Reverendo Padre Augustin Berthe
GARCÍA MORENO
Tomo Segundo
CAPITULO XI
EL OBISPO DE LO EXTERIOR
A pesar de los grandes actos de virtud de que se compone la vida de García Moreno, su alma cristiana no se hubiera tal vez revelado en todo su esplendor sin el doloroso acontecimiento que dejó estupefacto al mundo católico durante su segunda presidencia; quiero decir, la invasión de Roma por las tropas del rey Víctor Manuel de Saboya.
Como la intervención de nuestro héroe en esta cuestión del poder temporal ha contribuido más que ninguno de sus hechos a ponerlo de relieve a los ojos de Europa, y entregarlo a las iras de la masonería cosmopolita, conviene contar minuciosamente este glorioso episodio de su historia.
Hacía un siglo que las sociedades secretas trabajaban sin descanso por destruir la potestad temporal de los Papas. Inspiradas por su maestro Satanás, comprendieron que una Iglesia despojada de toda propiedad, tenía que ser esclava o mártir.
De ahí la confiscación de los bienes eclesiásticos, y sobre todo la guerra al señorío temporal que asegura al Sumo Pontífice independencia y libertad.
La revolución de 1789 destrona a Pío VI; la revolución a caballo de 1804 aprisiona a Pío VII; el carbonarismo intenta muchas veces derribar a Gregorio XVI, y logra expulsar a Pío IX.
Pero, en fin, a cada nuevo triunfo de las bandas revolucionarias, aparecía un rey, o un congreso de reyes, para levantar el trono pontificio. Queriendo concluir con esto, la masonería alistó entre los cómplices de sus latrocinios a los jefes del Estado. Dos de ellos, Víctor Manuel, rey del Piamonte, y Napoleón III, emperador de los franceses, entraron en el complot.
Desde entonces comenzó esa larga serie de traiciones, ese prolongado beso de Judas, que condujo al crimen de 1870.
Para dar algún color a la infame alevosía que meditaban, los conjurados imaginaron hacer al Papa responsable de ella a los ojos del mundo. El rey del Piamonte habló de reformas necesarias en Roma; Napoleón en un documento celebre (Carta a Edgardo Ney), precisó los abusos existentes y reclamó de Pío IX, que todavía se hallaba en Gaeta, “una amnistía general para los insurgentes, la secularización de la administración, la adopción del Código Napoleón y el establecimiento de un gobierno liberal.” Él sabía muy bien a qué atenerse respecto de los gobiernos liberales; pues ya preparaba entonces el golpe de estado del 2 de diciembre y el imperio; pero representaba su papel, fomentando nuevos motines contra aquel gobierno pontificio que él, no de muy buen grado, acababa de restaurar. Algunos años más tarde, al día siguiente de la guerra de Crimea, Francia, el Piamonte e Inglaterra, reunidas en el congreso de París, olvidaban la cuestión de oriente para renovar la de los abusos del gobierno pontificio, el más dulce, paternal y económico de Europa, a la sazón en que aquella misma Francia, con ayuda de Inglaterra y del Piamonte, “acababa de gastar dos mil millones, sesenta y ocho oficiales superiores, trescientos cincuenta jóvenes flor y nata de las primeras familias, y doscientos mil franceses para sostener al gran Turco, el hombre, o más bien, el viviente que, rodeado de sus ochocientas mujeres legítimas, sus treinta y seis sultanas, y sus setecientas cincuenta concubinas, se engulle en gamella de oro doscientos cincuenta millones que salen del sudor de los cristianos” (Palabras de Monseñor Pie, en una entrevista con el emperador Napoleón.
Para atreverse a denunciar los abusos de la Roma pontificia, al volver de un combate sostenido para perpetuar y consolidar en Europa la cloaca musulmana, se necesita tener frente de bronce, o más bien, de francmasón.
Suficientemente preparada la opinión, los dos cómplices entraron en campaña. La guerra de Italia presentó a Víctor Manuel la ocasión de echar mano a las Romanias, en cambio de la Saboya y del condado de Niza, que en el reparto tocaron a su compadre.
Poco después, con pretexto de detener a Garibaldi, su precursor con patente autorizada, el rey del Piamonte invadió con cincuenta mil hombres las Marcas y la Umbría, para asesinar en Castelfidardo al pequeño ejército pontificio mandado por Christophe de Lamoricière.
El ejército francés presenció el degüello arma al brazo, se retiró ante las tropas piamontesas que se apoderaron de la campiña romana, y finalmente, por orden de Napoleón abandonó a Roma al excomulgado. Por la brecha de la Porta Pia entró este en la antigua ciudad de los Papas, y se instaló cínicamente en el palacio del Quirinal, con aplauso de la revolución.
Queda uno estupefacto al contemplar violación tan monstruosa del derecho de gentes; pero todavía más, ante la vergonzosa actitud de las potencias europeas que la sostuvieron, o que la toleraron cuando menos. Durante los diez años que Víctor Manuel y su comparsa Garibaldi, consagraron a la anexión sucesiva de las provincias pontificias, los soberanos promulgaron el nuevo principio de no intervención, en virtud del cual, el poderoso tiene el derecho de engullirse al débil, sin que a nadie le sea permitido interponerse entre ambos. Por lo demás, antes de que llegase a Roma el rey del Piamonte, ya los gobiernos de Europa lo habían reconocido como rey de Italia. Mientras sus cañones batían en brecha las murallas de la ciudad eterna.
Pío IX, dirigiéndose a los miembros del cuerpo diplomático, reunidos en el Vaticano, les dijo con tristeza: “Señores, yo quisiera poder deciros que cuento con vosotros, y que alguno de entre vosotros tendrá, como en otras épocas, el honor de sacar a la Iglesia de sus tribulaciones; los tiempos han cambiado; el pobre anciano Papa no cuenta con nadie en este mundo; pero la Iglesia es inmortal; no lo olvidéis, señores.”
Los diplomáticos que conocían a sus gobiernos, permanecieron mudos. El valiente Pontífice, sin embargo, desde el fondo de su prisión denunció a todos los potentados y a todo el pueblo católico el execrable crimen de que era víctima.
En su Encíclica del 1° de noviembre, refirió cómo Víctor Manuel había tenido la osadía de proponerle la cesión voluntaria de los Estados de la Iglesia. “Naboth, decía con uno de sus predecesores, defendió su viña a costa de su sangre; y Nos ¿abandonaríamos los derechos y posesiones de la Iglesia que hemos jurado mantener intactos? ¿Sacrificaríamos la libertad de la Iglesia apostólica, íntimamente ligada a la libertad de la Iglesia universal?” Y añadía que, “en desprecio de sus protestas, el rey del Piamonte había invadido el pedazo de territorio que le quedaba todavía, dispersado el ejército pontificio y entrado en la ciudad eterna, después de haber derribado sus murallas a cañonazos”.
El Vicario de Jesucristo, en virtud de su autoridad omnipotente, excomulgaba de nuevo a los autores y fautores del abominable atentado cometido contra la Iglesia de Dios. Al mismo tiempo, el cardenal Antonelli, en circular dirigida a los representantes de la Santa Sede en el extranjero, protestaba en nombre de los derechos políticos contra la ocupación de Roma, demostrando la flagrante injusticia de que se había hecho culpable el rey del Piamonte, y la servidumbre en que quedaba el Padre Santo a merced en adelante de los invasores. Sin embargo, advertía a todos los jefes de Estado “que a pesar de las violencias del gobierno italiano y de sus esfuerzos por recabar de los gabinetes europeos la aprobación de la invasión de los Estados Pontificios, cosa que parecía imposible, el Padre Santo, fiel a sus juramentos y a su conciencia, revindicaría sus derechos por cuantos medios estuviesen a su alcance y arrostraría la prisión y la muerte, antes que hacer traición a su deber.”
Imposible parecía tamaña cobardía; pero los príncipes la realizaron. Los unos, cómplices de la revolución, los otros amedrentados por ella, permanecieron mudos ante el hecho consumado; y los verdugos del Papa, iban, al fin, a congratularse de haber matado el derecho sin suscitar otras protestas que las impotentes lágrimas de los católicos, cuando, por la gracia de Dios, de la cima de los Andes, resonó como el trueno una voz poderosa, la voz del presidente del Ecuador, y vino a recordar a nuestros reyes de Europa que ellos podían pisotear al justo; pero que la justicia no muere jamás.
García Moreno había seguido escena por escena, la pasión de Pío IX; había aplaudido las conmovedoras y firmes protestas del cordero que luchaba contra los lobos; la cruzada de los zuavos pontificios contra los nuevos sarracenos le había transportado de admiración. ¡Cuántas veces tuvo ocasión de exclamar, modificando un poco la frase de Clodoveo: Que no estuviese yo a la cabeza de los francos!
Pero si le faltaba la espada de Clodoveo o de Carlomagno, latía dentro de su pecho el corazón de estos héroes. Cuando se consumó el crimen, resolvió lanzar, al menos, el grito del centurión romano en el Calvario: ¡Verdaderamente es el Hijo de Dios, ese a quien habéis clavado en la cruz!
Los revolucionarios aguzaron sus puñales, los grandes reyes de Europa se estremecieron de cólera al ver aquel principillo americano que los denunciaba a la indignación del mundo civilizado: ¡Qué importa! ¡Dios no muere!
La Encíclica del Papa apareció en el Ecuador en los primeros días de enero de 1871. El 18 se leía en el periódico oficial esta enérgica protesta dirigida, según la fórmula constitucional, al ministro de Víctor Manuel:
El infrascrito Ministro de Relaciones exteriores de la República del Ecuador, tiene la honra de dirigirse a S. A. el Señor Ministro de Relaciones Exteriores de S. M. el Rey Víctor Manuel, a consecuencia de los inesperados y dolorosos acontecimientos verificados desde el 20 de setiembre del año precedente, en la capital del orbe católico.
Atacada la existencia del catolicismo en el Representante de la unidad católica, en la persona sagrada de su Augusto Jefe, a quien se le ha privado de su dominio temporal, única y necesaria garantía de libertad e independencia en el ejercicio de su misión divina; es innegable que todo católico, y con mayor razón todo Gobierno que rige a una porción considerable de católicos, tiene no sólo el derecho, sino el deber de protestar contra aquel odioso y sacrílego atentado.
Y sin embargo, el Gobierno del infrascrito aguardó en vano que se hiciera oír la protesta autorizada de los Estados poderosos de Europa contra la injusta y violenta ocupación de Roma, o que S. M. el Rey Víctor Manuel, rindiendo espontáneo homenaje a la justicia y al sagrado carácter del inerme y anciano Pontífice, retrocediera en el camino de la usurpación y devolviera a la Santa Sede el territorio que acaba de arrebatarle.
Pero, no habiéndose oído hasta hoy la voz de ninguna de las potencias del antiguo continente, y siguiendo oprimida Roma por las tropas de S. M. el Rey Víctor Manuel, el Gobierno del Ecuador, a pesar de su debilidad y de la distancia a que se halla colocado, cumple con el deber de protestar, como protesta, ante Dios y ante el mundo, en nombre de la justicia ultrajada, y sobre todo en nombre del católico pueblo ecuatoriano, contra la inicua invasión de Roma; contra la falta de libertad a que está reducido el Venerable y Soberano Pontífice; no obstante las promesas insidiosas, tantas veces repetidas, como violadas, y las irrisorias garantías de una independencia imposible con que se pretende encubrir la ignominia de la sujeción; y en fin, contra todas las consecuencias que hayan emanado, o en lo sucesivo emanaren, de aquel indigno abuso de la fuerza, en perjuicio de Su Santidad y de la Iglesia Católica.
Al firmar esta protesta por orden expresa del Excelentísimo Presidente de esta República, el infrascrito hace votos al Cielo a fin de que S. M. el Rey Víctor Manuel repare noblemente el efecto deplorable de una ceguedad pasajera, antes que el trono de sus ilustres antepasados sea tal vez reducido a cenizas por el fuego vengador de revoluciones sangrientas.
García Moreno no se satisfizo con esta protesta personal. Envió copia a todos los gobiernos de América, exhortándoles vivamente a reprobar con él “la violenta e injusta ocupación de Roma.”
“Una violación tan completa de la justicia contra el Augusto Jefe de la Iglesia católica, decía, no puede ser mirada con indiferencia por los gobiernos republicanos de la América libre; y ya que en el antiguo mundo ha encontrado solamente el silencio de los reyes, es natural que en el nuevo halle la severa reprobación de los gobiernos que lo representan.”
¡Ay! Ningún jefe de Estado, ni en América, ni en Europa se prestó a ser eco del gran justiciero. Por lo demás, nunca él se forjó ilusión alguna acerca del resultado de sus gestiones. “No espero, escribía a un amigo suyo, que las repúblicas hermanas respondan a nuestra invitación de protestar contra la sacrílega y mil veces infame ocupación de Roma. Por otra parte, en esta invitación no he tenido más fin que cumplir mi deber de católico y de dar a nuestra protesta la más grande publicidad. Colombia me ha dado respuesta negativa, en términos moderados; Costa Rica una respuesta igualmente negativa, pero en términos insolentes; Bolivia me ha hecho decir con mucha cortesía que tomaba mi proyecto en gran consideración; en cuanto a Chile, el Perú y a los otros Estados, no se han dignado siquiera enviarme una nota de recibo. Empero, ¿qué importa esto? Dios no tiene necesidad ni de nosotros, ni de nada para cumplir sus promesas, y Él las cumplirá, a despecho del infierno y de sus satélites los francmasones, que por medio de los gobernantes son más o menos dueños de toda la América, a excepción de nuestra Patria.”
Pero si los reyes y los presidentes de república se hicieron los sordos, el efecto de la protesta fue inmenso en todos los pueblos. En el Ecuador provocó una verdadera manifestación nacional a la cual se asociaron todos los funcionarios del orden civil, militar y judicial. En magníficas exposiciones dirigidas al Delegado Apostólico, todo el pueblo decía como los habitantes de Quito: “Si nosotros nada podemos hacer contra aquel funesto atentado, al menos lo reprobamos y condenamos con nuestro corazón y rogamos al Ser Supremo, al Dios de las naciones y los ejércitos, que abrevie este tiempo de prueba y tribulación, y devuelva la independencia y libertad al Jefe de la Iglesia.”
Después de vituperar el despojo, el clero apelaba en su exposición a. los soberanos de la culta Europa que tienen por súbditos millones de católicos, cuya felicidad están obligados a procurar. “No es posible concebir libertad e independencia, decían, en un Pontífice súbdito de un rey que en diez años no ha cesado de oprimir a la Iglesia y conculcar sus santas leyes… Nos parece imposible que, aprobando una violencia tan audaz del derecho de gentes, sancionéis el inmoral y monstruoso principio de que todo es lícito al más fuerte, y que la independencia de los Estados y naciones no dependerá en adelante sino del sable y del cañón. Reflexionad que no se salva el rey por su numeroso ejército, sino que los ojos de Dios están sobre los que le temen (Salmo 32). Disimulad que os hayamos dirigido la palabra para pediros justicia; pues sabemos que el rey que se sienta sobre el trono de justicia, con una mirada, disipa todo mal.” (Proverbios 11, 8).
Así, bajo el impulso poderoso de su jefe, se alzaba el Ecuador, como un solo hombre, para vituperar la iniquidad triunfante y consolar al prisionero del Vaticano.
El mundo católico aplaudió igualmente la noble protesta del Presidente considerado desde entonces como un héroe.
“El Ecuador, decía un periódico de Bogotá, nada sería hoy sin García Moreno; y nada habría hecho García Moreno por el Ecuador sin su adhesión intrépida y completa a la Iglesia Romana… Timbre excelso, excepcional para el hombre de corazón y de fe que, confiando en la palabra de la Iglesia, dijo: Un pueblo católico no puede renegar socialmente de Cristo. Cuando el Ecuador oficialmente protestó contra la mayor injusticia que el siglo ha visto, contra la sacrílega usurpación de la Ciudad Eterna, muchos se rieron de aquel acto; pero esa voz ha llamado la atención de agrupaciones que son nobles y grandes, aunque no tengan el aparato efímero de la fuerza material; esa voz salva el honor del siglo, y repara con suma de gloria la falta de poder físico de la Nación que por todos habló.”
Un periódico español, La Cruz, hizo resaltar el acto de García Moreno en términos tan gloriosos para él, que no podemos resistir al placer de citarlos:
“El antiguo mundo, este mundo, envilecido con los envilecimientos mas asquerosos; este mundo, que tiene monarcas que ni reinan ni gobiernan, y que a la vista del peligro personal huyen salvando su cabeza y dejando la corona arrojada en el lodo; este mundo antiguo, donde han desaparecido todas las virtudes y donde sólo imperan los malvados; este mundo ha dejado al Vicario de Cristo entregado a los Judas y se ha hecho cómplice en la revolución del deicidio del Gólgota. Tranquilos, y hasta complacientes, han visto los gobiernos liberales este triunfo de la libertad del mal, sin que ni uno solo haya enviado una palabra de consuelo a la gran víctima del Vaticano. Pero hay al otro lado de los mares una región donde aún se conservan la lengua y la fe de la antigua España; una región donde el catolicismo es la base de su gobierno, de sus leyes y de sus costumbres; una nación que, aunque republicana, no está contaminada con el virus del liberalismo; una nación católica, exclusivamente católica, y cuyos hombres de Estado y cuyos súbditos son católicos teóricos y prácticos; una nación, en fin, donde parece que se ha crucificado la civilización verdadera. Pues bien, esa nación es la única que ha escuchado la voz del gran Pío IX; esa nación es la única que se ha levantado heroica, y en un acto oficial público, solemne y enérgico protesta contra la iniquidad de los sacrílegos expoliadores, censura la apatía de los que, pudiendo y debiendo venir en auxilio del gran Pontífice, le abandonan; esa nación excita, en fin, a todos los gobiernos a que, poniéndose de acuerdo, acometan la gran cruzada de la Edad moderna, rompan las cadenas con que los modernos paganos aprisionan al moderno Pedro, le restituyan la santa libertad y el libre ejercicio del poder temporal y espiritual de que ha sido tan cobarde como villanamente despojado; reivindiquen los Estados que a la Iglesia han sido robados, y libren a Roma de la tiranía y de la impiedad que en ella se han entronizado. El Estado que acomete esta gloriosa empresa; el Estado que enarbola la enseña santa de la Cruz, no es un Estado de Europa; no es una monarquía que se llame, como vanamente se llaman muchas de Europa, cristianísima, fidelísima, apostólica o católica; no es un Estado temible por sus fuerzas materiales, por sus ejércitos belicosos, por sus máquinas de destrucción; es un Estado reducido; pero es un país poderoso, fuerte, fecundo por la práctica de sus virtudes, por la santidad de sus costumbres, por la integridad de su fe y por su heroísmo católico; es, en fin, una república católica; la república del Ecuador. ¡Honor y gloria, y plácemes, y bendiciones al jefe y al gobierno de la república del Ecuador, que, intérpretes fieles de las creencias y de las aspiraciones de sus súbditos, vienen los primeros en auxilio del Pontífice perseguido, de la Iglesia oprimida, de la Religión ultrajada y de Roma invadida por huestes más dignas de la maldición de los hombres que los caballos y las huestes del feroz Atila!”
La prensa católica francesa no pagó menor tributo de admiración al valiente defensor de la Iglesia. L’Univers lo cita como ejemplo a la asamblea de 1871 que, elegida para hacer la monarquía, se deslizaba hacia la república, y le propuso que imitase por su fe a ese Estado del Ecuador, “el único católico, el único que se vale del derecho de un país libre para protestar contra la violación del derecho de gentes; el único que hace oír a la corte de Florencia el firme lenguaje de la justicia que está valiendo hoy a su presidente las felicitaciones del mundo entero.”
En medio de los insultos que le fueron prodigados por los periódicos revolucionarios, García Moreno se regocijó de haber dado voz a la conciencia pública; pero su corazón se desbordó literalmente de gozo cuando supo que su protesta había por gran manera consolado y fortalecido al cautivo del Vaticano.
A la lectura de esta enérgica reprobación de los sacrílegos apóstatas que le habían hecho traición, Pío IX exclamó: “¡Ah, si este fuese un rey poderoso, el Papa tendría un apoyo en este mundo!”
El 21 de marzo de 1871 envió al Presidente este Breve de felicitación y gratitud:
A los numerosos y magníficos testimonios de piadosa adhesión que nos habéis dado en el cumplimiento de los deberes de vuestro cargo, habéis añadido una prueba espléndida de fidelidad a la Sede Apostólica y a nuestra humilde persona. En un tiempo desastroso para la santa Iglesia, no habéis temido condenar públicamente con aplauso de todos los corazones honrados, la usurpación de nuestro poder temporal que hombres ingratos y pérfidos acaban de perpetrar. Este acto de energía nos ha consolado soberanamente, en medio de las aflicciones que nos abruman; por lo cual hemos resuelto, en testimonio de nuestra afectuosa benevolencia, y para estimularos a nuevos actos de generosidad hacia la Iglesia católica, de nombraros como os nombramos, en efecto, por las presentes Letras, caballero de primera clase de la orden de Pío IX. Admitido en esta ilustre corporación, podréis llevar en adelante la gran cruz de esta orden y gozar de todas las distinciones y privilegios con que la hemos enriquecido.
Pío IX estaba bien inspirado; no podía encontrar un corazón más valiente ni más católico para colocar sobre él la cruz de caballero.
García Moreno dio gracias al Papa con efusión de ánimo. No se creía digno de tal honor, pues le parecía muy natural haber cumplido el que llamaba deber de su cargo.
“Si el último de los ecuatorianos, dijo al Congreso de 1871, hubiese sido vejado en su persona o en sus bienes por el más poderoso de los gobiernos, habríamos protestado altamente contra este abuso de fuerza, como el único medio que les queda a los Estados pequeños para no autorizar la injusticia con la humillante complicidad del silencio. No podía, pues, callar cuando la usurpación del dominio temporal de la Santa Sede y la consiguiente destrucción de su libertad e independencia en el ejercicio de su misión divina, habían violado el derecho, no de uno, sino de todos los ecuatorianos, y el derecho más elevado y más precioso, el derecho de su conciencia y de su fe religiosa.”
La protesta no era más que el cumplimiento de un deber estricto; era preciso al nuevo caballero, para justificar su título a sus propios ojos, un acto de generosidad más significativo y espontáneo, y la usurpación del poder temporal le dio nueva ocasión para él.
Despojado el Papa de sus Estados, y por consecuencia de sus rentas, quedaba por el hecho mismo reducido a la mendicidad. Para atender a los gastos de su inmensa administración, los católicos habían creado la obra del dinero de San Pedro, sostenida por la caridad de los particulares.
García Moreno se preguntó a sí propio ¿por qué el gobierno, en su cualidad de católico, no había de enviar su óbolo al Papa, lo mismo que las familias, lo mismo que los fieles? En el Congreso de 1873, después de haber puesto en claro la restauración del Ecuador bajo la influencia del catolicismo, la prosperidad de la hacienda y la necesidad de multiplicar los misioneros en las riberas del Napo, formuló terminantemente su proposición:
No menos impuesto es el deber que tenemos de socorrer al Padre Santo, mientras esté despojado de sus dominios y rentas, para lo cual podéis destinar el diez por ciento de la parte del diezmo concedido al Estado. Pequeña ofrenda será, pero al menos probaremos con ella que somos hijos leales del Padre común de los fieles y le probaremos mientras dure el efímero imperio de la usurpación triunfante. Pues que tenemos la dicha de ser católicos, seámoslo lógica y abiertamente; seámoslo en nuestra vida privada y en nuestra existencia política, y confirmemos la verdad de nuestros sentimientos, con el testimonio público de nuestras obras. En cualquier tiempo esa debe ser la conducta de un pueblo católico; pero ahora, en tiempo de la guerra espantosa y universal que se hace a nuestra religión sacrosanta; ahora que la blasfemia de los apóstatas llega aun a negar la divinidad de Jesús, nuestro Dios y Señor, ahora que todo se liga, que todo conspira, que todo se vuelve contra Dios y su Ungido, saliendo del fondo de la sociedad trastornada un torrente de maldad y furor contra la Iglesia y contra la sociedad misma, como en las tremendas conmociones de la tierra surgen de profundidades desconocidas, ríos formidables de corrompido cieno; ahora esa conducta consecuente, resuelta y animosa es para nosotros doblemente obligatoria; pues la inacción en el combate es traición o cobardía. Procedamos, pues, como sinceros católicos con fidelidad incontrastable, y felices, mil veces felices, si en recompensa conseguimos que el Cielo continúe prodigando sus bendiciones sobre nuestra Patria, y más feliz yo, si merezco además el odio, las calumnias y los insultos de los enemigos de nuestro Dios y de nuestra fe.
Electrizado por la sublimidad de estos sentimientos, el Congreso votó el proyecto, después de haber expuesto diferentes oradores las razones de derecho natural y divino que obligaban a las naciones católicas a sostener al Sumo Pontífice: “Lo mismo que cada nación debe subvenir a las necesidades del Estado, cada Estado, parte de esa inmensa asociación que se llama la Iglesia, debe proveer a las necesidades del jefe que la rige. Por lo demás, el Ecuador está obligado a ello tanto por gratitud como por justicia; pues el diezmo pertenece entero a la Iglesia, y sólo por la generosidad de la Santa Sede el Estado puede apropiarse una parte de él. En fin, el Ecuador debe dar testimonio de su reconocimiento al magnánimo Pontífice, que cuando el terremoto de Ibarra, acudió generosamente a socorrernos, como lo hace siempre que se trata de aliviar un gran infortunio.”
Bajo el imperio de estas consideraciones, el Congreso señaló al Papa a título de donativo nacional, una cantidad de diez mil pesos, “mezquina ofrenda de nuestra pequeña república, decían los representantes al Delegado Apostólico, que os suplicamos tengáis la bondad de ofrecer al inmortal Pío IX de parte de un pueblo que venera sus virtudes y admira su grandeza.”
“Permitidme, señor ministro, contestó el delegado enternecido, que os exprese el homenaje de la admiración que me domina, y os ruegue al mismo tiempo que dejéis de hablar de la pequeñez de vuestra república; porque no son pequeños los Estados que saben elevarse a tanta altura.”
Al recibir el mensaje del Presidente y el don filial de la república ecuatoriana, el buen Pío IX no se conmovió menos que su Delegado. Su respuesta al Presidente respira la mas afectuosa ternura. El Breve del 20 de octubre de 1873 dice:
No sabemos, decía, si nuestras acciones de gracias deben tener por objeto las pruebas de vuestra insigne adhesión hacia Nos, más bien que a los favores con que Dios se place en recompensaros. Pues, en efecto, sin una intervención divina enteramente especial, sería difícil comprender cómo en tan corto tiempo habéis restablecido la paz, pagado muy notable parte de la deuda pública, duplicado las rentas, suprimido impuestos vejatorios, restaurado la enseñanza, abierto caminos y creado hospicios y hospitales. Mas, si por ello ante todo, es preciso dar gracias a Dios, creador de todo bien, conviene loar también vuestra prudencia y vuestro celo, pues sabéis hacer marchar de consuno con tantos objetos encomendados a vuestra solicitud, la reforma de las instituciones, de la justicia, de la magistratura, de la milicia, no olvidando nada que procure la prosperidad pública. Pero, sobre todo, os felicitamos por la piedad con que referís a Dios y su Iglesia el logro de todos vuestros deseos, persuadido de que, sin la moralidad, cuyos preceptos enseña y mantiene únicamente la Iglesia católica, no puede haber verdadero progreso para los pueblos. Con razón, pues, habéis impulsado el congreso a la propagación de nuestra religión santa, y dirigido todos los corazones hacia esta Sede Apostólica, centro de la unidad, y contra la cual se ha desatado la más horrible tempestad, pidiéndoles oportunísimamente que atiendan a nuestras necesidades. Continuad viviendo en esa santa libertad cristiana, confirmando vuestras obras con vuestra fe, respetando los derechos y la libertad de la santa Iglesia, y Dios, que jamás olvida la piedad filial, derramará sobre vos, carísimo hijo, bendiciones más abundantes aún que las muchas de que hasta ahora os ha colmado.
Este elogio detallado de sus actos por la más alta autoridad que existe en la tierra, espantó la modestia de García Moreno, hasta el punto de abrir su corazón al Papa con los sentimientos de la más profunda humildad:
Santísimo Padre, no soy capaz de explicar a V. S. la profunda impresión de gratitud que me causó la lectura de su paternal y afectuosa carta del 20 de octubre último. La aprobación que V. S. se digna dar a mis pobres esfuerzos, es para mí la recompensa más grande que puedo recibir en la tierra; y por mucho que ellos valieran, ella sería ciertamente superior a cuanto yo pudiera merecer. Pero en justicia tengo que confesar que todo lo debemos a Dios, no sólo la creciente prosperidad de esta pequeña república, sino todos los medios que empleo, y aun el deseo que Él me inspira de trabajar por su gloria. No merezco, pues, recompensa alguna; y mucho temo que Él en el último día me haga cargo del bien que con los auxilios de su bondad he podido hacer, y que no he hecho. Dígnese, pues, V. S. alcanzarme que me perdone y me salve, que me alumbre y me dirija en todo, y me conceda morir en defensa de la fe y de la Iglesia. Gratísimo me es poner en conocimiento de V. S. que el Congreso se sirvió aceptar todas las indicaciones que le hice en mi mensaje del 10 de agosto; y en consecuencia, se han reformado los códigos civil y penal, con arreglo a las observaciones de nuestros Ilustrísimos Obispos, se han designado fondos para promover en el bienio próximo la venida de sacerdotes celosos, para aumentar la dotación de los curas de montaña, para contribuir a la reedificación de las Iglesias destruidas y para fomentar las misiones. Asignaron también para socorrer a la Santa Sede lo que yo les propuse; y en cumplimiento de esta disposición, y en cuenta de mayor suma, hice entregar al Señor Delegado Apostólico la pequeña cantidad de diez mil pesos de nuestra moneda. Por último, coronaron la obra dedicando esta república al Divino Corazón de Jesús, nuestro Dios y Señor. En medio de los indecibles sufrimientos que rodean a V. S, en estos infelices tiempos de persecución y de abandono, le servirá de algún consuelo el saber que, aunque nada somos y nada podamos en el mundo, tenemos por el mayor honor y la mayor felicidad el manifestarnos hijos fieles de la Iglesia católica. Ahora perdóneme V. S. la libertad que me tomo en pedirle un gran favor, y es el que cada día se digne enviarnos desde allá su Bendición Apostólica para esta república, para mi esposa y familia, y para mí; pues cuanto más nos bendice V. S. siento que crece más mi confianza en Dios, fuente única de todo valor y de toda fortaleza. Mientras V. S. nos bendiga, Dios nos protegerá, y esto es todo lo que desea vuestro muy obediente, amante y humilde hijo.
Tales eran las relaciones de cordialidad y de perfecta unión que existieron siempre entre Pío IX y García Moreno.
Pío IX amaba en García Moreno al hombre recto y justo, tenaz adversario de la Revolución. Altivo con el Czar, con Bismarck, con Napoleón, se mostraba lleno de ternura con el jefe de un Estado desconocido, cuyo noble corazón latía de conformidad con el suyo.
Por su parte, García Moreno amaba con pasión a aquel heroico Pontífice, siempre en la brecha para defender los derechos de la Iglesia; nuevo San Gregorio VII, que en nuestro siglo de indiferencia y racionalismo, tuvo bastante valor y prestigio para imponer el Syllabus, organizar una cruzada y celebrar el concilio del Vaticano.
Estas dos almas no formaban más que una en el amor de la verdad íntegra: Pío IX, Obispo de lo Interior, predicaba esta verdad; García Moreno, Obispo de lo Exterior, se levantaba para prestarle el auxilio de su brazo, y ofrecerle, en caso necesario, el sacrificio de su vida.
Un día escribía a uno de los amigos que acababa de ser admitido a la audiencia de Pío IX: “Envidio tu felicidad de haber besado los pies del Vicario de Jesucristo, y conversado con él, a quien amo más que a mi padre, y por cuya defensa y libertad daría la vida de mis hijos.”
De la Carta de Pío IX a García Moreno, del 24 de junio de 1861:
Os suplicamos que en este vuestro cargo de Presidente despleguéis todo vuestro cuidado, vuestra industria y autoridad, para que allí la Iglesia Católica y su saludable doctrina goce de toda libertad, la cual contribuye sobremanera a la felicidad temporal y tranquilidad de los pueblos.
Nos esperamos que procuréis obedecer de buena voluntad todos nuestros deseos y pedidos; y entre tanto, amado hijo ilustre y varón honorable, os damos con mucho amor y con todo el afecto de nuestro corazón, y como prenda de nuestra caridad para con Vos, la bendición apostólica.
Pío IX y García Moreno, esos dos justos del siglo decimonono, han merecido entrambos el honor de participar de la Pasión de Jesucristo: el uno fue entregado a los carceleros de la Revolución, el otro a sus sicarios.
Ecuador tiene dos cumbres: el Chimborazo y García Moreno (Discurso de Pío XII al Embajador ecuatoriano ante la Santa Sede, Don Manuel Sotomayor y Luna).
Continuará










