LA ARMADURA DE DIOS
Sus pecados y excesos

CAPÍTULO Xl
LA VIOLACIÓN DEL SECRETO
El honor mundano y la moral cristiana utilizan el mismo lenguaje cuando se trata de condenar la indiscreción; ¡pero los principios del primero se doblegan tan fácilmente! Se le ve perdonar intemperancias de la lengua que nosotros condenamos con severidad. Los principios de la teología católica son, pues, los que nos han de inspirar en esta materia, con exclusión de las ideas o de las prácticas que puedan imperar en el mundo.
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Por senderos distintos podemos llegar a la posesión de un secreto. Unas veces es la casualidad la que nos pone al tanto de ciertas cosas secretas; otras, es una persona amiga que nos abre su corazón. Aparte de estos dos casos existe el secreto profesional, el secreto confiado, por ejemplo, al médico, al abogado, al hombre instruido de quien se espera consejo o protección.
Ahora bien, ¿será preciso distinguir entre esas variedades cuando se trata de establecer que el secreto no puede ser violado sin pecado? Yo estoy obligado a guardar un secreto que la casualidad me ha revelado; estoy a ello obligado tanto como el amigo o el médico a quien se hubiese confiado. Sus labios deben permanecer sellados por razones diferentes de las mías, es verdad; pero también es cierto que yo sería un miserable si revelase lo que he sabido casualmente; y si este secreto fuese de importancia podría constituir una falta grave el revelarlo, y hasta me vería obligado a reparar el daño que mi indiscreción hubiese causado. Con mayor razón tendría la misma obligación el amigo que hiciese traición a la confianza de su amigo, o el hombre público que revelase el secreto profesional.
¿Es lícito, sin embargo, revelar alguna vez un secreto? Esta pregunta no se refiere, claro está, al secreto o sigilo sacramental, que jamás, por nada del mundo, se puede violar. Hecha esta exclusión existen dos causas que desligan de la obligación del secreto, siempre que tales causas sean reales y debidamente comprobadas. La primera es la posibilidad de librar, por la revelación del secreto, a una colectividad de personas y hasta una sola persona de un grave peligro que les amenaza. La obligación del secreto no puede, ciertamente, suprimir los deberes más graves de caridad que tenemos para con el prójimo. La segunda causa es el daño grave que nos resultaría a nosotros mismos de guardar el secreto: los teólogos están contestes en reconocernos el derecho de descubrir un secreto cuya guarda pondría en peligro nuestra vida, nuestra fortuna o nuestra reputación. No sería equitativo, en efecto, que una confidencia, ajena a nuestra voluntad, resultase, en un momento dado, elemento de trastorno en nuestra existencia y que un falso concepto del honor pudiese cerrar nuestros labios con detrimento de nuestros más graves intereses.
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Discrepan los teólogos en el caso de uno que descubriese a una persona seria y de una discreción a toda prueba un secreto importante que se le hubiese confiado. Algunos opinan que una revelación hecha en estas condiciones no implicaría pecado grave. Yo confieso que no puedo compartir semejante parecer. No veo, en efecto, qué razón podría invocarse para legitimar esa traición de la amistad. ¿Podemos fundarnos en el consentimiento de aquel que nos ha confiado el secreto? Ciertamente que no; es de presumir, por el contrario, que se indignaría por nuestra ligereza si tuviese conocimiento de ello. Por otra parte, no hay derecho a disponer de su secreto sin su previo consentimiento. Nuestra indiscreción no tendría, por tanto, excusa, y no veo razón para no clasificar como grave la falta aquí cometida.
Por otra parte, ¿qué garantía se nos da de la persona a quien tan fácilmente se confían los secretos de los demás? Cuando se toma a uno por confidente se tiene también fe en su discreción. Preciso es reconocer que semejante confianza no está debidamente justificada. ¿Quién nos asegura que la nuestra tendrá mayores garantías, y que esa persona, depositaria de los secretos, no experimentará, el día de mañana, la necesidad de explayarse a su vez con algún amigo? ¡Con qué ligereza se juegan en el mundo los más graves intereses, con qué irreflexión se dejan a merced de una vulgar indiscreción!
Sabedlo bien, cristianos lectores: la amistad no os autoriza jamás para descubrir secretos que no os pertenecen. Comunicad a vuestros amigos, hasta donde la prudencia lo permita, vuestros asuntos personales; pero no comuniquéis los de los otros. San Ambrosio, en una biografía consagrada a uno de sus hermanos a quien amaba tiernamente, escribe que, entre los dos, todo era común: pensamientos, sentimientos, afectos. «Lo único — añade — que jamás nos comunicábamos eran los secretos de nuestros amigos; no, ciertamente, porque desconfiásemos de nuestra discreción recíproca, sino porque nos considerábamos como ligados en este punto por una obligación de honor». ¡Palabras y ejemplos nobles! … Una persona delicada no se preocupa de si en conciencia tendría derecho a la violación del secreto en determinadas circunstancias. Sin fijarse en semejante derecho se atiene a este principio tan luminoso de honradez natural: «Un secreto que se me ha confiado no es de mi propiedad: no puedo, por tanto, disponer de él».
Muchas veces me he visto precisado a oponerme a ciertas personas que pretendían confiarme secretos de que eran depositarias, diciéndoles: «Esos secretos no os pertenecen; y, aun cuando yo soy sacerdote, no tengo autoridad para conocerlos». De ninguna manera se trata aquí de invocar tal o cual consideración de persona o de amistad, ni de alegar la ausencia de todo peligro de indiscreción. La cuestión está en saber si se tiene el derecho de disponer de un depósito cuya custodia se nos ha confiado, y presentada así queda desde luego resuelta para quien posea el sentimiento del honor.
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San Ambrosio, a quien acabo de citar, atribuye la revelación del secreto a cuatro causas: «A veces — dice — se quebranta por lisonja, para atraernos la benevolencia de una persona y darle prueba de la confianza que nos inspira revelándole los secretos que nosotros poseemos. Otras veces también, aunque las menos, será el interés lo que nos incite a traicionar el secreto de un amigo, o bien el deseo de darnos importancia, o la esperanza de ganarnos el afecto y la consideración de aquel con quien hablamos. Hay gentes, finalmente, a quienes el prurito de comunicarse priva de toda prudencia y no se dan cuenta de la acción villana que cometen al revelar un secreto».
Si alguna de estas causas puede ser más menos aceptable decídanlo mis lectores. Pero, sea cualquiera la sugestión a que obedezca, el violador del secreto asume siempre un triste papel, papel de un hombre sin la menor reflexión, cual si estuviese embriagado. Así lo dice la Sagrada Escritura, que reprueba el uso inmoderado del vino, porque «la embriaguez hace al hombre incapaz de guardar un secreto»[1]. «Ahora bien — escribe un autor —, cuando por ligereza de reflexión se traiciona un secreto se rebaja uno al nivel del hombre que ha dejado que su razón se obscurezca por el vicio de la embriaguez».
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Debo asimismo recomendaros, piadosos lectores, que no seáis menos prudentes y cuidadosos en guardar vuestros secretos que en conservar los ajenos. ¿A qué tanta facilidad en explayaron con un amigo, por íntimo que sea, el cual es impotente para remediar el mal que padecéis? Si esas expansiones confidenciales tuviesen por fin obtener consejo o protección, no habría por qué censurarlo; pero, si no buscáis en ellas más que un desahogo del corazón, ni os impulsa más que la supuesta necesidad de expansionaros, yo temo que todo ello ha de proporcionar acerbos pesares en lo futuro.
Deseo recordaron, por de pronto, que las personas discretas no vagan por las calles y plazas perdiendo el tiempo en conversaciones inútiles. ¡Cuántos han visto los secretos dolorosos de su hogar esparcidos hacia todos los vientos de la publicidad y el escándalo con motivo de una confidencia a una sola persona, a un amigo, en cuya discreción confiaban!
Por otra parte, ¿cómo confiar vuestros secretos sin referir los agravios reales o imaginarios que tengáis para con otras personas? ¿Creéis que la caridad sale con ello gananciosa? ¿No es de temer también que una indiscreción empeore más aún la situación entre vosotros y las personas que son objeto de vuestras quejas? Yo os ruego sinceramente que no dejéis vuestros más graves intereses, cuales son la paz y tal vez el honor de vuestro bogar, a merced de una intemperancia de la lengua. De ese secreto que tanto os agobia hablad solamente a Dios, quien os comprenderá y consolará mucho más que el mejor de vuestros amigos, y de El no habréis de temer ninguna indiscreción.
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Con la violación del secreto se relaciona una cuestión sobre la cual importa al cristiano lector fijar bien la atención. Puede formularse de este modo: ¿Es lícito tratar de conocer los secretos ajenos: leer, por ejemplo, por mera curiosidad una carta dirigida a otra persona? Seguramente que el lector mismo se adelanta a mi respuesta, no reconociendo a nadie el derecho de registrar, sin motivo, su correspondencia personal. ¿De dónde, pues, le vendría a él el derecho de registrar y leer la correspondencia de los demás? Debe respetar los derechos de los otros, como quiere que se respeten los suyos.
¿Y cuál podría llegar a ser la gravedad de una indiscreción de este género? Los teólogos están contestes en afirmar que si la indiscreción no estuviese justificada por ningún motivo serio constituiría una falta grave. Leéis, por ejemplo, una carta que no va dirigida a vosotros, no sabiendo con precisión lo que ella contiene e ignorando si hallaréis en la misma noticias vulgares o secretos de gran importancia; haciendo esto pecaríais mortalmente.
Sobre el particular el cardenal Gousset, quien no hace, en rigor, sino traducir a San Alfonso, dice lo siguiente: «Se peca mortalmente si la carta que se abre se cree puede contener cosas importantes y secretas, y el pecado resulta más grave aún si, al abrirla, se tiene la intención de perjudicar por el conocimiento de su contenido. Ni siquiera se debe juntar y reunir las diferentes partes de la carta rota para conocer lo que contenía; pues sucede con frecuencia que no se rompe una carta sino para hacer más impenetrable el secreto. No está permitido tampoco leer una carta abierta que por casualidad cae en nuestras manos; hay que devolverla a quien pertenezca, esto es, al que la ha recibido. Aquí, lo mismo que en todo lo que se relaciona con los deberes de la justicia y de la caridad, no debemos hacer a otro lo que no querríamos razonablemente que se nos hiciese a nosotros mismos»[2].
La falta sería simplemente venial si, al abrir la carta, se tuviese la certeza de que no contenía ningún secreto ni cosa alguna importante.
No se cometería falta si existiese grave motivo para averiguar su contenido. Tal sería el caso de una madre que sospechase fundadamente que su hija sostuviese correspondencia perjudicial, o el caso de una dueña de casa que tuviese dudas fundadas respecto de la: moralidad o fidelidad de alguno de sus domésticos.
Debo recomendar, no obstante, que no se abuse de este principio, y que una madre no se crea autorizada para leer, por ejemplo, el diario íntimo de alguna de sus hijas, bajo pretexto de conocerla mejor, o la correspondencia inocente, a no dudarlo que ella sostiene con una amiga del colegio. Por la misma razón una dueña de casa no se debe arrogar el derecho de registrar la correspondencia de una sirvienta de cuya moralidad no tenga bastante fundamento para sospechar. Una hija depende de su madre y una sirvienta de su dueña; pero esta dependencia no se extiende hasta impedirlas tener secretos personales que les pertenecer, como cosa propia.
[1] Prov. XXXI.
[2] Theolog. Mor., nº 1089.
