P. CERIANI: SERMÓN DE LA FIESTA DE LA ASUNCIÓN A LOS CIELOS DE MARÍA SANTÍSIMA

FIESTA DE LA ASUNCIÓN A LOS CIELOS DE MARÍA SANTÍSIMA

En esta hermosa Fiesta de la Asunción de María Inmaculada a los Cielos, consideremos primero algunos detalles previos y posteriores al hecho.

La Virgen María en los postreros años de su vida mortal

Más de veinte años, según la más recibida opinión, vivió María en este mundo después de la Ascensión gloriosa de su divino Hijo a los Cielos.

Cual fuese durante este largo período la vida de Nuestra Señora, no lo dicen los Libros Santos, pero lo puede comprender fácilmente el alma devota de la Madre de Dios. Recogida y solitaria en su humilde morada, vivía aún corporalmente entre los hombres, espiritualmente ya tan sólo con su Hijo en la mansión celestial. Donde tenía su Tesoro allí tenía su Corazón.

Empero, esta su vida de contemplación y de celestial recogimiento no la impedía ser toda para todos, y contribuir con el caudal de sus fuerzas y superior influencia a la santificación de los fieles y al establecimiento de la Iglesia. Era incansable en la oración, solícita en dar consejo a todos, asidua en consolar al triste y necesitado.

Vivía la divina Señora en trato continuo con Dios y en el deseo insaciable del Cielo, pero sabía que también Ella tenía en la tierra una misión que llenar, y la llenaba exactamente, sin perdonar cansancio ni fatiga.

De cómo fue anunciada a María Santísima la hora de su próxima muerte

Setenta y dos años tenía, según la más autorizada creencia, la Madre de Dios, cuando resolvió Éste llamarla del destierro de esta vida al descanso de la patria celestial.

El Arcángel San Gabriel fue, dice un santo Padre, el encargado de traerle a la divina Señora esta postrera embajada.

¡Con cuánto consuelo de su Corazón recibiría la purísima Virgen esta noticia! Con parecidos transportes a los que sintió cuando se le anunció la Encarnación del Verbo en sus entrañas, respondería al enviado celestial: He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra.

Y como al saludo de Isabel respondió entonces con el Magnificat, también ahora desahogaba su pecho en fervientes alabanzas y actos de gratitud al Señor por merced tan suspirada. Y fervorosa se dispondría desde aquel instante con más encendidos actos de amor a su tránsito dichoso.

Más que nunca sentiría en su alma el ansia de la visión clara de Dios, la amorosa impaciencia de unirse con Él eternamente. Vivía, es verdad, pero no ya en esta vida sino en una anticipada fruición de la otra. Allá volaban sus ansias, allá sus suspiros; tardío se le hacia el instante en que diese a todo lo caduco de acá la última despedida.

Del tránsito felicísimo de Nuestra Señora

Llegado el momento señalado en los eternos decretos para el tránsito felicísimo de la Madre de Dios, reclinada en su lecho y entre transportes de elevada contemplación, lo aguarda Ella rodeada de los Apóstoles y piadosas mujeres que atendían solícitas a servirla.

No aquejaba a su cuerpo enfermedad ni dolor, que no era razón sintiese como nosotros esta pena del pecado la que había sido desde su primer instante libre de él. Ni puede llamarse agonía a los últimos momentos que precedieron a la separación de su alma, porque ésta se desprendió de su cuerpo sin esfuerzo alguno ni aflicción.

Entre el fervor de sus oraciones y suspiros a Dios, de pronto se la vio levantar al Cielo los ojos, cerrarlos un momento después con infinita dulzura, abrir los labios con hermosa sonrisa… y espirar.

Ni una convulsión de su cuerpo, ni una contracción de su rostro, ni una lágrima, ni un quejido lo anunciaron a los presentes. Parecía que la muerte no se atrevía a comunicar sus horrores a aquel cuerpo inmaculado.

¡Oh muerte verdaderamente preciosa a los ojos de los hombres y de Dios!

De cómo dieron los Apóstoles sepultura al Santo Cuerpo

Llorosos y compungidos rodeaban los Apóstoles y discípulos el lecho de la Madre de Dios, sin acertar a separarse de la vista de aquel santo cuerpo en que la muerte acababa de imprimir su palidez. Y no menos piadosos con él de lo que lo habían sido con el de su divino Maestro, resolvieron honrarle con decorosa sepultura.

Con bálsamos y aromas perfumaron aquellos restos queridos, los envolvieron en limpia mortaja y cubrieron con un sudario su rostro purísimo. Y cantando alabanzas a Dios, depositaron en una tumba de piedra el cuerpo de la que había sido durante tantos años su luz, su consuelo y toda su alegría.

Y a los obsequios de la tierra correspondió con los suyos el Cielo, alumbrando el lugar de aquella sepultura con extraños resplandores y haciendo oír en torno de ella, durante el silencio de la noche, música deliciosa.

Tales eran las honras fúnebres con que merecía ser glorificada aun en la tierra aquella Mujer singular.

¡Oh sepulcro, como el de su divino Hijo, en todo resplandeciente y glorioso!

De la resurrección gloriosa de María Inmaculada el día tercero

No quiso Dios que la carne virginal de aquella mujer bendita, de quien había tomado la suya el Verbo humanado, fuese pasto de la corrupción del sepulcro. La que había sido preservada de la inmundicia del pecado desde el principio de su ser, no era razón pasase por la inmundicia de la descomposición después de su muerte.

Tres días estuvo en el sepulcro, según común parecer de los Padres, el cuerpo de la divina Señora, y en todo este tiempo no cesaron en torno de él las alabanzas y súplicas de los fieles y los conciertos de los Ángeles.

Y al tercero, volvió Dios a unir a aquellos restos queridos el alma inmortal, y de nuevo se iluminó aquel rostro y latió aquel Corazón y circuló aquella sangre y se movieron aquellos miembros.

Un Ángel corrió la losa funeraria y otros miles levantaron sobre sus alas a la Reina gloriosa, formándole espléndido carro triunfal mucho más glorioso que el que arrebató a Elías, siendo por ministerio de ellos trasladada por los aires en cuerpo y alma a las regiones celestiales.

De la Asunción y entrada triunfal de María Asunta en la Gloría Celestial

Alcemos los ojos de la consideración y sigamos con ellos el hermoso vuelo de esta celestial Paloma, que atraviesa los aires en busca del nido de su descanso. Miremos la nube iluminada que le sirve de trono, y los Coros de los Ángeles que, con alegres himnos, la levantan y conducen a la Patria feliz.

Contemplemos como se abren los Cielos para dar entrada a la gloriosa comitiva, miremos como todo es júbilo y alegría con este motivo en la mística ciudad de Dios.

¿Quién es Esta, se preguntan, quien es Esta que sube del desierto del mundo derramando delicias?

Es María, la Purísima y sin mancilla desde el primer instante de su concepción, la vencedora de la infernal serpiente, es la escogida de Dios, la Madre de su Hijo unigénito, la Esposa del divino Espíritu. Es la doncella de Nazaret, la pobre forastera de Belén, la mujer del Artesano, la enlutada Señora a quien se vio llorar al pie de la Cruz.

¡Oh Madre Nuestra!, cómo ha cambiado vuestra suerte… ¿Dónde están aquellos vuestros llantos y dolores? Haced, Madre Nuestra, que también nuestra alma experimente un día este trueque feliz.

Así se porta Dios con quienes le han servido en este mundo fielmente. Escrito está que quien con Cristo hubiere padecido, con Cristo será glorificado…

De la coronación de María Inmaculada como Emperatriz de cielos y tierra

Introducida María en la celestial Jerusalén, no se la confunde en aquella multitud de almas Justas y Bienaventuradas como una más entre ellas, sino que su gloria es singular y superior a la de todas, como a la de todas fue superior en dignidad y en merecimientos.

Por esto, apenas se la ve en la Corte celestial, la reconocen por su Reina todos los Ángeles y Santos, y gozosos la aclaman y festivos la vitorean.

Desciende de su elevadísimo trono la Humanidad Santísima del Verbo encarnado, y tomando de la mano a aquella humilde Criatura a quien en el mundo aprendió a llamar Madre suya, la presenta regocijado a los pies del Padre eterno, para que de sus manos reciba la augusta corona que a su lado ha de ceñir por los siglos de los siglos.

Derrama el Espíritu de amor torrentes de su luz sobre aquella Esposa suya; y Padre, Hijo y Espíritu Santo la colocan en el trono más glorioso que, después del de la Humanidad de Cristo, se levanta en la mansión de los Bienaventurados.

Del gran amparo de María Asunta ante Dios en favor de los hombres

La hija de Sion no ha sido elevada al rango de Emperatriz de los Cielos únicamente para su propia gloria, sino principalmente para ser allí nuestra Abogada.

Por sus merecimientos y por el lugar que ocupa, el más inmediato al trono de la Divinidad, ruega incesantemente en favor de los hombres, y sus ruegos son siempre escuchados. Tiene, dice un Santo Padre, por gracia la omnipotencia que Dios tiene por naturaleza.

Su Corazón benignísimo se mueve de continuo a piedad por tantas miserias como ve desde su trono en este valle de lágrimas, y no se satisface sino con remediarlas. Tiene en sus manos la llave de las misericordias de Dios, y no es moderada en prodigarlas.

Porque, si de la oración, incluso la del hombre, se ha dicho que es la que abre los tesoros de Dios, ¿qué será la oración de aquella Mujer sin igual que es Madre suya?

Si Dios ha prometido escuchar bondadosamente a las miserables criaturas a quienes nada debe sino manifiestos agravios, ¿cómo podrá menos de escuchar a su Madre propia a quien es, por lo que toca a su Humanidad, deudor de tantos servicios?

Estos motivos de confianza que tenemos en María porque es Madre de Dios, los veremos muy más poderosos si consideramos que es también Madre nuestra. A nosotros, podemos en cierto modo decir que debe Ella su alta dignidad; nuestra suma miseria fue la causa ocasional de su suma exaltación. Nuestro pecado hizo, en cierto modo, necesaria la Encarnación de su Hijo, por la que fue Ella elevada sobre la común condición.

Es carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre, y todo lo tiene nuestro menos el pecado. Es hermana nuestra, como nacida de nuestro propio linaje, como una bella aldeana no deja de pertenecer a la clase del pueblo por más que su hermosura la lleve a la corte a ser esposa de su Rey. A pesar del cetro y de la corona real, su patria son los campos en que se crio, la aldea que la vio nacer y la pobre cabaña en que la amamantaron sus padres.

¡Oh qué poderosos títulos para inspirarnos amorosa confianza en el valimiento y protección de la Madre de Dios!

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Hagamos, ahora, algunas reflexiones en base a esta gloriosa festividad.

La Santa Religión Católica nos convida a considerar el paso de la muerte bajo dos aspectos.

Por el primero, vemos en ella el castigo del pecado, la separación dolorosa del cuerpo y del alma, la disolución de nuestro ser material, la hora de las justicias tremendas, la entrada en la región incierta y pavorosa de la eternidad.

Por el segundo, se compara la muerte del justo a un dulce reposar después de largas fatigas, a un sueño reparador tras enojosas vigilias, a la libertad del alma encarcelada rotos por fin los muros de su prisión corporal, al vuelo generoso del alma hacia la patria feliz, lejos de la cual tanto tiempo gimió desterrada.

Tales aspectos son distintos, pero son ambos muy verdaderos; porque, en efecto, en esto consiste la muerte.

Varían sólo los colores del cuadro, según lo ennegrezcan las sombrías nubes de una vida criminal y enemiga de Dios, o lo maticen los bellos reflejos de la conversión, del arrepentimiento y de la vida virtuosa.

Además, puede verse en la muerte, o el oscuro fin de la vida presente, o el bello crepúsculo de la otra feliz que no ha de acabar jamás.

Cristo, que vino a este mundo para llevar sobre sí la imagen y los castigos del hombre pecador, murió con la primera de estas muertes. Dura, cruel, espantosa, con todos los horrores de la agonía y todos los desconsuelos del desamparo; tal fue la muerte del Hombre-Dios.

El fúnebre Calvario, lugar de expiación, muestra cómo el morir es verdaderamente la pena de una gran culpa, haciéndonos ver cómo sufrió y cómo murió el mismo Hijo de Dios sólo por haber querido cargar sobre sus espaldas la responsabilidad de esa ofensa infinita, aunque fuera ajena.

María Santísima, tipo de inocencia angelical y de vida purísima e inmaculada, murió sin ninguna de las amarguras que ofrece el morir para el hombre pecador, y con todas las dulzuras que tiene para el inocente.

Fue dulce sueño, no dolorosa y convulsiva separación; sosegado vuelo de paloma, no violento despegamiento del reptil aferrado groseramente al suelo.

Así debía morir la que no llevaba sobre sí reato de culpa alguna, ni propia ni ajena, que debiese expiar.

Nuestra muerte no puede ser como la de la Madre de Dios, por la sencilla razón de que nuestra condición no es como la suya. Ha de ser castigo; y, como tal, ha de ser duro trance, mal trago, crisis angustiosa, paso de horror.

Al pecador no le corresponde más que el castigo de su pecado.

Mas el arrepentimiento y la reconciliación con Dios pueden indudablemente endulzarnos mucho sus inevitables amarguras.

Muertes de ángel no se ven entre los hijos de Adán, como no sea entre los que llama Dios a sí antes de poder ofenderle; mas sí se ven muertes de buen cristiano, fortalecidos con todas las esperanzas del Cielo y con todos los consuelos de la fe; muertes, si no alegres, al menos serenas, suaves y, hasta cierto punto, hermosas en medio de su misma oscuridad.

Pidamos a Nuestra Madre, Inmaculada y Asunta, el soberano don de la perseverancia final y una buena muerte.

Es esta la súplica más apropiada para el día de ésta, su gran festividad.