Reverendo Padre Augustin Berthe
GARCÍA MORENO
Tomo Segundo
CAPITULO XIII
EL ASESINATO
(6 de agosto de 1875)
No es hoy permitido poner en duda la existencia de una sociedad oculta llamada francmasonería, cuyo secreto, nada misterioso, consiste en unirse al demonio para destruir el Reino de Dios sobre la tierra.
Como Dios reina por Jesucristo, y Jesucristo por la Iglesia Católica, los francmasones hacen el horrible juramento de aniquilar a Jesucristo y su Iglesia. Por largo tiempo disimularon la infernal conjuración, tanto en público como en sus primeras logias; porque ni pueblos ni reyes habían progresado bastante para comprenderla; pero hoy, que dominan en casi todos los tronos y dirigen los parlamentos y los gobiernos, trabajan ya al descubierto.
“¡El clericalismo! ¡Ese es nuestro enemigo!”, exclama uno de los cabecillas del movimiento, con aplauso de todos los adeptos. Y a fin de que nadie se equivoque, la logia tiene cuidado de explicarles que emplea la palabra “clericalismo”, sólo para embaucar a los que todavía conservan cierto apego a la Iglesia Católica; pues en el fondo, clericalismo y catolicismo, son una misma cosa.
Por lo demás, ya son muy conocidos la francmasonería, sus constituciones, sus ritos, sus execrables iniciaciones, sus juramentos, cuyas fórmulas sólo el infierno ha podido suministrar; y sabemos que todo se resume en la conocida blasfemia de Proudhon, el niño travieso y descarado de la secta. No todos los francmasones usan el lenguaje de Proudhon; pero todos profesan en su corazón el mismo amor al mal, el mismo odio al bien. Su dicha consiste en propagar la Revolución, que es la obra satánica; su triunfo, en derribar la Iglesia, Reino de Dios y de Jesucristo.
“No se ocultan ya, dice el Papa León XIII, y alzan atrevidamente su brazo contra Dios; traman abierta y públicamente la ruina de la Iglesia Católica, y a toda costa quieren robar el mundo a Jesucristo y sus beneficios”.
Con estos datos acerca de la secta, comprenderán nuestros lectores, por qué todo buen masón ha debido considerarse como enemigo personal de García Moreno, destructor infatigable de la Revolución.
El Concordato de 1862, repudiando el liberalismo, quebrantó el gran medio de acción de la masonería; la Constitución de 1869 osó proscribir la secta como una calamidad pública; la protesta de 1871 contra la invasión de Roma por Víctor Manuel, clavó en la picota, a la faz del mundo entero, al ejecutor de sus sentencias, y a los reyes cómplices suyos; en fin, la Consagración de la República al Sagrado Corazón ofreció el espectáculo singularísimo, único, de una nación, que habiéndose escapado de las garras de Satanás, se arroja al Corazón de su Dios para amarlo, glorificarlo y servirlo.
Era ya demasiado: el Jefe de Estado, bastante atrevido para tremolar el pendón de Jesucristo y pisotear el de Lucifer, fue condenado a muerte por el gran consejo de la orden.

García Moreno días antes de derramar su sangre por Cristo Rey
Desde aquel momento, todos los periódicos de la secta, lo mismo en Europa que en América, se unieron para deshonrar a la víctima y preparar al mundo a verla caer sin grande extrañeza. Bajo la pluma de los masones, García Moreno era un Calígula, un Nerón, un monstruo que horrorizaba a la humanidad; y el pueblo formado por él una turba de fanáticos exaltados hasta el salvajismo. Jamás se había visto rabia semejante contra un pobre país, escondido en las Cordilleras.
“El ultramontanismo, dice la Gaceta de Colonia, ejerce sobre esta miserable república un poder absoluto que recuerda los buenos tiempos del duque de Alba y de Torquemada. Su consejo, compuesto de altas dignidades de la Iglesia, empuña las riendas del gobierno. Las deliberaciones son secretas; sin embargo, por las indiscreciones que transpiran, se sabe de cierto que se trata de restablecer la inquisición en todo el país y de imponer una multa a cualquiera que no se incline delante de su prelado. De tal manera ha embrutecido el clero a estas poblaciones ignorantes, que las exigencias más monstruosas de su poder sin límites les parecen naturales. Este embrutecimiento de las masas se ha revelado por un hecho inaudito. Habiéndose dado sepultura a un joven inglés en un cementarlo protestante, el populacho quiso, como siempre, desenterrar el cadáver a fin de mutilarlo de una manera infame. Se puso guardia durante un mes para impedir esta sacrílega profanación, pero una noche en que los agentes se habían retirado, el pueblo de Quito rompió la cerca, abrió el sepulcro y se entregó a los más horribles ultrajes del cadáver, cuyos restos quedaron esparcidos por el cementerio.”
No hay como los profanadores de tumbas regias, para inventar infamias semejantes; pero, ¿no era menester transformar en caníbales al pueblo de García Moreno, a fin de demostrar que ahorcando al jefe de los Caribes, se prestaba un servicio a la civilización?
El Monde Maçonique, monitor de la secta en Francia, contaba con lágrimas en los ojos, que en otro tiempo había en Quito una logia bien organizada, y otra en Guayaquil, que se distinguía por su fervor extraordinario. “En 1860, añadía, después del triunfo de los conservadores, el jefe del partido, García Moreno, pidió su iniciación en la referida logia de Guayaquil. Pero el carácter altivo y violento de ese hombre no era ciertamente una cualidad masónica. Por otra parte, había proscrito a varios individuos de la logia y pretendía entrar en ella como amo. Se le impusieron condiciones, a las cuales respondió autorizando a los jesuitas a volver al país. En 1869 persiguió a gran número de ecuatorianos, y dio un decreto por el cual todo individuo denunciado como masón, sería llevado ante un Consejo de guerra.”
Siempre el mismo tema: convertir a sus más encarnizados enemigos, a Benedicto XIV, a Pío IX y García Moreno, en francmasones o postulantes, a fin de designarlos como traidores y verdugos a la venganza de los hermanos y amigos.
En América había una verdadera inundación de abominables folletos contra el Presidente del Ecuador, una provocación incesante al asesinato. Hemos citado ya las horrendas producciones de Moncayo y de Montalvo; pues bien, a estos refugiados se agregaban hasta los diplomáticos. Un secretario de la legación chilena en Lima, escribió un libelo execrable, cuyos párrafos todos terminan con un grito de muerte contra García Moreno.
La masonería había tramado las diferentes maquinaciones de que el Presidente estuvo en peligro de ser víctima, no menos que las criminales tentativas de Viteri, Maldonado y Cornejo.
El atentado de Cornejo en 1869 fue predicho a un joven sabio de Berlín, que se preparaba a dejar esta ciudad para trasladarse al Ecuador, con intención de desempeñar una cátedra en la universidad de Quito. Hallábase la víspera de su marcha en una visita de despedida, cuando uno de sus profesores, sabio matemático y masón de los grados superiores, le manifestó su gran sentimiento por verle partir para un país lejano y sujeto a trastornos periódicos; y añadió que lo sentía tanto mas, cuanto que no podía lisonjearse de servir a García Moreno, porque muy probablemente García Moreno no estaría ya en el poder a su arribo. El joven no dio importancia alguna a estas palabras; pero al desembarcar en Guayaquil, se enteró de la conspiración felizmente abortada.
El mes de Octubre de 1873 debía partir el Presidente para Guachala y permanecer allí algún tiempo; pero afortunadamente las deliberaciones del Congreso le detuvieron en la capital. Inmediatamente después de haber abandonado el proyecto de viajar, se supo que los asesinos, apostados en el camino, le habían estado aguardando hasta en las cercanías de la hacienda.
Preguntas indiscretas dirigidas a los indios que trabajaban en Guachala, acerca de las costumbres y de las salidas de García Moreno, despertaron las sospechas de aquellos fieles servidores. Uno de los tunantes se presentó a ellos disfrazado de indio de las selvas orientales, lo cual hizo presumir, después del atentado, que pudiera ser Rayo, el principal asesino, que había vivido en el Napo y conservaba todavía en su casa las armas y traje de los habitantes de aquel país. Como quiera que sea, enterados, sin duda, por los masones de Quito, de que el viaje no se verificaba ya, desaparecieron al punto de la comarca.
Pero los radicales contaban con tanta seguridad con la muerte del Presidente, que la anunciaron como un hecho consumado, primero en Popayán y luego en Bogotá, donde todos los periódicos dieron la noticia.
Con este motivo cada cual expresó su opinión acerca del Presidente del Ecuador. En un artículo necrológico de los más llenos de elogios, Don José Joaquín Borda, periodista de Colombia, recordó las grandes hazañas de García Moreno y sus victorias contra los revolucionarios.
“No habiendo podido vencerle, decía al terminar, lo han asesinado. ¡Quiera Dios que la desaparición de este gran hombre no traiga la ruina del Ecuador! Hay columnas maestras que no pueden caer sin que se derrumbe el edificio.”
Si García Moreno se entretuvo en leer los periódicos de aquel tiempo, pudo conocer en vida cuál sería el juicio que le reservaba la posteridad. Pero era esta, sin duda alguna, la menor de sus preocupaciones.
De vez en cuando, la secta propagaba rumores de atentados, para suscitar alguna buena inspiración en el alma de cualquier hermano celoso. El 26 de octubre de 1873 los periódicos del Perú, entre las noticias varias, registraban esta correspondencia de Guayaquil: “Una tragedia sangrienta acaba de esparcir el espanto en Quito, capital del Ecuador: el Presidente ha perecido, acribillado de heridas por su ayudante el coronel Salazar, auxiliado por una turba hostil a los jesuitas. Veinte y tres de estos, han sucumbido con el Presidente. El pueblo buscaba al Nuncio para matarlo igualmente; pero este ha tenido tiempo de huir a la montaña.”
Los periódicos añadían que se le perseguía con rabia y que ciertamente no se escaparía de las iras del pueblo.
Al aproximarse el día de la reelección, los rumores de un asesinato próximo tomaron tal cuerpo que muchas personas se creyeron obligadas a exponer sus temores a García Moreno, aconsejándole que adoptara ciertas medidas de prudencia. Pero nunca se pudo conseguir hacer penetrar en su alma un sentimiento de inquietud.
Centro Histórico de Quito
La Basílica del Voto Nacional: 0
Iglesia y Monasterio de la Concepción: 9
Palacio de Carondelet o Palacio de Gobierno: 14
Plaza Grande: 15
Pasaje Espejo: 16
La Catedral Metropolitana de Quito: 17
Monasterio Santa Catalina: 19
Iglesia de la Compañía de Jesús: 21
Plaza y Convento de Santo Domingo: 24
A un religioso encargado de trasmitirle sobre el particular una comunicación gravísima de cierta dama, le contestó: “Le agradezco su amistoso aviso, aunque nada de nuevo contenga. Bien sé que hay algunos que desean mi muerte; pero esos malos deseos, sugeridos por el odio, no son perjudiciales sino para los que los abrigan. Sírvase decirle a esa buena señora que no temo sino a Dios, y que perdono de corazón a los que así me aborrecen, a quienes por Él les haría beneficios, si los conociera y hallara ocasión de hacérselos.”
Don Ignacio le indicó a cierto agente de la secta, denunciado como encargado de atentar a su vida: “No sé, le respondió, cómo haces caso de cosas que he mirado siempre con el más alto desprecio. Loco me habrían vuelto, si hubiera dado asenso a noticias de esta clase, que antes me venían con frecuencia.”
En 1873 escribía a un amigo: “Dicen de Alemania que las logias de ese país han ordenado a las de América hacer todo lo posible para cambiar el gobierno del Ecuador. Puede ser que el gran Maestre XX haga algo en esta obra. Pero, si Dios nos protege y nos conserva su misericordia, yo no temo a nadie, aunque no seamos nada y que nuestro poder sea igual a cero, comparado con este coloso de pies de arcilla.”
Procuraba, sobre todo, no aparecer como que se pedía compasión para él a tan viles asesinos. Un día, el redactor del Nacional, Sr. Proano, que combatía brazo a brazo con los enemigos del Presidente, bajo el imperio de no sé qué presentimientos, consideró a esos Caínes como precipitándose contra el inocente Abel, y decía: “¿Qué haces, hermano mío? Ambos salimos de un mismo seno; si mis ofrendas agradaron al Señor más que las tuyas, ¿qué culpa tengo en ello? Si las tuyas mereciesen la preferencia en los divinos ojos, yo no te lo envidiaría… ¡No me mates! Pero Caín descargó el golpe mortal, y aunque Abel le perdonó moribundo, sin embargo, su sangre clamó al cielo venganza.”
“No escriba usted así, le dijo García Moreno; este no puede ser el lenguaje de un gobierno que practica el bien sin temor alguno. Si quieren lanzarse al crimen, que vengan y nos destruyan; no nos degollarán como a indefensas ovejas; palmo a palmo los disputaremos el terreno, combatiendo en nueva cruzada por la santa causa; Dios será nuestro impenetrable escudo, y, si sucumbimos, nada más apetecible y glorioso para un católico; nuestra recompensa será eterna.”
Con esa confianza, jamás desmentida, y su completo abandono en la divina Providencia, García Moreno continuó sus trabajos sin inquietarse por la tempestad que ya rodaba por encima de su cabeza.
Apenas reelegido, combinó nuevos planes, buscando los mejores medios de utilizar para el bien público aquella tercera presidencia. En una conversación íntima con el redactor del Nacional, su confidente y amigo, exponía en estos términos sus ideas sobre lo porvenir: “En 1851, cuando me decidí a tomar alguna parte en la política del país, consideré que la República, para su prosperidad y dicha, necesitaba de tres períodos de una administración justiciera y benéfica, cada uno de los cuales debía abrazar de cuatro a seis años. El primer período debía ser de reacción, el segundo de organización, el tercero de consolidación. Por esto, cuando llegué al poder, mi primer período tuvo, como debió tenerlo, un carácter de reacción contra los males que desgarraban la Patria; y como esos males eran inveterados, me impusieron el deber penoso de emplear la violencia hasta extirparlos. El segundo periodo, que va a terminar en breve, ha sido para mi gobierno período de organización, la cual, como era natural, no me ha demandado violencia; en prueba de ello, aun mis adversarios políticos reconocen hoy la moderación y templanza con que he regido el país. Si la divina Providencia no dispone otra cosa, el próximo periodo será de consolidación; y en él los pueblos habituados ya al orden y a la paz, gozarán de más amplias libertades, bajo un gobierno verdaderamente paternal y tranquilo. Asegurado así el porvenir de nuestra querida Patria, me retiraré a la vida privada, llevando en mi alma la satisfacción de haber salvado el país y colocado definitivamente en la senda de su progreso y engrandecimiento.”

Foto de la época de la Calle de las Siete Cruces (hoy García Moreno)
Mas ¡ay!, el Señor, cuyos secretos son impenetrables, lo había dispuesto de muy diferente manera, y esos sueños del gran jefe cristiano iban a desvanecerse con el estallido de un rayo.
Se supo muy presto, no ya por vagos rumores, sino por hechos concretos, que la francmasonería ejecutaría en breve la sentencia fulminada por las altas logias.
Un periódico español que se publicaba en Bruselas con el título de La Gaceta Internacional, había pedido y obtenido en 1873 correspondencias del Ecuador en respuesta a las acusaciones que cada día se lanzaban contra aquel gobierno; pero esta benevolencia fue luego reemplazada por las insinuaciones mas injuriosas. El director quería insertar artículos de interés general sobre la agricultura o instrucción pública; pero creía que las apreciaciones políticas de su corresponsal podrían disgustar a sus lectores, tanto más, cuanto que contrastaban singularmente con las de muchos periódicos americanos, y en particular con la Dictadura Perpetua de Juan Montalvo.
Sorprendido e indignado, el corresponsal, literato de primer orden y amigo íntimo de García Moreno, contestó que escribía sin duda para dar a conocer los progresos llevados a cabo en su país; pero también para glorificar al gobierno católico y conservador, a quien todos esos progresos se debían. Católico y conservador él mismo, español de raza y americano de nacimiento y afecciones, escribía para defender la verdad, y sino dejaba de escribir. Por lo demás, cuando un hombre declara que se atiene a las difamaciones de odiosos libelistas, sin prestar atención a las razones con que se les contesta, es inútil discutir con él.
El director de La Gaceta, reprodujo esta respuesta dictada por el honor y la conciencia, añadiendo, para disimular su empacho, algunas reflexiones sobre la atmósfera de intransigencia que reinaba en el Ecuador; en prueba de la cual sacaba a relucir la supuesta exhumación del protestante, y mencionaba un nuevo hecho: la destitución del cónsul del Ecuador en Bruselas. En efecto, García Moreno acababa de dejarlo cesante, por haber sabido a ciencia cierta que pertenecía a la masonería. La Gaceta terminaba la discusión por estas palabras proféticas: “Para concluir, daremos a nuestros contradictores un aviso y una noticia; se está tramando actualmente contra el Ecuador una revolución que el día que estalle, dejará en el país profundas huellas. No se olvide.”

La Calle Espejo en tiempos de García Moreno
Pasaba esto en el mes de Marzo de 1875, algunos meses antes del asesinato del Presidente, asesinato decretado por las logias para revolucionar el Ecuador. Muy probablemente el director de La Gaceta conocía el complot por las revelaciones de su íntimo amigo el ex-cónsul francmasón.
El injurioso lenguaje de La Gaceta y las amenazas, cuya gravedad no podía desconocerse, fueron puestos en conocimiento de García Moreno, el cual sin querer entrar en este orden de ideas, se contentó con decir: “Estas gentes trabajan por cuenta de quien les paga y no por la buena causa; de aquí nace el descrédito en que han caído los periódicos del liberalismo.”
Sin embargo, seguía urdiéndose en la sombra, la conjuración. Los masones de América, encargados de hacer desaparecer al gran enemigo de la secta, habían enviado representantes de Chile, del Perú, del Ecuador y de Colombia, a Lima, la ciudad masónica por excelencia, para designar los sicarios y proporcionarles medios de cumplir su criminal propósito. Poco tiempo después notaron, no sin inquietud, los habitantes de Quito, que varios jóvenes exaltados se reunían por la noche en casa del ministro del Perú. Les llegaban por extraños conductos cartas misteriosas, y todos ellos más o menos enemigos del Presidente, pronunciaban discursos en honor de la libertad. Se distinguía al frente de este grupo el abogado Polanco, joven de buena familia, arruinado por sus malos negocios, y sobre todo, por su mala conducta. Habiendo entrado en un convento con la esperanza de que la comunidad pagaría sus deudas, afectó por de pronto grandes aires de virtud, que no le impidieron luego merecer ser expulsado. Acosó de nuevo al Presidente, de quien antes había sido apasionado servidor; pero no habiendo podido conseguir los favores que de él solicitaba, le juró odio implacable.
Tras él venía Moncayo, personaje de baja ralea, pero altivo y orgulloso. Sostenido por la bolsa de García Moreno, había pasado también muchos años en una comunidad religiosa, antes de probar fortuna en el mundo, y contaba también con su antiguo protector; pero este, con muy pocas simpatías por los desenfrailados, se hizo el sordo a sus pretensiones. Arrebatado por el resentimiento, Moncayo juró vengarse.
Figuraban además en este grupo, Campuzano, ligado hacía tiempo a los conspiradores; Roberto Andrade y Manuel Cornejo, pervertidos entrambos por los abominables escritos de Montalvo.
Andrade, hijo de un aldeano de Ibarra y pobre estudiante de leyes, se creía un nuevo Bruto. En una hoja de su cartera había dibujado a García Moreno asesinado, y al Padre Terenciani, degollado. Según este esclavo de los francmasones, García Moreno debía perecer por haber practicado la tiranía, y el Padre Terenciani por enseñarla en su cátedra de legislación.
Reclutador de asesinos, arrastró a Cornejo a la conjuración, asegurándole que un jefe de ejército, el comandante Sánchez, secundaría a los conspiradores con las fuerzas de que disponía. Cornejo, joven honrado hasta la sazón, y lleno de entusiasmo en otro tiempo por García Moreno, a quien formó con otros mozos de su edad una escolta de honor, olvidó su familia y sus principios, pervertido al presente por las malas compañías.
Y por último, el desdichado Rayo, que también como los otros había pasado por las alternativas de querer y detestar al Presidente. De familia pobre, había abandonado Nueva Granada, su patria, por servir como mercenario en las tropas del Ecuador. Era uno de esos extraños hipócritas, a quienes hoy se ve en la iglesia, orando al parecer con la piedad de un ángel, y al día siguiente blandiendo un puñal. Después de haberle confiado importantes encargos en el Napo, García Moreno lo había destituido vergonzosamente por sus malversaciones. Habiéndose dedicado al oficio de guarnicionero para ganar su vida, en lugar de acusarse a sí propio por su caída, sólo pensó en vengarse del Presidente.
Tales eran los instrumentos escogidos por la secta para ejecutar su horrible designio.
Los conciliábulos nocturnos de estos jóvenes parecieron muy sospechosos al pueblo y al mismo García Moreno; pero la súbita llegada de otro personaje, originario de Guatemala, y venido del Perú, pareció más extraña todavía. Este hombre, llamado Cortés, se introdujo en Quito con apariencias de pobreza; tomó luego otro semblante, y causó general asombro verle frecuentar asiduamente los salones del ministro peruano. Unido con lazos de amistad a los habituales concurrentes a la embajada, pasaba su tiempo en entonar himnos a la libertad y en declamar contra los déspotas. Un día llevó tan allá sus violencias e insolentes propósitos, que García Moreno le intimó la orden de abandonar inmediatamente el territorio de la República.
Se sospechó, no sin fundamento, que este enviado del Perú, tenía el encargo de repartir los papeles a los principales actores del drama. No por eso dejaron estos de continuar sus secretas correspondencias con los de Lima.
Para preservarlas de las pesquisas de la policía, habían recurrido a los más audaces subterfugios. El ayudante de García Moreno le presentó un día ciertas cartas depositadas en su bufete para recibir la estampilla del gobierno. Sospechando un fraude, el Presidente rompe el sobre y encuentra la dirección y señas de Urbina. Era una comunicación de los revolucionarios a su jefe del Perú.
Monseñor Vanutelli, Delegado Apostólico, se encontraba en Guayaquil por el mes de julio de 1875, dispuesto a embarcarse para Europa. Habiendo abierto un paquete de cartas expedidas de Lima a su nombre, leyó bajo un segundo sobre el nombre del abogado Polanco, a quien no conocía, y al cual, por conducto de un jesuita, envió las cartas que probablemente contenían las postreras instrucciones de las logias.
No podía ya desconocerse la proximidad del peligro, y se aconsejaba al Presidente que se pusiese en guardia contra los asesinos. Un prelado amigo suyo, hallándose de paso en Quito, le dijo en visita particular:
— “Es público y notorio que la secta ha condenado a usted., y que los sicarios aguzan sus puñales; tome usted, pues, algunas precauciones para salvar la vida.”
— “¿Y qué precauciones quiere usted que tome?”
— “Rodéese usted de una buena escolta.”
— “¿Y quién me librará de esa escolta, a la que se podrá corromper? Yo prefiero confiarme a la guarda de Dios.” Y añadió estas palabras del salmista: Nisi Dominus custodierit civitatem, frustra vigilat qui custodit eam.
En tan lúgubres circunstancias es cuando escribió su última carta al Sumo Pontífice; en la cual cada línea respira la piedad de un santo y el valor de un mártir:
Quito Julio 17 de 1875
Santísimo Padre:
Hace algún tiempo que he deseado vivamente volver a escribir a Vuestra Santidad; pero me ha impedido el hacerlo el temor de quitarle su tiempo, demasiado precioso y necesario para el gobierno del Orbe católico. Sin embargo, hoy tengo que sobreponerme a este temor para implorar Vuestra apostólica bendición, por haber sido reelecto, sin merecerlo ni solicitarlo, para gobernar esta República católica por seis años más. Aunque el nuevo período no principia sino el 30 de Agosto, y no podré, hasta que preste en ese día el juramento constitucional, dar aviso oficial a Vuestra Santidad de mi reelección, me anticipo hoy a comunicárselo a Vuestra Santidad para obtener del cielo las fuerzas y luces que necesito más que ninguno para ser fiel a nuestro Redentor y leal y obediente a su Vicario infalible. Ahora que las logias de los países vecinos, instigadas por las de Alemania, vomitan contra mí toda especie de injurias atroces y de calumnias horribles, procurando sigilosamente los medios de asesinarme, necesito más que nunca de la protección Divina para vivir y morir en defensa de nuestra religión santa, y de esta pequeña República que Dios ha querido que siga yo gobernando. ¡Qué fortuna para mí, Santísimo Padre, la de ser aborrecido y calumniado por causa de Nuestro Divino Redentor; y qué felicidad tan inmensa sería para mí, si vuestra bendición me alcanzara del cielo el derramar mi sangre por el que, siendo Dios, quiso derramar la suya en la Cruz por nosotros!
Aprovecho de esta ocasión para pedir a Vuestra Santidad dos gracias importantes: la primera consiste en que Vuestra Santidad se digne ordenar al Eminentísimo Cardenal Franchi, protector de la Congregación de las Hermanas de San José de la Aparición, cuya superiora general Sor Emilia Julien reside en Marsella, autorice la venida a Quito y a costa del gobierno del Ecuador, de diez de dichas Hermanas, a fin de que se encarguen del cuidado y dirección del Hospicio de pobres y del Hospital de elefanciacos de esta capital. La segunda se reduce a obtener de Vuestra bondad paternal que las reliquias del Beato Pedro Claver, hoy abandonadas, por no decir despreciadas, en Cartagena de Colombia, sean conducidas al Colegio de Jesuitas de Quito, siendo de cuenta del gobierno del Ecuador los gastos de la traslación que de ellas se hagan con la pompa y veneración debidas. Vuestra Santidad beatificó a este ilustre Apóstol de la caridad católica; y creo no consentirá en que sus venerandas reliquias continúen en un lugar donde nadie manifiesta aprecio ni respeto por ellas. El Ecuador, débil y pobre como es, no busca ni desea otra protección que la de Dios; y por eso quiere tener un nuevo abogado en el cielo.
No puedo menos de manifestar a Vuestra Santidad el pesar que nos ha causado la partida de vuestro digno y virtuosísimo delegado el Ilustrísimo Señor Arzobispo D. Serafín Vanutelli; pero nos consolamos con la esperanza de que Vuestra Santidad se dignará enviarnos a otro que sea capaz de reemplazarlo.
Postrándome a los pies de Vuestra Santidad, imploro nuevamente vuestra apostólica bendición para esta república católica, para mi familia y para vuestro muy humilde, obediente y amante hijo.
Jamás cristiano alguno de los primeros siglos, a vueltas con los verdugos, expresó más hermosos sentimientos que los de García Moreno en los primeros párrafos de esta carta.
Lleno el corazón de tan fortificantes pensamientos, se puso a redactar tranquilamente el Mensaje que debía leer a la apertura del Congreso el diez de Agosto. A cada instante le llegaban los más solemnes y graves avisos que le distraían de este trabajo; pero enseguida tornaba a él con la mayor calma.
El 26 de julio, fiesta de Santa Ana, y día de su esposa, entre las cartas de felicitación dirigidas a esta, hubo una en que se le recomendaba que velase mucho por su marido, pues próximamente los sicarios llevarían a cabo sus amenazas.
Con este motivo, muchos amigos suyos le repitieron que, si no tomaba más precauciones, el día menos pensado caería bajo el hierro de un asesino. “Y bien, les contestó sonriendo alegremente, ¿qué anhela un peregrino sino llegar cuanto antes al término de la jornada? ¿Por qué suspira un navegante sino por saludar presto las riberas de la patria? No me guardaré, no; en manos de Dios tengo puesta mi suerte. Él me sacará del mundo cómo y cuándo le plazca.”
El 2 de agosto un religioso le escribió de Latacunga que la conspiración urdida contra él por los francmasones, estallaría dentro de breves días y que había oído pronunciar el nombre de un tal Rayo entre los conjurados. “¡Rayo, exclamó García Moreno, es una infame calumnia! Le he visto comulgar hace pocos días; un buen cristiano no es un asesino.”
Este hombre había sabido ocultar su resentimiento, y el Presidente desconfiaba tan poco de él, que proponiéndose montar a caballo con su hijo, el 18 de Agosto, fiesta de la independencia, había encargado a Rayo que hiciese una silla para el niño Gabriel.
El 4 de agosto escribió su postrera carta a su amigo Juan Aguirre, que desde el colegio era su íntimo camarada. Pocos meses antes, al partir para Europa, Aguirre había ido a despedirse; después de una larga visita en que se mostró muy expansivo, García Moreno acompañó a su amigo hasta la puerta y le dijo estrechándolo contra su corazón: “Ya no nos volveremos a ver; lo presiento; ¡este es nuestro postrer adiós!” Y volviendo el rostro para enjugar sus lágrimas, le dijo otra vez: “¡Adiós! Ya no nos volveremos a ver.”
El 4 de agosto, después de haberle recordado estos presentimientos, añadía: “Voy a ser asesinado. Soy dichoso de morir por la Santa Fe. Nos veremos en el cielo.”
El 5 de agosto se hablaba en el Consejo de Estado del complot, que era objeto de todas las conversaciones. Don Vicente Piedrahita le había escrito desde Lima que en aquella ciudad se consideraba como cosa corriente que iba a ser asesinado. El jefe de policía seguía en Quito la pista de los principales conjurados y de sus cómplices, y como ninguna medida se tomaba para desbaratar sus planes, los consejeros le exhortaron nuevamente a precaverse contra el peligro; pero él sostuvo que era imposible evitar el puñal del asesino, siempre en acecho, y dispuesto a clavarlo, en el punto y hora que menos se esperase.
“Los enemigos de Dios y de la Iglesia, añadió, podrán matarme; pero ¡Dios no muere!”
Hacia la tarde, queriendo terminar su mensaje al Congreso, había dado orden a su ayudante de no recibir absolutamente a nadie; pero un sacerdote se presenta y pide ver al Presidente. Rechazado por el oficial, insiste el clérigo, porque lo que tiene que decir no puede diferirse al día de mañana. Introducido, al fin, a presencia de García moreno, le habló en estos términos: “Se le ha prevenido a usted que la masonería ha decretado su muerte; pero no se le ha dicho cuándo ha de ser ejecutado el decreto. Vengo a decirle que sus días están contados, y que los conjurados han resuelto asesinarle en el más breve plazo posible; mañana tal vez, si encuentran ocasión; en consecuencia, tome usted sus medidas.
“He recibido muchas advertencias semejantes, respondió el Presidente, y después de reflexionarlo maduramente, he visto que la única medida que tengo que tomar es la de estar pronto a comparecer ante el tribunal de Dios.” Y continuó su trabajo, como si le hubieren anunciado una noticia sin importancia alguna. Se notó, sin embargo, que pasó en oración gran parte de la noche.
Al día siguiente, 6 de agosto, día de la Transfiguración del Señor, a cosa de las seis de la mañana, se dirigió, como de costumbre, a la iglesia de Santo Domingo para oír Misa. Era el Primer Viernes del mes, especialmente dedicado al Sagrado Corazón.

Iglesia de los Padres Dominicos
Como otros muchos fieles, el Presidente se acercó a la Sagrada Mesa, y recibió la Eucaristía, sin duda como Viático para su último viaje; porque, después de tantas advertencias recibidas de todas partes, no podía desconocer que se hallaba en peligro de muerte. Por eso, sin duda, prolongó su acción de gracias hasta cerca de las ocho.
Los conjurados, entre los cuales reconoceremos luego a los tertulianos de la embajada peruana, le estaban espiando desde el amanecer. Lo habían seguido de lejos hasta la Plaza de Santo Domingo, donde se instalaron durante la Misa, unas veces en pequeños grupos, y otras reuniéndose los unos y les otros para comunicarse sus observaciones. Se conjeturó que trataban de darle el asalto al salir de la iglesia; pero que un obstáculo imprevisto, acaso el demasiado concurso de fieles, les impidió efectuar su propósito.
El Presidente volvió tranquilamente a su casa, pasó algún tiempo en medio de la familia, y luego se retiró a su gabinete, para dar la última mano al Mensaje que aquel mismo día pensaba comunicar a sus ministros.
Hacia la una, provisto del precioso manuscrito que debía ser su testamento, salió con su ayudante para el palacio, y en el camino se detuvo en casa de los parientes de su mujer, cuya morada estaba contigua a la Plaza Grande. Don Ignacio de Alcázar, que lo quería mucho, le dijo con tristeza: — “No debías salir; porque no puedes ignorar que tus enemigos te están siguiendo los pasos.” — “Suceda lo que Dios quiera, contestó; yo me pongo en sus manos con todo y para todo.”
Como el calor era extremado, tomó allí una bebida que le hizo transpirar súbitamente, sintió escalofríos y se vio obligado a abotonarse el gabán, circunstancia insignificante, pero que importa consignar. Algunos instantes después se le vio dirigirse al Palacio del gobierno, seguido siempre de su ayudante Pallarés.
En aquel momento los conjurados estaban reunidos en un café que daba a la Plaza Grande, desde donde observaban todos los pasos de su víctima. Desde que lo percibieron, salieron unos tras otros y se ocultaron detrás de las columnas del peristilo, cada uno en el puesto que les había designado el jefe Polanco, que se colocó al otro lado de la Plaza para descartar todos los obstáculos, y estar apercibido a cualquier acontecimiento.
Hubo entonces un momento de terrible angustia para los asesinos. Antes de entrar en el Palacio, el Presidente quiso adorar el Santísimo Sacramento que estaba expuesto en la Catedral. Ésta y el Palacio forman uno de los ángulos de la Plaza Grande.
Largo tiempo estuvo arrodillado en las baldosas del templo, absorto en el más profundo recogimiento. Como al acercarse las tinieblas los objetos creados desaparecen y la naturaleza se reposa en profunda calma, Dios, en aquel momento supremo, apartando del alma de su siervo toda memoria de los seres creados, le atrajo dulcemente al reposo de la unión celestial.
Rayo, uno de los conjurados, impaciente por el retardo, que podía ser peligroso, hizo decir al Presidente por uno de sus cómplices que se le esperaba para un negocio urgente. García Moreno se levantó al momento, salió de la Catedral y subió las escaleras del peristilo.
Ya había dado siete u ocho pasos hacia la puerta del Palacio cuando Rayo, que le seguía, sacando de debajo de la capa un machete, se lo hundió por la espalda.
“¡Vil asesino!”, exclamó el Presidente, volviéndose y haciendo inútiles esfuerzos para tomar un revólver del gabán abotonado; pero ya Rayo le había hecho una ancha herida en la cabeza, mientras que los demás conjurados descargaban sus revólveres contra él.
En aquel punto, un joven, que por casualidad se encontraba en la plataforma, quiso detener el brazo de Rayo; pero herido también y falto de fuerzas, lo tuvo que soltar.
Acribillado de balas, ensangrentada la cabeza, el heroico Presidente se dirigía, sin embargo, sin dejar de buscar su arma, hacia el punto de donde partían las balas; Rayo, con un segundo golpe de su machete, le atravesó el brazo izquierdo y le cortó la mano derecha, hasta separársela casi enteramente.
Una segunda descarga hizo vacilar a la víctima, que se apoyó contra la balaustrada y cayó en la Plaza, de una altura de cuatro a cinco metros. Tendido en el suelo, el cuerpo todo cubierto de sangre y la cabeza apoyada en el brazo, yacía moribundo sin movimiento, cuando Rayo, más feroz que un tigre, bajó las escaleras del peristilo y se precipitó sobre él para acabarlo. — “¡Muere, verdugo de la libertad!”, exclamó surcándole la cabeza con su cuchillo…
Y el héroe cristiano murmuró por última vez: ¡Dios no muere!
Esto no obstante, el ruido de los tiros hizo asomar a los curiosos a las ventanas, al mismo tiempo que el pánico se difundía en todos los corazones. Empleados y sirvientes alzaban barricadas en el Palacio, creyendo que una banda de asesinos subía para degollarlos. El ayudante Pallarés corrió al cuartel a buscar refuerzo, mientras que Polanco, Cornejo, Andrade y los demás asesinos huían a todo correr gritando: “¡El tirano ha muerto!”
Las mujeres se precipitaban fuera de las tiendas de debajo del peristilo y lanzaban gritos de dolor en torno del Presidente, tendido en tierra y bañado en su sangre.
Se llenó la Plaza de personas despavoridas, de soldados en busca de los asesinos, de sacerdotes que llegaron a toda prisa de la Catedral para dar al herido, si todavía respiraba, los últimos auxilios de la religión.
No pudo responder a los que le hablaban, ni hacer el menor movimiento; pero su mirada demostraba un resto de vida y de inteligencia.
Se le trasportó a la Catedral, a los pies de la Virgen de los Dolores, y de allí al cuarto del presbítero sacristán, para vendar sus llagas abiertas; cuidados inútiles, porque en sus labios descoloridos y lívidos se veía que estaba a punto de espirar.

Altar de Nuestra Señora de los Dolores
Un sacerdote le preguntó si perdonaba a sus asesinos, y su mirada espirante respondió que perdonaba a todos. Entonces descendió sobre él el perdón de Dios, por la gracia de la Absolución sacramental; se le administró la Extremaunción en medio de las lágrimas y sollozos de los circunstantes, y espiró un cuarto de hora después de la espantosa tragedia del Palacio.
Durante este cuarto de hora de agonía, una escena no menos sangrienta llenaba de espanto a la multitud aglomerada en la Plaza Grande. Después del asesinato, los conjurados desaparecieron uno tras otro, excepto Rayo, herido en la pierna por una bala destinada al Presidente. Se iba alejando, con mucho trabajo, esperando todavía que estallara una revolución radical, cuando se vio rodeado de un pueblo furioso y de soldados que le amenazaban con hacerle pedazos.
A su arrogancia, sucedió entonces la turbación y el pavor. A las maldiciones de la muchedumbre, y a los soldados que le echaron mano para llevarlo al cuartel, contestaba con palabras incoherentes: “Yo no soy… yo no he hecho nada… ¿Qué me queréis?… ¡Nada… nada!…”
A pesar de sus súplicas, las turbas lo empujaban de la Plaza a la calle del cuartel, cuando de repente, un soldado ciego de cólera, gritó al pueblo: “¿Cómo podemos sufrir a tan cobarde asesino? ¡Apartaos de él!” La multitud obedeció, y el soldado descargó su fusil sobre el malvado que, herido en la cabeza, quedó muerto. Su cadáver pisoteado, fue arrastrado hasta el cementerio, donde más tarde su viuda le dio sepultura.
Talones contra el banco del Perú, encontrados en los bolsillos del asesino, probaron a todos que la venerable y virtuosa masonería, a semejanza de la sinagoga de los judíos, no prescinde de los treinta dineros para los Judas a quienes emplea.
En la noche de aquel infando día, el decano de la Facultad de Medicina, Guayrand, reconoció oficialmente el cadáver del Presidente, haciendo su autopsia. El mártir había recibido cinco o seis tiros y catorce puñaladas, una de las cuales le había penetrado hasta el cráneo. Se contaron siete u ocho heridas mortales.

Sombrero que portaba en el momento del martirio
En el pecho del Presidente se encontró una reliquia de la verdadera Cruz, el Escapulario de la Pasión y el del Sagrado Corazón de Jesús; pendía de su cuello un Rosario, del cual colgaba una medalla representando de un lado al Papa Pío IX y del otro al Concilio Vaticano. La efigie de Pío IX estaba tinta en sangre de García Moreno, como para marcar por este dulce simbolismo que el amor de la Iglesia y del Pontificado habían causado la muerte del glorioso mártir.
Igualmente se le encontró en el bolsillo una agenda toda llena de sus apuntes diarios. En la última página, aquel mismo día, había escrito con lápiz tres líneas que bastan para pintar el alma de un santo:
¡Señor mío Jesucristo, dadme amor y humildad, y hacedme conocer lo que hoy debo hacer en vuestro servicio!
En respuesta a tan generosa súplica, Dios reclamó la sangre del héroe cristiano, y ciertamente que este la vertió de todo corazón, como un mes antes escribía a Pío IX: “Por aquel que, siendo Dios, quiso derramar la suya por nosotros en la Cruz.”
Si se pregunta ahora: ¿por qué deja Dios que los criminales derramen la sangre de uno de esos hombres expresamente nacidos, al parecer, para la regeneración de su país y el triunfo de la Iglesia?, es preciso responder: Dios se goza, sobre todo, en glorificar a los que siempre han confesado la verdad.
Ahora bien, la suprema gloria es sellar con su sangre esa verdad, que se ha defendido con la palabra y con las acciones. El Señor dio esta gloria a su Hijo, se la dio a los mártires, se la dio a García Moreno.
En cuanto al mundo, si Dios le priva de sus libertadores, es porque muchas veces el mundo no se muestra digno de ellos. ¡Cuántos cristianos han rechazado a García Moreno, vituperado sus principios y armado trabas contra su obra en nombre del liberalismo! ¿No es justo que Dios, para castigarlos, los entregue a la tiranía liberal?
Pero el pueblo, tan apasionado de García Moreno, ¿merecía por ventura este castigo? No sin duda. Tranquilícese el pueblo: lo mismo que la sangre de los mártires fue semilla de cristianos, la sangre de García Moreno producirá, no sólo en el Ecuador, sino en las demás naciones, defensores del pueblo y de la Iglesia.
El hombre muere; pero Dios no muere.
Palabras con que Nuestra Señora del Buen Suceso, en su Aparición del 16 de enero de 1599 a la Madre Mariana de Jesús Torres y Berriochoa, profetizó a García Moreno:
En el siglo XIX vivirá un presidente verdaderamente cristiano, varón de carácter, a quien Dios Nuestro Señor dará la palma del martirio en la plaza donde está éste mi Convento.
Él consagrará la República al Divino Corazón de mi Hijo Santísimo. Esta Consagración sostendrá la Religión Católica en los años posteriores, los que serán aciagos para la Iglesia.
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¿Cuáles son las condiciones que la Iglesia exige para dar el título de mártir a un héroe cristiano?
Las condiciones canónicas son tres: 1) la muerte real y voluntariamente aceptada de la víctima, a menos que Dios la impida milagrosamente; 2) que la muerte se le haya causado injustamente; 3) que la causa de sacrificar a la víctima sea el odio a Dios, a la Iglesia, a la Religión, a alguna virtud cristiana, o a los derechos y prerrogativas de la Iglesia.
¿Se verificaron estas condiciones en la muerte de García Moreno?
Muy bien sabía que trataban de victimarlo, y estaba preparado para el sacrificio: «Pueden matarme los enemigos de Dios y de la Iglesia, pero Dios no muere. Voy a ser asesinado, soy dichoso de morir por la santa fe».
¿Por qué le asesinaron?
Porque en él veían al modelo de un gobernante católico.
¿Cómo juzgaron Pío IX y León XIII la muerte de García Moreno?
Pío IX dijo: «García Moreno ha caído bajo el hierro del asesino, víctima de su fe y de su caridad cristiana», y León XIII: «Cayó bajo el hierro de los impíos por la Iglesia».
¿Quiere decir esto que García Moreno no haya tenido falta o defecto alguno?
De ningún modo, pues aun los grandes santos tienen sus faltas, y por eso hacen penitencia.
Los mártires ¿cómo lavan sus pecados?
Derramando su sangre por amor a Dios; tanto que, perfectamente purificados, inmediatamente suben al paraíso.
¿Quiénes odian todavía a García Moreno?
Los francmasones, los socialistas y los enemigos de la Iglesia y de la Patria; también algunos católicos mal influenciados, imbuidos de prejuicios, que no conocen al Héroe.
¿Hay quienes le reverencien y amen muchísimo?
Todo el pueblo católico y lo mejor del Ecuador; y asimismo todos los buenos de fuera del Ecuador, con raras excepciones.
¿Puede uno implorar el favor divino y pedir milagros por intermedio de García Moreno, haciendo uso devotamente de su estampa o sus reliquias?
Sí, pero sólo en privado; y en caso de obtenerlos, conviene que se informe detalladamente a la Autoridad Eclesiástica para los fines consiguientes. Así suele Dios glorificar a sus siervos.
Padre Ricardo Vásquez, S.J.
¡Oh Corazón Santísimo de Jesús! Acordaos de la consagración que os hizo de su Republica el Presidente Gabriel García Moreno, de la entronización de vuestra sagrada imagen en su Casa Presidencial, y de su sangre derramada para sellar su adhesión inquebrantable a Vos y a vuestro Vicario el Papa, y concedednos la glorificación canónica de tan ejemplar gobernante; que surjan hombres poderosos en obras y palabras, para la causa de la Religión y de la Patria; y en fin, la gracia particular que os pedimos, de acuerdo con vuestro beneplácito. Amen.
Pídase la gracia particular, y termínese con un Gloria Patri.
La precedente oración ha sido aprobada no solamente por los obispos del Ecuador sino además por el obispo de Pasto en Colombia, por el de Santiago en Chile, por el de Sao Paulo en el Brasil, por uno de la Argentina, por gestión del Padre Herve Le Lay, y por un obispo de Escocia, por gestión de míster Hamish Fraser.
Continuará
















