OCTAVO DOMINGO DE PENTECOSTÉS
Nos encontramos en el Octavo Domingo de Pentecostés. Continuamos el estudio que iniciamos hace cuatro Domingos sobre la Fe y el falso ecumenismo, que la carcome.
Hoy en día, los fieles conciliares, que piensan que son católicos, están más o menos acostumbrados a la sustitución de la doctrina de la necesidad de la Iglesia como única Arca para la salvación por la de su función de la iglesia como sacramento universal de salvación.
Para comprender mejor el cambio, debemos recordar que hace dos domingos hicimos referencia a un artículo del padre Timoteo Mc Cartey, publicado en su momento por el organismo Romano que reúne a todas las Congregaciones misioneras de la Iglesia.
Según el autor, antes del Concilio, el Magisterio enseñaba que Jesús fundó una única Iglesia verdadera, en la que Él está presente, mediador ante el Padre.
Existía, por lo tanto, una discontinuidad radical entre el catolicismo y las religiones no católicas: de hecho, los miembros de la Iglesia tienen todo lo necesario para salvarse, y la pertenencia a ella es el único camino ordinario hacia la salvación.
El deber de la Iglesia es predicar su mensaje a todos los hombres para que se conviertan.
Los no católicos pueden salvarse si son de buena fe, pero su salvación requiere una intervención extraordinaria de Dios en sus vidas.
Esta concepción estaba centrada esencialmente en la Iglesia.
Durante el Concilio, sin embargo, Jesús se manifestó como el cumplimiento de las religiones no cristianas, que contendrían las semillas auténticas del Evangelio. La Iglesia no sería ajena a estas religiones, sino que estaría en ellas como levadura.
La evangelización no es, pues, una competencia ni un esfuerzo de sustitución, sino una obra de sublimación, es decir, tomar lo verdadero y santo de estas religiones y mostrar cómo encuentra su perfección en Cristo.
Además, el Concilio reconoció el valor salvífico de las religiones no cristianas. Declaró que Dios obraba a través de ellas, no a pesar de ellas. Por lo tanto, son legítimas; por lo tanto, tienen su lugar en el plan de Dios.
Esta concepción se presentaba esencialmente centrada en Cristo.
Desde el Concilio, se ha mantenido la mediación universal de Cristo, pero respetando el pluralismo religioso.
En consecuencia, cada religión tiene su propia identidad y autonomía. Cuando un no cristiano realiza un acto de fe, se encontraría en una relación con Dios tan inmediata como la de un cristiano.
Esta concepción de la salvación se centra esencialmente en Dios.
Por lo tanto, no es necesario que un no cristiano se una a la Iglesia para salvarse, si se adhiere a Dios; y el Evangelio es solo un medio de salvación entre otros.
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Esta descripción puede parecer exagerada; pero ha sido confirmada por un documento elaborado por la Comisión Internacional de Teología: Cristianismo y Religiones, en octubre de 1996, que podemos resumir y graficar de la siguiente manera:
1º) Según el Nuevo Testamento, la salvación se fundamenta en la única mediación salvífica de Jesucristo.
2º) Pero Jesús unió el anuncio del Reino de Dios a su Iglesia.
3º) Por tanto, hay que distinguir entre Reino de Dios e Iglesia, y entre Pueblo de Dios e Iglesia.
4°) Tenemos dos vocaciones basadas en la mediación única de Cristo:
a) Vocación de los cristianos, ordenados gradualmente a la Iglesia desde el punto de vista de la llamada universal a la salvación, que incluye la llamada a la Iglesia.
b) Vocación de los no cristianos, ordenados al Pueblo de Dios: ordenación fundada en que la llamada universal a la salvación incluye la vocación de todos los hombres a la unidad católica del Pueblo de Dios.
5º) La universalidad de la acción salvífica de Cristo y del Espíritu nos lleva a interrogarnos sobre la función de la Iglesia.
6°) Debemos preguntarnos si todavía es posible hablar de necesidad de la Iglesia para la salvación, y si esta necesidad es compatible con la voluntad salvífica universal de Dios.
7°) De allí, la necesidad de la Iglesia para la salvación en dos sentidos:
a) la necesidad de pertenecer a la Iglesia para quienes creen en Jesús y conocen la necesidad de la Iglesia para la salvación.
b) la necesidad del ministerio de la Iglesia, al servicio de la venida del Reino de Dios.
8°) La función de la Iglesia es ser sacramento universal de salvación, es decir, asegurar que “toda traza de bondad, cualquiera que sea, presente en los corazones y en los pensamientos de los hombres, no sólo no perezca, sino que, al contrario, sea purificada, elevada y llevada a la perfección”.
9°) En la medida en que la Iglesia reconoce, discierne y hace suyos la verdad y el bien que el Espíritu Santo ha realizado en las palabras y obras de los no cristianos, se convierte cada vez más en la verdadera Iglesia católica.
10º) El principio “Extra Ecclesiam nulla salus” no debe entenderse en sentido exclusivista, sino que debe entenderse en sentido inclusivista: integrado en la frase más general Extra Christum nulla salus. En concreto, la noción Extra Ecclesiam nulla salus ya no está en contradicción con la llamada de todos los hombres a la salvación.
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El Padre Roger-Thomas Calmel, muerto en 1975, en el Prólogo de su Breve Apología de la Iglesia de todos los tiempos, condena esta doctrina expresándose de la siguiente manera:
“Perdidos en la gran quimera de querer descubrir los medios infalibles y fáciles de lograr de una vez por todas la unidad religiosa del género humano, los prelados que ocupan los cargos más importantes, trabajan por inventar una Iglesia sin fronteras, en la que todos los hombres, exentos de renunciar al mundo y a Satanás, se encontrarían pronto de nuevo libres y fraternales.
Los seguidores de las confesiones más heterogéneas, e incluso aquellos que rechazan todas las confesiones, entrarían entonces plenamente en una iglesia, pero ella quimérica y falsa.
Tal es el intento actual del prestigioso Maestro de las mentiras e ilusiones. Esta es la gran obra, de inspiración masónica, en la que pone a trabajar a sus secuaces: sacerdotes sin fe promovidos a eminentes teólogos, obispos inconscientes o criminales, o incluso apóstatas disfrazados, rápidamente elevados a la cima de los honores, investidos con las más altas prelaturas. Consumen sus vidas y pierden sus almas para construir una iglesia posconciliar, bajo el sol de Satanás.
Los dogmas, decididamente afectados por el relativismo del nuevo enfoque pastoral, que no condena ninguna herejía, ya no proponen un objeto preciso y sobrenatural.
Los sacramentos se hacen accesibles a quienes no creen.
La jerarquía se disuelve imperceptiblemente en el pueblo de Dios, del cual tiende a convertirse en una emanación democrática, elegida por sufragio universal para una función provisional.
Gracias a estas innovaciones sin precedentes, se felicitan por haber derribado las barreras que excluían de la Iglesia a quienes ayer mismo, en el reciente período preconciliar, rechazaban los dogmas y los sacramentos, y no se sometían ante la jerarquía.
Sin duda, tal como se entendían antes del Concilio, los dogmas, los sacramentos, el gobierno y la exigencia de la conversión interior daban a la Iglesia la apariencia de una ciudad fortificada con puertas bien custodiadas y murallas inexpugnables. A nadie que no se hubiera convertido se le permitía cruzar el umbral divino.
Ahora, sin embargo, las cosas están cambiando ante nuestros ojos; las creencias, los ritos y la vida interior se ven sometidos a una disolución universal tan violenta y perfeccionada que ya no nos permite distinguir entre católicos y no católicos.
Dado que el sí y el no, lo definido y lo definitivo, se consideran obsoletos, cabe preguntarse qué impediría a las propias religiones no cristianas formar parte de la nueva iglesia universal, continuamente actualizada por las interpretaciones ecuménicas”.
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«Cabe preguntarse qué impediría a las religiones no cristianas formar parte de la nueva iglesia universal”.
El documento del que hablábamos, preparado por la Comisión Teológica Internacional en 1996, responde a esta pregunta.
Los herejes conciliares se expresan de la siguiente manera:
“Una vez estudiada la iniciativa salvífica del Padre, la mediación universal de Cristo, la universalidad del don del Espíritu y la función de la Iglesia en la salvación de todos, tenemos los elementos para esbozar una teología de las religiones”.
Resumamos dicha teología de las religiones en diez puntos:
1°) Ante la nueva situación creada por el pluralismo religioso, surge de nuevo la cuestión del significado universal de Jesucristo y de su relación con las religiones, así como la función que éstas pueden tener en el plan de Dios.
2°) Aunque en el plano positivo debemos conservar el significado universal de Jesús y de su Espíritu, así como de la Iglesia, en el plano negativo, sin embargo, esta universalidad de la Iglesia desaparece. Recordemos que el principio “Extra Ecclesiam nulla salus” no debe entenderse en sentido exclusivista, sino que debe entenderse en sentido inclusivista.
3º) En consecuencia, la teología intenta responder al nuevo modo de plantear el problema con la doctrina sobre la Iglesia como sacramento universal de salvación.
4°) Se reconoce que en las diversas religiones hay rayos de verdad, semillas del Verbo, que iluminan a todo hombre; que por disposición de Dios hay en ellas cosas buenas y verdaderas; que hay elementos de verdad, de gracia y de bondad no sólo en los corazones de los hombres, sino también en los ritos y costumbres de los pueblos.
5°) Hay presencia del Espíritu Santo, no sólo en los hombres de buena voluntad tomados individualmente, sino también en la sociedad y en la historia, en los pueblos, en las culturas, en las religiones, y esto siempre en referencia a Cristo.
6º) En las religiones, el Espíritu que actúa es el mismo que obra como guía de la Iglesia.
7°) Hay una acción universal del Espíritu, que no puede separarse de la acción particular que realiza en el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia…
Por lo tanto, en las religiones falsas, la acción del Espíritu Santo es de la misma naturaleza que en la Iglesia…
8º) Conforme al mismo principio, las falsas religiones son en sí mismas instrumentos del Espíritu Santo, independientemente de la Iglesia Católica.
9º) Dado este reconocimiento explícito de la presencia del Espíritu de Cristo en las religiones, no se puede excluir la posibilidad de que éstas ejerzan, como tales, una cierta función salvífica, es decir, que ayuden a los hombres a alcanzar su fin último, aun a pesar de su ambigüedad.
10º) En las religiones falsas la salvación se consigue a través de ellas, independientemente de la Iglesia Católica.
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El Padre Victor-Louis-Marie Berto, teólogo personal de Monseñor Marcel Lefebvre durante el Concilio, redactó el 27 de noviembre de 1963 un texto sobre la unidad de la Iglesia animada por el Espíritu Santo, incluido posteriormente en su libro Por la Santa Iglesia Romana, págs. 417-419.
Dice así:
“La unidad completa de la Iglesia procede, de hecho, del Espíritu Santo. Esta unidad de la Iglesia, que la hace indivisa en sí misma y distinta de todas las demás, es perfecta desde el principio, trascendiendo completamente el mayor o menor número de sus miembros.
Lamentablemente, la Iglesia ha perdido innumerables miembros debido a cismas y herejías; se han desunido. Sin embargo, la Iglesia no ha dejado de ser una.
Y la Iglesia es una porque el Espíritu Santo, alma del Cuerpo Místico de Cristo, es el principio de su unidad. El Espíritu Santo se contradeciría y, al mismo tiempo, destruiría su obra si, siendo principio de unidad, fuera también principio de división.
Cuando un miembro se separa de un cuerpo físico, el alma ya no lo «informa», ya no lo vivifica, ya no recibe la influencia unitiva del alma.
De igual manera, pero por una razón más profunda, las comunidades que se han separado de la Iglesia, no se han separado en el Espíritu Santo; las que permanecen separadas, no permanecen separadas en el Espíritu Santo. El Espíritu Santo no es el alma de las comunidades separadas en cuanto separadas. No opera en ellas como el alma que las vivifica como comunidades. Opera en ellas sólo en el sentido de que su gracia no falta a las almas piadosas y rectas, ya sea a través de los sacramentos válidos o a través del movimiento interior que favorece su fe, esperanza, caridad y todas las virtudes. Y por sus caminos misteriosos, lo sepan o no, los incorpora invisiblemente al Cuerpo Místico visible de Cristo. Esta es nuestra esperanza y nuestra confianza”.
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El pastor Roux, observador durante el Concilio, describió la transición de lo que él denomina la antigua mentalidad a la nueva en materia de ecumenismo. Lo hizo en el volumen 64 de la colección Unam Sanctam, con el título Opiniones de teólogos protestantes sobre el Vaticano II.
Resumamos su dialéctica…, su confesión de parte, que nos desliga de probar su error:
“En las etapas iniciales, la apertura ecuménica del Concilio se manifestó únicamente en declaraciones de intención y gestos más o menos cálidos. La presencia de observadores, por inusual que fuera, significaba poco más que el deseo de mostrarse acogedores y abiertos, y de no obstruir la unidad cuya naturaleza y condiciones no estaban definidas.
Pero, al mismo tiempo, se hizo evidente la extrema ambigüedad del término ecuménico. Su significado distaba mucho de ser el mismo según se aplicara al Concilio en el sentido que le da la tradición latina occidental, según la cual la Iglesia de Roma posee y garantiza, en virtud de su jurisdicción universal, la plenitud de la catolicidad cristiana; o según se aplicara a un movimiento que, mucho más allá de los límites de esta jurisdicción, lleva a todas las confesiones cristianas a buscar en el diálogo los caminos y medios para la manifestación visible de la unidad y la catolicidad de la Iglesia.
En el primer sentido del término, ¿qué podría significar la apertura ecuménica de un Concilio calificado como tal, sino un intento generoso de abrir a los cristianos separados de Roma, que viven su fe y su vida eclesial fuera de la jurisdicción romana, un acceso lo más amplio y fácil posible a la unidad católica?
A partir de entonces, se trató simplemente de definir el ecumenismo católico.
Debía consistir, sobre todo, en una revisión de las conductas, juicios y métodos pasados, e inspirarse en la caridad, llegando incluso a pedir perdón por las faltas que acompañaron o agravaron las rupturas y causaron heridas profundas.
Pero se evitó considerar las verdaderas causas de las separaciones, basadas en la doctrina y la fe; más aún, se evitó abordar las cuestiones relativas a la verdadera naturaleza de la Iglesia y los criterios de su unidad visible.
Pero era necesario cruzar un nuevo umbral en el proceso de comprensión ecuménica del Concilio. Se trataba, de hecho, de descubrir y confirmar el segundo significado del término ecuménico, aplicado, según su significado actual, a un movimiento que se había originado y formado fuera de la Iglesia Católica Romana.
Sin abandonar la perspectiva de un ecumenismo espiritual, practicado con vistas a una invitación a los no católicos, era necesario preguntarse ahora cómo el movimiento ecuménico, y en consecuencia las iglesias y comunidades implicadas, constituían a su vez una invitación, esta vez a los católicos.
A partir de entonces, ya no se trata de atenerse a una definición prudente y piadosa del ecumenismo católico, sino más bien de definir la posición católica respecto al ecumenismo.
Los sucesivos borradores del Decreto marcaron sus etapas. Una de ellas, entre otras, fue el discreto cambio del título del Capítulo I, que, originalmente titulado Principios del Ecumenismo Católico, fue finalmente adoptado en tercera lectura bajo el título Principios Católicos del Ecumenismo”.
El Padre Ives Congar confirma la importancia de este herético cambio, cuando dice:
“No debemos hablar, como hicimos en 1937, de un ecumenismo católico, al menos si entendemos esta palabra en el sentido de una iniciativa concreta para recuperar la unidad. Debemos hablar de una participación católica en el ecumenismo, en la que tanto los fieles como la Iglesia como tal deben, obviamente, seguir con lealtad los principios católicos, pero con el objetivo final de aportar su parte de actividad al movimiento único cuyas primeras manifestaciones organizadas surgieron también en el mundo protestante”.
Para el hereje Congar la tarea de la participación católica en el ecumenismo consiste, pues, en determinar teológicamente el estatuto de las iglesias disidentes como iglesias, y su relación, como iglesias, con la verdadera Iglesia y su unidad.
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Por todo lo visto, es evidente que, de ser posible, la Iglesia debería retomar sus condenas de las doctrinas heréticas y cismáticas; y consolidar la Fe divina enseñada fielmente por su Magisterio.
La Iglesia debería también reprimir todos los hábitos corruptores y destructores de un falso ecumenismo: elogio y rehabilitación de los herejes, búsqueda de compromisos doctrinales, colaboración humanista postergando la comprensión religiosa, etc.
Decimos, de ser posible… Pero lo avanzado de la gran apostasía hace vislumbrar que esto, no sólo no es probable, sino incluso imposible; y que sólo el Retorno de Nuestro Señor en Gloria y Majestad pondrá fin a esta desorientación diabólica.
Que Nuestra Señora, vencedora de todas las herejías, nos conceda la gracia de conservar la Fe y la perseverancia final.

