo de Laodicea (en Frigia Pacatiana, en el que se reunieron muchos Beatos Padres de diversas provincias de Asia alrededor de 363-364):

Canon 9: A los miembros de la Iglesia no les está permitido reunirse en los cementerios, ni asistir a los llamados martirios de ninguno de los herejes, para orar o servir; pero los que lo hagan, si son comulgantes, serán excomulgados por un tiempo; pero si se arrepienten y confiesan que han pecado, serán recibidos.

Canon 34: Ningún cristiano abandonará a los mártires de Cristo para recurrir a los falsos mártires, es decir, a los de los herejes o a quienes antes lo eran; pues son ajenos a Dios. Por lo tanto, quienes los sigan serán anatema.

Benedicto XIV

La obra clásica de las Causas de Canonización es la editada en Bolonia, entre 1734 y 1738, por el Cardenal Lambertini, antes de que fuese elevado al Sumo Pontificado con el nombre de Benedicto XIV, quien era conocido por su erudición y su conocimiento profundo de la doctrina católica.

Se trata de la Doctrina sobre la Beatificación de los Siervos de Dios y la Canonización de los Beatos.

Es considerada una obra fundamental para comprender el proceso de santidad en la Iglesia Católica y ha estado en vigencia durante más de 240 años. El texto sigue siendo relevante hoy en día, ya que ofrece una visión clara y detallada de los principios y procedimientos que en materia de santidad.

El Libro III, cap. XX, trata sobre Los falsos mártires de los herejes y cismáticos. Leamos:

Los marcionitas y otros herejes se jactaban de la multitud de sus mártires, como escribe Sulpicio Severo sobre los priscilianistas. Los herejes de nuestro tiempo los imitan […] Los mismos mártires de Cristo pusieron gran cuidado en distinguirse de los falsos mártires de los herejes, como observa Eusebio a partir de Clemente de Alejandría.

Del cisma, por regla general, surge la herejía; pero, aunque hubo cisma sin herejía, quien muere en cisma no puede contarse entre los mártires, pues quien se separa de la Iglesia católica no tiene vida. […] Porque, así como sería mártir el que diera su vida para que no surgiera un cisma, o para que surgido se extinguiera, así no puede haber martirio en el cisma.

Pero, para explicar estas cosas más claramente: un hereje o muere para defender su herejía, o muere por el verdadero artículo de la fe católica.

En el primer caso, no puede ser mártir; ya que al morir presenta el mayor ejemplo de terquedad diabólica.

Hay que añadir que el hereje, o bien reconoce su error y confiesa su crimen, y entonces da testimonio de la verdad, no mediante el martirio, sino mediante la confesión piadosa y el arrepentimiento; o bien niega su crimen y confiesa la fe sólo con la boca, y entonces no es mártir de la verdadera fe, en la que no cree; o bien muere obstinado en su error, y este derramamiento de sangre no es por Cristo, ni la aceptación de la muerte proviene de una voluntad recta, como exige el verdadero martirio […] un hereje, al morir por la herejía, muere en un crimen.

Lo mismo hay que decir del hereje que muere por un artículo de la verdadera fe; pues, aunque muere por la verdad, sin embargo, no cae por la verdad propuesta por la fe, puesto que le falta la fe […] Ambos muertos serán condenados, pero quien muera por el bien verdadero será torturado con mayor dulzura en el infierno.

[…] El hereje que muere por un verdadero artículo no puede ser un mártir, ya que carece de la fe.

Si es un hereje invencible y está dispuesto a creer todo lo que propone un expositor legítimo, puede ser mártir ante Dios, no ante la Iglesia.

[…] El cisma es una separación de la unidad de la Iglesia; y, por lo tanto, quien muere en cisma no puede ser mártir.

[…] No sería un verdadero cismático quien, en duda, adhiriese a quien, junto con la mayoría, considerase el legítimo Pontífice, pero de quien se apartaría en cuanto reconociera que no lo era. Por lo tanto, así como un cismático material en las circunstancias mencionadas puede ser santo, también lo puede ser un mártir si muere por la fe de Cristo.

Para reivindicar a sus pseudomártires, presentan como signos del verdadero martirio a una gran multitud de hombres de todas las edades y sexos que murieron por la misma causa, con signos de fortaleza, constancia y piedad. Añaden que los suyos son verdaderos mártires, pues están dotados de estas cualidades. Pero, para determinar la fuerza de la afirmación, hay que considerar tres cosas, a saber:

– si estas cualidades están presentes en nuestros mártires
– si en los suyos,
– y si las mismas son suficientes para el verdadero martirio.

Que esté presente entre nuestros mártires no parece incierto.

[…] En cuanto a los pseudomártires de los herejes, se admite abiertamente que algunos de ellos afrontaron la muerte sin temor.

[…] Queda por discutir la tercera de las propuestas, es decir, si las cualidades mencionadas son suficientes para el verdadero martirio. Ciertamente, por su naturaleza y disposición no son suficientes, pues muchos ladrones y asesinos, condenados por sus crímenes, soportan la muerte sin temor; y a menudo sucede que algunos mueren noblemente por doctrinas diferentes, una de las cuales debe ser falsa, y así unos mueren por la verdad, otros por el error.

[…] Sin embargo, estas cualidades favorecen a nuestros mártires, pero no a los pseudomártires de los herejes. Pues los católicos no consideran solo estas, como hacen los herejes, sino a otras en conjunto, y ponderan significativamente la causa del martirio. La invencible resistencia a las torturas puede ser, sin duda, común a nosotros y a ellos, pero no es el castigo lo que hace al mártir, sino la causa, y por eso la resistencia nos beneficia a nosotros en el martirio, no a otros. […] Los herejes desean evadir el examen de la causa, ya que basarían todo su juicio sobre la verdad del martirio en las conjeturas externas antes mencionadas, añadiendo que la controversia sobre tal causa no puede definirse fácilmente; pero piensan así porque saben bien que no tienen una verdadera causa del martirio; que son condenados y separados abiertamente por la Iglesia, y que sus pseudomártires son rechazados por San Agustín y San Cipriano.

Por otra parte, según la doctrina de Santo Tomás (2-2, q. 124, art. 2), comúnmente seguida por los teólogos, el martirio es un acto de fortaleza, elicitado o provocado por ella e imperado por la caridad. Pero ¿cómo se puede distinguir la verdadera fortaleza de la falsa, a menos que se examine la causa por la que una persona se ofrece a la muerte, ya que los propios filósofos han enseñado que la fortaleza que surge del furor es muy diferente de la fortaleza, porque esta última, no la primera, se refiere a la honestidad?

Pero, si se requieren señales externas del verdadero martirio, hay milagros, a partir de los cuales San Agustín, San Hilario y otros Padres construyen la fe cristiana; pero con estos indicios externos se ilustran los martirios de los católicos, no de los herejes. En las anotaciones al cuarto de los cinco libros de San Ireneo, se muestra que el martirio es un don de Dios, que no se concede a nadie fuera de la unidad y caridad de la Iglesia, y por lo tanto los herejes no son mártires, ya que mueren fuera de esta unidad; pero lo importante no hay que ponerlo en la pena, sino en la causa […] De esto se desprende claramente que la cuestión antes mencionada no se refiere a la muerte, sino a la causa de esta, y que los católicos, no los herejes, son los verdaderos mártires, aunque sufran las mismas torturas”.

San Cipriano de Cartago

De la unidad de la Iglesia, p. II, n. 14:

¿Consideran que Cristo está con ellos cuando se reúnen, aquellos que lo hacen fuera de la Iglesia de Cristo? Estos hombres, aunque fuesen muertos en confesión del Nombre, su mancha no será lavada ni siquiera con la sangre vertida; el pecado grande e inexpiable de la discordia no se purga ni con suplicios. No puede ser mártir quien no está en la Iglesia; no puede lograr el Reino quien abandonó Aquélla que debe reinar. Cristo nos dio la paz. Él nos mandó ser concordes y unidos, ordenó conservar los lazos de amor y de la caridad incólumes e intactos. No puede pretender ser mártir aquel que no conservó la caridad fraterna.

No pueden permanecer con Dios los que no quisieron permanecer unánimes en la Iglesia de Dios: y aunque consumidos por las llamas, arrojados al fuego o lanzados a las bestias, ellos perdiesen la vida, no sería una corona de fe, mas antes castigo de su perfidia, no sería la consumación gloriosa de una vida religiosa intrépida, sino un fin sin esperanza. Un individuo así puede dejarse matar, pero no puede hacerse coronar. Él confiesa ser cristiano del mismo modo que el diablo se hace de Cristo, como el mismo Señor advierte diciendo: “Muchos vendrán en mi nombre, diciendo: ‘yo soy Cristo,’ y engañarán a muchos” (Mc 13, 16). Así como el diablo no es Cristo, no obstante usurpe su nombre, así no puede pasar por cristiano aquel que no permanece en la verdad del Evangelio y de su Fe.

Epístola LXXIII, ad Iubianum:

¿Acaso puede ser la virtud del bautismo mayor o mejor que la confesión, que el martirio, cuando uno confiesa a Cristo ante los hombres, cuando uno es bautizado en su sangre? Y, sin embargo, este bautismo [de sangre] fuera de la Iglesia tampoco sirve al hereje, aunque fuese muerto confesando a Cristo; por más que sus jefes elogien como mártires a los herejes sacrificados por una falsa confesión de Cristo y les atribuyan la gloria y corona del martirio, contra el testimonio del Apóstol que afirma que nada les puede aprovechar, aunque sean quemados y sacrificados (cf. I Cor. 13, 3).

San Agustín

Carta 204: a Dulcicio, nº4:

Quieres que yo conteste a su réplica. Creo que piensas que se debe prestar también este servicio a los de Tamugades, a saber: el de refutar con un poco más de esmero la doctrina de aquel que los engañaba. Pero yo estoy excesivamente ocupado, y en otros opúsculos he refutado charlatanería parecida. No sé cuántas veces en mis escritos y discusiones he demostrado que no pueden tener muerte de mártires, pues no tienen vida de cristianos: al mártir no lo hace la pena, sino la causa … Y mostré que yerran mucho los que creen que nosotros recibimos a los herejes tales como son, porque no los bautizamos. ¿Cómo los recibiremos cuales son, si son herejes, y al pasar a nosotros se hacen católicos? No es lícito iterar los sacramentos una vez recibidos, pero es lícito corregir el corazón depravado.

Contra Gaudentium Donatistarum episcopum, lib. I, c. 20, n. 22:

Texto de Gaudencio:

Estas persecuciones nos hicieron sumamente grata nuestra fe, la que el Señor Jesucristo dejó a los apóstoles. Dice: Bienaventurados seréis cuando os persigan los hombres y digan contra vosotros todo género de mal a causa del Hijo del hombre. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos, pues así persiguieron sus padres a los profetas que hubo antes de vosotros. Si se dijo sólo a los apóstoles, la fe tuvo sus premios hasta ellos; ¿qué iba a aprovechar a los que habían de creer después? De donde se sigue que se dijo para todos. Después dice el apóstol Pablo: Los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús es necesario que sufran persecuciones. Y esto lo dijo el Señor en el Evangelio: Llega la hora en que todo el que os quite la vida pensará que ofrece un sacrificio a Dios. Y esto lo harán porque no conocieron al Padre ni a mí.

Respuesta de San Agustín:

Con toda razón podríais decir estas cosas, buscando la gloria de los mártires, si tuvierais la causa de los mártires. No dice el Señor que son felices los que padecen esto, sino los que lo padecen por causa del Hijo del hombre, que es Cristo Jesús. Pero vosotros no lo sufrís por causa de Él, sino contra Él. Lo sufrís, es verdad, pero es porque no creéis en Él, y lo toleráis para no creer. ¿Cómo, pues, presumís de tener esa fe que Jesucristo dejó a los apóstoles? ¿Queréis acaso que los hombres sean tan ciegos y tan sordos que no lean, que no oigan el Evangelio, donde conocen qué dejó Cristo a sus apóstoles que debían creer respecto a su Iglesia? Y si de ella os dividís y separáis, no hacéis otra cosa que rebelaros contra las palabras de la Cabeza y del cuerpo, y no obstante presumís de sufrir persecución por el Hijo del hombre y por la fe que dejó a los apóstoles.

Pasemos por alto otras cosas y escuchemos sus últimas palabras en la tierra, para ver en ellas qué fe sobre la Iglesia dejó a los apóstoles, qué testamento y de qué modo lo hizo.

[…]

En el monte de los Olivos, momento después del cual ya no dijo nada más en la tierra, dio esta última recomendación en extremo necesaria. Habían de venir muchos por todas las partes del orbe a reclamar el nombre de la Iglesia para sí y a ladrar cada uno desde los escondrijos de sus ruinas contra la casa universal que a través de toda la tierra canta el cántico nuevo, de que se dijo: Cantad al Señor un cántico nuevo, cantad al Señor toda la tierra.

[…]

Esta es la Esposa que el Esposo confió a sus amigos al marchar. Esta es, pues, la fe que sobre la santa Iglesia dejó a sus discípulos. A esta fe, donatistas, oponéis vosotros resistencia, y os empeñáis en que soportáis persecución por la fe que Cristo el Señor dejó a sus apóstoles. Con sorprendente insolencia y ceguedad contradecís a este Hijo del hombre, que recomendó a su Iglesia que comenzaba en Jerusalén y fructificaba y crecía por todos los pueblos, y proclamáis que estáis soportando calamidades por causa del Hijo del hombre. ¿Decís acaso esto porque habéis encontrado otro Hijo del hombre, con cuyo nombre queréis denominaros, de cuyo partido os proclamáis? Os equivocáis, no es el mismo: cuando hablaba de la felicidad que comportaba sufrir persecución a causa del Hijo del hombre, aquel Esposo se refería a sí mismo, no a un adúltero.

Contra Litteras Petilian, lib. II, c. XXIII, n. 52:

Escribe Petiliano:

Si nos achacáis a nosotros el administrar dos veces el bautismo, más bien sois vosotros los que lo hacéis al matar a los bautizados. Y no precisamente porque bauticéis, sino porque cuando matáis a uno, lo hacéis bautizarse en su propia sangre. En efecto, el bautismo del agua o del espíritu arrancado por la sangre del mártir viene a ser como otro bautismo.

De este modo, el Salvador, bautizado primeramente por Juan, declaró que tenía que ser bautizado de nuevo, no ya por el agua o el espíritu, sino por el bautismo de su sangre en la cruz de la pasión, como está escrito: Se acercaron a él dos discípulos, los hijos de Zebedeo, y le dijeron: Señor, cuando vengas a tu reino, haz que nos sentemos el uno a tu derecha y el otro a tu izquierda. Jesús les respondió: Cosa difícil pedís. ¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber y ser bautizados con el bautismo con que yo he de ser bautizado? Le contestaron: Sí que podemos. Les dice Jesús: El cáliz que yo he de beber, lo beberéis, y con el bautismo con que yo he de ser bautizado seréis bautizados vosotros.

Si existen estos dos bautismos, nos alabáis con vuestra animosidad; lo confesamos. Pues cuando matáis nuestros cuerpos, no repetimos el bautismo, sino que somos bautizados como Cristo en nuestro bautismo y nuestra sangre. Avergonzaos, avergonzaos, perseguidores: hacéis semejantes a Cristo a los mártires, a quienes, después del agua del verdadero bautismo, los bañó su sangre como otro bautista.

Responde San Agustín:

Ante todo, respondemos rápidamente: No somos nosotros los que os matamos, sois vosotros los que os dais una verdadera muerte cuando os cortáis de la viva raíz de la unidad. Además, si todos los que mueren son bautizados con su sangre, serán tenidos como mártires los salteadores, inicuos, impíos, depravados, ya que mueren bautizados en su sangre, aunque mueren condenados. Y si no son bautizados en su sangre sino los que mueren por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos, considera que primero hay que investigar por qué motivo sufrís, y luego qué es lo que sufrís. ¿Por qué se os llena la boca antes de encontrar defensa para los hechos? ¿Por qué vuestra lengua se alborota antes de dar pruebas con una vida santa? Si has originado un cisma, eres un impío; si eres un impío, mueres como un sacrílego, ya que eres castigado por tu impiedad. Si mueres como un sacrílego, ¿cómo puedes ser bautizado con tu sangre? Acaso digas: «No he hecho un cisma». Indaguemos, pues, esto: ¿por qué gritas antes de probar?

Comentarios a los Salmos, 34/2, ns. 1 y 13:

Conozcamos aquí, carísimos, las voces de Cristo, y distingámoslas de las voces de los impíos. Son las voces del Cuerpo que sufre en este mundo persecución, angustias y tentaciones. Pero dado que son muchos los que esto padecen, sea por sus propios pecados, sea por sus crímenes, hay que andar muy atentos para distinguir la causa, no tanto la pena. Un criminal puede tener un castigo semejante a un mártir, pero la causa es distinta. Tres eran los crucificados: uno era el Salvador, otro el que se iba a salvar, y el otro el que se iba a condenar; la misma pena para todos, pero bien distinta la causa.

[…]

Levántate, Señor, y atiende a mi juicio. ¿Qué juicio? ¿Por qué estás atribulado, estás atormentado con pesares y dolores? ¿No sufren todo esto también los malos? ¿Qué juicio? ¿Eres justo porque padeces todo esto? ¡No! ¿Entonces qué? Mi juicio. ¿Cómo sigue? Atiende a mi juicio, Dios mío y Señor mío, según mi causa. No mirando a mi pena, sino a mi causa; no fijándote en lo que el ladrón tiene de común conmigo, sino en aquello de: Dichosos los que padecen persecución por la justicia. Porque esta causa es distinta. La pena es la misma para buenos y malos. Por eso a los mártires los hace no la pena, sino la causa. Si fuera la pena lo que hace mártires, todas las minas estarían llenas de mártires, todas las cadenas arrastrarían mártires, todos los heridos a golpe de espada serían coronados. Por tanto, distingamos la causa. Que nadie diga: Soy justo porque sufro. De hecho, el que primero padeció, padeció por la justicia, y por eso le añadió una precisión muy importante: Dichosos los que padecen persecución por la justicia. Muchos, con una buena causa, llevan a cabo una persecución; y otros, bajo una causa mala, sufren persecución. Si no fuera posible hacer una persecución rectamente, no se diría en el salmo: Al que ocultamente difama a su prójimo, a este lo perseguiré.

[…]

Que nadie diga: Estoy padeciendo persecución; que no haga alarde de la pena, sino demuestre la causa, no sea que, si no la prueba, sea contado con los inicuos. Por eso con cuánta atención y sabiduría aquí se nos recomienda: Señor, atiende a mi juicio, no de mis penas, Dios mío y Señor mío, según mi causa.

Carta 185, c. II, ns. 9 y 10:

Mártires auténticos son aquellos de quienes dice el Señor: Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia. No lo son, pues, los que padecen por la iniquidad y por dividir impíamente la unidad cristiana, sino los que padecen persecución por la justicia. Sara persiguió a Agar: la que perseguía era santa, mientras la que padecía era inicua. ¿Podremos comparar esa persecución que padeció Agar con la que padeció David por parte del inicuo Saúl? Hay una gran diferencia; pero no porque David padecía, sino porque padecía por la justicia. El mismo Cristo fue crucificado entre dos ladrones. Los unía la pasión, pero los diferenciaba la causa. Así se entiende en el salmo la voz de los auténticos mártires, que quieren ser separados de los mártires falsos: Júzgame, ¡oh Dios!, y separa mi causa de la gente no santa. No dice «separa mi pena», sino separa mi causa. La pena puede ser semejante a la de los impíos, pero la causa es desemejante. Así dicen los mártires: Injustamente padezco, ayúdame. Se juzgó digno de ser ayudado con justicia porque lo perseguían con injusticia. Si le hubiesen perseguido con justicia, no merecía ayuda, sino corrección.

Opinan los donatistas, y en la asamblea lo manifestaron, que nadie puede perseguir a otro con justicia, y que es verdadera Iglesia la que padece persecución, no la que la produce. Omito aquí el repetir lo que antes dije. Si fuese eso verdad, entonces Ceciliano pertenecía a la verdadera Iglesia, cuando los antepasados de éstos le persiguieron, acusándole ante el mismo tribunal del emperador. Nosotros decimos que pertenecía a la verdadera Iglesia, pero no por padecer persecución, sino porque la padeció por la justicia. Y decimos que ellos se apartaron de la Iglesia, no porque perseguían, sino porque perseguían injustamente. Supongamos que éstos no pregunten la causa por la que uno persigue o es perseguido y juzguen que la señal del verdadero cristiano es padecer, no producir la persecución. Entonces, sin duda, justifican a Ceciliano, que no perseguía y era perseguido, y condenan con esa definición a sus mayores, pues perseguían y no eran perseguidos.

Sermón 327, n. 1

Con la voz de los mártires hemos cantado a Dios: Júzgame, ¡oh Dios!, y distingue mi causa de la causa de la gente malvada. Es la voz de los mártires. ¿Quién se atreverá a decir: Júzgame, ¡oh Dios!, sino quien tiene una óptima causa? Al alma se la tienta con promesas y amenazas, se la ablanda con el halago y se la atormenta con el dolor: todo esto lo vencieron por Cristo los mártires invictos. Vencieron al mundo con sus promesas y crueldades. Ni los retuvo el placer ni los aterrorizó el tormento. El oro purificado en el crisol no teme el fuego del infierno. Por eso, como purificado por el fuego de la tribulación, el muy bienaventurado mártir dice seguro: Júzgame, ¡oh Dios! Juzga cuanto de bueno encuentres en mí; tú me has dado lo que te agrada; hállalo en mí y júzgame. No me retuvo la dulzura del mundo ni me separa de ti la tribulación del siglo. Júzgame y distingue mi causa de la de la gente malvada. Son muchos los que sufren tribulaciones; pero, siendo idéntico el suplicio, no lo es la causa. «Muchos males padecen los adúlteros, los malhechores, los bandidos y homicidas, los criminales todos; muchos males —dice— padezco también yo, tu mártir; pero distingue mi causa de la causa de la gente malvada, de la de los bandidos, homicidas y criminales de toda clase. Pueden sufrir lo mismo que yo, pero no tener la misma causa. En el horno, yo soy purificado, ellos reducidos a cenizas». También los herejes lo sufren, muchas veces de su propia mano, queriendo que se les tenga por mártires. Pero contra ellos hemos cantado: Distingue mi causa de la causa de la gente malvada. Al mártir no lo hace el suplicio, sino la causa.

San Fulgencio de Ruspe

De regula fidei ad Petrum, c. 39, n. 80:

Cree fuertemente y no dudes en absoluto que cualquier hereje o cismático, bautizado en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, si no estuviera congregado en la Iglesia Católica, de ningún modo puede salvarse, por mayores las limosnas que haga, e incluso si derrama su sangre por el nombre de Cristo. Pues, todo hombre que no permanece en la unidad de la Iglesia, ni por ser bautizado, ni por copiosa que sea su limosna, ni por soportar la muerte por el nombre de Cristo, puede alcanzar la salvación cuando persiste en aquella perversidad, sea herética o cismática, que lleva a la muerte.

San Paciano de Barcelona

Epístola III ad Simproniano, nº 7:

No busques Apóstoles, ni Confesores ni Mártires fuera de nuestra comunidad. Pero demos que Novaciano hubiese entonces padecido algunas vejaciones, pero no murió en ellas; demos que hubiese muerto, no fue coronado del martirio. ¿Cómo que no, dirás? Porque estuvo fuera de la Iglesia, reñido con su paz, y sin comunicación de la madre, de quien el mártir debe ser miembro. Oye el Apóstol (I Cor. 13, 2-3): Aunque tuviera toda la fe, una fe capaz de trasladar montañas, si no tengo caridad, no soy nada. Aunque repartiera todos mis bienes para alimentar a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad, no me sirve para nada. Mas Cipriano, en cambio, padeció en la unión de una misma Fe, en la paz común, en el número de los Confesores: repetidas veces confesó la Fe, sufrió crueles tormentos en varias persecuciones, y finalmente bebió el cáliz de la salud. Esto fue recibir la corona del martirio. Y así envanézcase Novaciano con sus cartas, su arrogancia, su orgullo: que pensando elevarse, dio en tierra, y por negar el perdón, pereció infelizmente.