Mons. P. Lejeune- LA LENGUA

LA ARMADURA DE DIOS

Sus pecados y excesos

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CAPITULO VIII

LA CALUMNIA

Nadie, sin duda, se extrañará que se incluya entre las faltas de la lengua, a la calumnia, pero es posible que se asombren de que consagremos a esta materia un estudio especial. ¿A qué viene — dirá alguno — emplear tiempo y tinta en combatir a enemigos imaginarios? La calumnia es una de esas faltas que, al igual del robo, por ejemplo, deshonran a la persona que lo comete. El honor puramente humano se halla demasiado acorde con la moral cristiana para que apenas se conciba la sola posibilidad de este pecado. Entre las personas que se respetan no se concibe la calumnia.

No dudo que semejante pecado bajo su forma grosera sea verdaderamente odioso. Reconozco de buen grado que ninguna persona honorable consentirá en el pensamiento de atribuir a una persona la falta que no ha cometido, y que si por casualidad lo consintiese no sería sino bajo el impulso de un arrebato de ira. Pero ¿no se darán ciertas formas de calumnia más atenuadas, menos bruscas, que no le inspiren tanto horror ni le sean totalmente desconocidas? Hagamos juntos sobre este particular un breve examen de conciencia.

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No creo hacer injuria al cristiano lector si juzgo que en el curso de su vida ha cometido alguna vez el pecado de la murmuración o maledicencia. Ahora bien, al incurrir en esta falta, ¿ha
tenido siempre una exactitud escrupulosa, describiendo o narrando con fidelidad, sin exageración, las cosas vistas u oídas? ¿No se ha visto alguna vez en el caso de añadir detalles innecesarios, exagerando y hasta inventando, en lugar de referirlo con toda fidelidad y sencillez? Bastaría, por ejemplo, para decir la verdad, afirmar que tal persona era un tanto viva de carácter, y, sin embargo, por la manera de referirlo se deja la impresión de que es violenta y arrebatada. Procurase presentar a otra como algo vanidosa, y se afirma de ella rotundamente que está poseída de un orgullo desmesurado. En el mundo se califica esto de inexactitud; pero los teólogos, que no acostumbran a cultivar la perífrasis, claramente le dan el nombre de calumnia. Ciertamente, el que así obra resulta calumniador, precisamente por faltar a la exactitud y en la medida que a ella se faltare.

Otra forma de calumniar es refiriendo hechos ciertos y deduciendo de ellos consecuencias falsas, cuando se atribuyen, verbigracia, al prójimo intenciones que jamás ha tenido, fraguando en seguida con datos infundados una historia que hace honor, sobre todo, al espíritu de invención. Preciso es reconocer que esa pretendida generosidad en atribuir al prójimo intenciones que distan millares de leguas de su pensamiento, no es tan rara como parece. Muchas gentes en el mundo llevan la susceptibilidad a un grado tal de malicia, que no pueden oír la cosa más insignificante sin preguntar al momento: ¿Por qué se ha dicho eso? ¿Qué intención maliciosa tendrán respecto de mí? Hay otras también que jamás creen en la buena fe y lealtad de los demás y sospechan siempre segundas intenciones. Estos maniáticos parecen haber sido creados para ejercitar la paciencia de todo el que tenga necesidad de rozarse con ellos, Pero ¡cuán dignos son de compasión! No tienen jamás una hora de paz y tranquilidad. Por regla general no son gentes de gran perspicacia: sospechar siempre la malicia en otro e interpretar en sentido desfavorable todo cuanto el prójimo pueda decir o hacer no revela, en efecto, indicio alguno de alma perspicaz y noble.

No resulta fácil determinar hasta qué punto llega la responsabilidad de esas personas; son enfermos a los cuales parece Dios juzgar de manera particular. Pero, tomando tales actos en su materialidad, según la expresión de los legisperitos, preciso es reconocer que dichas personas exceden los límites de la detracción y sus actos constituyen acusaciones falsas y, por lo tanto, calumniosas respecto del prójimo.

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Digamos ahora algo acerca de ciertos circunloquios que llaman los teólogos calumnias indirectas. Por ellas no se atribuyen al prójimo faltas o defectos imaginarios; pero se disminuyen sus cualidades, se atenúa lo bueno que de él se sabe. Será fácil demostrar que este género de calumnia es harto frecuente.

¿Es acaso raro, por ejemplo, que bajo el dominio de un sentimiento malévolo: envidia, odio o rencor, rebaje una persona el mérito que no se atreve a negar abiertamente, y lo reduzca a su mínima expresión? De una mujer, reputada por inteligente y discreta, dirá su emula que tiene, ciertamente, buenas dotes, pudiendo figurar entre notables medianías. O si se trata de una persona caritativa en alto grado, se le reconocerá el mérito de un amor corriente y ordinario a los pobres. Ahora bien, ¿qué es todo eso, sino tener para con el prójimo falsas apreciaciones con intento de imponerlas a los demás? Todo lo cual viene a resultar, indudablemente, verdadera calumnia.

Hasta puede llegarse a calumniar con el silencio, cuando las circunstancias exigen que se tome la defensa del prójimo. Se le ataca, por ejemplo, en presencia nuestra, y sin trabajo alguno podríamos restablecer la verdad, prefiriendo callarnos, por apatía o malicia. Pues bien, en semejante caso el silencio equivale a una traición y nos hacemos cómplices de la calumnia que tan fácilmente podíamos destruir. Conviene, empero, advertir que la defensa, en estos casos, sólo obliga cuando se tienen datos concretos que oponer. Si no se pasa de vagas insinuaciones, lo mejor será no darle importancia y dejar pasar la conversación.

¿No  hay también ciertos modos de hablar que resultan verdaderas calumnias? Elogiáis, por ejemplo, las brillantes facultades artísticas o literarias de tal persona de una manera que me hace creer que cultiva dichas facultades con detrimento de sus deberes domésticos. O, a la inversa, elogiáis el espíritu práctico de otra persona en forma tal que yo la considero como una mujer de baja estofa, como una honrada ama de gobierno, cuyo horizonte no traspasa los límites de su cocina. ¿Quién no ve que esa perfidia acerba e injustificada, so pretexto de alabanza, constituye una calumnia indirecta? La calumnia se agrava en tales casos con el pecado odioso, cuyo verdadero nombre es la hipocresía.

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Que la calumnia exige reparación es cosa evidente, pero ¿cómo se ha de hacer ésta? Es muy sencillo: diciendo que se ha mentido, y diciéndolo ante aquellos que han oído la calumnia, o se les haya referido. Se objetará que es duro ponerse uno mismo en la frente la etiqueta infamante de calumniador. Es posible, pero también es duro para el que ha sido calumniado perder una reputación a la que tenía derecho. Restituirle este bien que se le ha robado es un acto de justicia elemental, y un calumniador que se resistiese a ello no podría ser absuelto en confesión, a menos que se tratase de una calumnia ligera. Su condición no se diferencia en lo fundamental de la del ladrón que no se aviene a restituir. Hay, por lo demás, un medio bien sencillo de ahorrarse una diligencia tan humillante: mantenerse siempre a distancia de este horrible pecado y abstenerse con el mayor cuidado de toda palabra que tenga la «menor relación con la calumnia.