Mons. P. Lejeune- LA LENGUA

LA ARMADURA DE DIOS

Sus pecados y excesos

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CAPÍTULO XII

EL LENGUAJE GROSERO

No ha de faltar entre mis lectoras alguna que, llevándose las manos a la cabeza, exclame:

¡Un capítulo que trata del lenguaje grosero, incluyendo en él a las propias señoras! Conceptúo injurioso el simple hecho de abordar esta materia en esa forma. ¡Pase todavía si estas páginas se dirigiesen exclusivamente a los hombres!… «¡Gracias! — podría yo contestar — por la apreciable delicadeza de atribuir a los hombres la exclusiva y el monopolio de la grosería de lenguaje; pero yo mismo rehúso, en su nombre, ese regio presente y sigo pensando que abundan las mujeres y los hombres que no son modelo de elegancia en su lenguaje. Por consiguiente, me creo autorizado para escribir un capítulo, bastante corto, por cierto, aplicable a unos y a otras.

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Al sugerir en las precedentes líneas que abundan las personas poco o nada delicadas en su lenguaje ordinario, imaginarán mis lectores que no aludía a mujeres callejeras y hombres vulgares, quienes se prodigan epítetos los más atrevidos y del más subido tono, sino a mujeres y hombres más o menos distinguidos por su trato y posición que en círculos y reuniones observan una corrección de lenguaje irreprochable muy distinta de la que guardan en las conversaciones con los de su intimidad y en presencia de sus hijos y domésticos.

Les contrariaría enormemente, por ejemplo, que alguna persona amiga les oyese ciertas expresiones burdas y malsonantes que profieren en momentos de arrebato o violencia; tal o cual vocablo, tomado del reino animal, para calificar al hijo desobediente. Sería, ciertamente, difícil reconocer por ese lenguaje tan basto a las personas que, muy poco antes, hacían requiebros, con expresiones las más afectadas y mimosas en determinados círculos y reuniones. ¡Nota ya muy desfavorable semejante cambio a ojos vista! ¿Por qué esas dos maneras de hablar, ésos dos diccionarios que se emplean sucesivamente, según las ocasiones? Nada debiera decirse, ni siquiera en familia, que no se pudiera expresar en público delante de otros, en lo tocante a la delicadeza de lenguaje. ¿Quién no halla en semejante proceder una especie de hipocresía, al disfrazarse, cuando salen, con máscara que se apresuran a quitar dentro de casa?

            Es necesario, cristianos lectores, que lo en­tendáis bien, y no me hagáis decir lo que está a mil leguas de mi pensamiento. Yo no pido que renunciéis a toda espontaneidad de lengua­je y sostengáis un tono enfático y un estilo acompasado. Dejad esa tensión a los pedantes y presumidos, y mostraos en la conversación lo que debéis ser: amables, sencillos y joviales de buena ley- Lo que os pido es que no tengáis dos maneras de hablar tan diferentes: la una rígida y correcta, cuando lo hacéis en público, y la otra desaliñada, rayando en grosería, cuan­do os halláis en familia.

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Además, sería, pernicioso el ejemplo para vuestros hijos, que os tomarían por modelo y llevarían más tarde sus costumbres a la familia que ellos están llamados a formar. ¿Y cuántas decepciones no experimentarían por semejante grosería de lenguaje, aprendida en el hogar?

¿Creéis,  verbigracia, que esa joven que se ha casado en la convicción de que su marido era hombre bien educado no sufrirá horriblemente al oírle emplear un lenguaje tan grosero desde el momento en que empiezan la vida íntima de familia? Si llegara a perder, al mismo tiempo que sus ilusiones, todo su afecto hacia su consorte, ¿de quién será la culpa sino de los padres, que han practicado o tolerado en el hogar esas deplorables costumbres?

Y además, me pregunto: ¿Qué autoridad puede tener sobre sus hijos, verbigracia, una madre que así desciende de su pedestal? No se respeta sino lo que es verdaderamente respetable. Ahora bien, una madre que se rebaja tan lastimosamente por la trivialidad de su lenguaje en el hogar se quita ella misma la corona y pierde a los ojos de todos esa aureola a través de la cual debe ser vista una mujer cristiana y sobre todo una madre.

No concluiré esta materia sin haber dado mi parecer acerca de una clase de lenguaje no empleado en otro tiempo más que por la baja sociedad y que desgraciadamente parece va ya adquiriendo hoy derecho de ciudadanía entre las clases que se tienen por más distinguidas y respetables: me refiero a esa jerga o modo de hablar, ingenioso a su manera, para uso de los que no conocen otro.

Antes el ingenio se manifestaba en conversar con gracia y jovialidad, esmaltando la conversación con aquellos rasgos agudos y hasta maliciosos, a veces que provocaban hilaridad franca y honesta. Los franceses tenían fama de distinguirse en este género. Pero semejante manera de amenizar las conversaciones ha pasado ya a la historia. Resulta hoy más factible lanzar en la conversación palabras chabacanas que provoquen la carcajada por su ridiculez y extravagancia.

El mal produce verdaderos estragos, sobre todo, entre los jóvenes de ambos sexos. La desenvoltura y procacidad, descritas tan al vivo en novelas y folletines malsanos, privan, con harta y deplorable frecuencia entre la juventud de la que se ha dado en llamar alta sociedad. Tomarlo todo a broma, ridiculizar en todo momento las cosas y las personas, designar con nombres absurdos tomados del hampa a las autoridades más respetables, incluso la del padre o la madre, la cosa no es, a mi juicio, para celebrar y aplaudir, ni mucho menos para fomentarse, como se tiene la torpeza de hacerlo algunas veces; antes bien convendría que las personas de notoria seriedad y prestigio se pusiesen de acuerdo para cortar el mal, haciendo saber a esas cabezas hueras y alocadas que resultan en realidad con su proceder más ridículas que graciosas. Como no hay más que vanidad en tales cerebros, el temor a la opinión pública sería para ellos el principio del comedimiento y la moderación.

 Me apresuro a dejar la pluma; la materia no es nada simpática, y tengo la impresión que pocos habrán leído con gusto estas páginas, como yo tampoco lo he tenido en escribirlas.