Mons. P. Lejeune- LA LENGUA

LA ARMADURA DE DIOS

Sus pecados y excesos

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CAPITULO VII

LA MURMURACIÓN

Tras mucho cavilar me resuelvo a hablar de la murmuración. ¡La materia es tan compleja y los casos de conciencia que van a surgir a nuestro paso tan numerosos, tan delicados y difíciles de resolver!… No quiero, sin embargo, sustraerme: la frecuencia de este pecado hasta me invita a dar al asunto toda la amplitud y desarrollo que reclama.

La murmuración puede tratarse de dos maneras. La primera, empleada, sobre todo, por literatos y moralistas, consiste en presentar cuadros satíricos de este defecto o en hacer resaltar las razones que puedan inspirar horror hacia él. La segunda, tal vez menos interesante, pero más teológica, se limita a resolver los casos de conciencia más prácticos en esta materia.

Mis preferencias se inclinan hacia este segundo método. ¿Para qué burlarse de los murmuradores o demostrar que cometen una acción ruin? Yo no puedo persuadirme de la utilidad práctica del primer sistema. El murmurador a quien yo hubiere puesto en la picota ¿se volverá  por ello más caritativo? Y cuando le hubiere demostrado con persuasiva elocuencia que ha obrado mal ¿no podrá responderme que lo sabe él tan bien como yo? …

 Mis cristianos lectores desearán seguramente poseer ciertas reglas y normas para conocer y evitar la maledicencia, normas y reglas que voy a señalar en este capítulo, tomando por guías a San Alfonso y a sus más fieles comentadores.

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Con todo fundamento se atribuye siempre la paternidad de la murmuración al orgullo y a la envidia. Y, ciertamente, convendrá conmigo el lector en que muchos de los dardos lanzados contra el prójimo han sido fraguados por uno u otro de estos dos defectos. Yo debo, sin embargo, señalar otra causa, muy liviana y trivial, pero que no deja de ser bastante frecuente. He hallado personas que murmuraban simplemente por respeto humano, por no dejar languidecer o, decaer la conversación.

La cosa parece, realmente, increíble; pero muchos de mis lectores reconocen, seguramente, que estoy en lo cierto, que ellos mismos han murmurado repetidas veces, no por rebajar una superioridad que les hacía sombra; sino para no perder su reputación de personas que saben sostener con amenidad una conversación.

Dijérase que los cristianos sólidamente piadosos debieran estar dispuestos a pasar por necios o desabridos antes que ganarse a tal precio la reputación de hombres de ingenio. Pero yo no creo que sea preciso semejante sacrificio. Nunca me resignaré a pensar que una conversación deba, so pena de languidecer, alimentarse de todos los rumores malévolos que se atribuyan al prójimo. Existen personas de un trato muy agradable, en las cuales todo el mundo reconoce lo que La Bruyére llamaba el ingenio de la conversación, y que, no obstante, jamás se las oye murmurar. Tales personas son la prueba viviente de que la murmuración, aun cuando parezca muy ingeniosa, delata, precisamente, verdadera carencia de ingenio.

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Luego de estas consideraciones conviene ya abordar la materia bajo su aspecto práctico.

Hay personas que aparentan dudar de que la murmuración pueda fácilmente constituir pecado mortal. Sin tomarse la molestia de reflexionar sobre el daño que su lengua causa al prójimo se tranquilizan pensando en el principio cómodo de que «han dicho lo que era verdad», y se las ve comulgar al día siguiente sin el menor escrúpulo.

 Yo me considero obligado a remover la tranquilidad de esas almas defectuosamente instruidas, acordándoles que toda murmuración de la cual se derive un perjuicio grave al prójimo en su reputación es un pecado mortal. Esto es fácil de comprender. Entre la reputación o la fortuna no hay quien vacile en dar la preferencia a la primera, declarando con el autor de los Proverbios que «el buen nombre vale más que la afluencia de riquezas«. Robar al prójimo su reputación, es, por tanto, un pecado más grave que arrebatarle la cartera con dinero. Entre uno y otro dé estos dos actos existe la misma distancia que separa un bien del orden moral, como es la reputación, de un bien de orden puramente material, como es el dinero.

 De lo expuesto se desprende, como se ve, que la murmuración constituye, a veces, pecado mortal, y yo añado que llega a pecado mortal con mayor facilidad y frecuencia de lo que aparenta creer la moral mundana. Para formarse una opinión sólida y bien fundada sobre esta materia no se puede ni se debe recurrir a los pareceres y costumbres que privan entre los mundanos: los teólogos, aprobados por la Iglesia, son los únicos verdaderos guías a quienes se debe consultar.

Que vuestros amigos, aun los que frecuentan los Sacramentos, se pongan, si les place, en oposición con la doctrina de la Iglesia, interpretando a su gusto las decisiones de la Teología, allá ellos; absteneos, piadosos lectores, de juzgarlos, pero guardaos, igualmente, de imitarlos. El ejemplo, por muy alto y general que fuese, no os autorizaría jamás para traspasar las barreras puestas por los maestros de la verdadera doctrina católica.

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¿Qué principio ha de inspirarnos para apreciar la gravedad de la murmuración? Desde luego no es necesario pesar antes toda la materialidad del hecho o falta de que se trate, puesto que el mismo hecho, atribuido a dos personas, tiene a veces consecuencias muy diferentes y repercusión exterior muy desigual. Decid, por ejemplo, de un simple soldado que le habéis oído blasfemar, y decid lo mismo de un seminarista que hace el servicio militar. La revelación de la falta tiene consecuencias de mucha mayor importancia en el segundo caso que en el primero. El soldado no ha perdido gran cosa en su reputación por haber proferido una blasfemia; pero no podrá decirse lo mismo con respecto al seminarista.

 Otro caso: vosotros contáis de un niño que llena a menudo sus bolsillos de frutas hurtadas en la huerta del vecino, y atribuis la misma in­delicadeza a otra persona en cuyo favor no se puede invocar como excusa ni la irreflexión ni la falta de educación. ¿Quién no ve que la murmuración, ligera en el primer caso, pudiera muy bien ser falta grave en el segundo?

 Para apreciar la gravedad de una murmuración no se debe, pues, considerar tan sólo la falta en sí misma, sino también, y principalmente, las consecuencias de la divulgación del hecho. La gravedad del daño ocasionado al prójimo en su reputación es el principio fundamental y la norma a que debe uno atenerse. «Los pecados cometidos contra el prójimo — dice Santo Tomáis — deben juzgarse según el daño que hayan causado; de esta fuente nace, en efecto, su malicia».

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¿Será lícito alguna vez revelar un defecto del prójimo? Existen ciertas causas que justifican dicha revelación, las cuales expondré con la mayor precisión y exactitud.

El interés espiritual del delincuente es la primera causa que nos faculta para descubrir la falta. Nos preguntamos muchas veces: ¿Puedo yo lícitamente revelar a sus padres la mala conducta de los hijos, o decir al ama de casa que su doméstica anda por malos caminos? Podemos, en efecto, hacerlo, siempre que haya esperanza fundada de que nuestra diligencia ha de ser provechosa. En este caso el interés mismo de los culpables justifica nuestro proceder, ya que es un interés superior al de su reputación.

Nos hallamos de la misma manera autorizados para ciertas revelaciones cuando están en juego otros graves intereses. ¿Quién se atrevería, verbigracia, a censurar conducta de una mujer que confiase a un hombre de negocios o a un magistrado los secretos dolorosos de su hogar para obtener protección o consejo en favor propio o de sus hijos? Por el reparo de no difamar al consorte: ¿habría de sacrificar el porvenir de sus hijos o su propia dignidad? En casos como éste la justicia y la equidad exigen que prevalezca el derecho del inocente. Cierto es que se debe condenar con energía a esas mujeres indiscretas que, bajo el pretexto de pedir consejo, lanzan a todos los ecos de la publicidad las culpas verdaderas o supuestas del marido. Pero, en nuestra hipótesis, se trata de una mujer prudente que se siente incapaz de resolver por sí misma las dificultades que se interponen en su vida y que pide consejo únicamente porque no puede arreglarse de otra manera. El moralista más rígido nada tendría que objetar a semejante modo de obrar.

En ocasiones especiales, el interés mismo de la Iglesia o del Estado puede justificar una revelación desfavorable al prójimo. Denunciar a la Iglesia un lobo disfrazado de pastor sería una acción muy laudable, lo mismo que descubrir al Estado a uno de sus empleados que malversara los intereses públicos a él encomendados.

El interés de aquellos a quienes se hace la revelación de una falta puede también justificar aquélla. Se tiene, por ejemplo, la certeza de que un empleado, un doméstico, son gentes sin de­licadeza, que no merecen ninguna confianza. Se puede — y a veces se debe — llamar la atención al dueño o al patrono para que vigilen y observen. Con mayor razón tenemos derecho a dar informes desfavorables que se nos pidan sobre alguno que hubiese estado a nuestro servicio.

Mas, en cada uno de los, casos expuestos, y otros semejantes, en que se justifica la revelación de un defecto, se debe alejar todo sentimiento de envidia o rencor, purificando cuidadosamente la intención y no teniendo a la vista más que el bien y la ventaja que la revelación proporcione. Si este bien pudiera obtenerse por otros medios debería guardarse silencio. Además, debe cuidarse de no manifestar más que lo preciso, ni hacer confidentes a más personas que las imprescindibles. En materia tan delicada nunca se debe proceder a la ligera, sino con tino y después de madura reflexión, teniendo conciencia clara de lo que se puede con derecho decir y de lo que hay el deber de callar.

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Es indudable que no se causa perjuicio notable a la reputación del prójimo cuando se comenta un hecho de notoriedad pública, el cual le es desfavorable. El punto difícil y delicado está en determinar las condiciones que ha de tener un hecho concreto para considerarlo suficientemente público y poder ocuparnos de él sin faltar.

Es cierto que, cuando la culpabilidad de alguno ha sido reconocida por una sentencia pública se puede, indudablemente, hablar de los hechos que hubieren motivado la sentencia, sin que ello constituya murmuración, ya que difícilmente puede darse mayor publicidad que aquella resultante de una sentencia judicial.

Idéntico criterio debe seguirse tratándose de una falta que la ley no ha condenado, pero que ha sido cometida en un sitio público y en circunstancia tales que todos pueden conocerla.

La misma solución ha de darse si la falta fuese conocida de un suficiente número de personas para su completa divulgación. A los que desearen explicaciones más concretas sobre el particular diremos con San Ligorio que «si, por ejemplo, en una ciudad de cinco mil almas conociesen cuarenta personas un hecho determinado, puede considerarse suficientemente público». Ocuparnos, por tanto, del mismo, revelarlo a otros que no lo conocen aún, no sería pecado grave. Sin embargo, difícilmente podría excusarse de pecado venial la persona que de esa manera contribuyese a la divulgación de una falta grave. El culpable, ciertamente, no tiene derecho riguroso a nuestro silencio, ni puede exigírnoslo en justicia; pero lo tiene a llamar a las puertas de nuestro corazón y pedirnos la limosna de la compasión. Rechazar semejante súplica y pregonar la falta que él hubiere cometido sería un acto poco delicado, contrario a la caridad cristiana.

Terminemos diciendo que es preciso guardarse mucho de cometer un hecho escandaloso, por ejemplo, antes de que sea completamente del dominio público. Sin necesidad de discutir demasiado sobre el grado de publicidad del hecho, lo recomendable es tomar el partido más seguro, encerrándonos en un silencio que la caridad encuentra siempre razonable.

Es posible aún ir más lejos, recomendando el silencio hasta en el caso de que no haya duda sobre la publicidad completa del hecho escandaloso. Que se diga discretamente por necesidad alguna palabra, pase; pero yo desconfío mucho de esas vigorosas arremetidas contra el vicio, recorriendo círculos y salones. Dios no puede aprobar semejante actitud: mucho más le agrada en tales casos el silencio que todas esas muestras aparentes de virtuosa indignación. Tal vez me equivoque; pero en esos gestos de indignación, mientas se dan detalles de un escándalo, me parece ver sentimientos poco honrados: la satisfacción, verbigracia, del fariseo que se vanagloria de estar libre de debilidades tan reprobables, o el envidioso que se alegra de ver el derrumbe de una reputación que le hacía sombra.

Añada el cristiano lector a estas consideraciones la de que, según advierte San Ligorio, «fácilmente se imaginan los mundanos ser pública una falta, no siéndolo en realidad», lo cual será motivo suficiente que le inspire una gran prudencia en esta materia, cuyos derechos son tan difíciles de precisar, y le mueva a quedarse corto, antes que propasarse en conversaciones de esta índole.

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Y ahora, digamos unas palabras sobre la actitud que se debe adoptar cuando se murmura en presencia nuestra.

Si en lugar de mostrar al murmurador nuestra desaprobación se le alienta y excita con preguntas, como es fácil de comprender, nos hacemos cómplices suyos. Nuestra intervención constituye en el caso verdadera cooperación. De donde resulta que, si la murmuración provocada o alentada por nosotros es grave, se pecará mortalmente contra la caridad y la justicia.

¿Y qué falta cometerá una persona que no ha provocado la murmuración, pero que experimenta placer en oír murmurar gravemente del prójimo? Los teólogos condenan severamente semejante placer voluntario. Alegrarse de un daño notable sufrido por el prójimo en su reputación lo califican ordinariamente de falta grave contra la caridad. Esta falta podría no ser grave si el placer sentido proviniese de pura satisfacción de curiosidad. Hay gentes que no tienen un adarme de maldad, que hasta desean toda clase de bienes a su prójimo, pero que experimentan por el momento cierta satisfacción al enterarse de un suceso cualquiera, aunque sea desfavorable al prójimo, sin poderlo siquiera disimular. Son verdaderos maniáticos que sólo merecen una sonrisa de compasión. Semejante caso no lleva consigo, de ordinario, más que un pecado ligero de curiosidad, que únicamente se agravaría si ellos mismos, a modo de gacetas ambulantes, publicasen y corriesen por doquiera la mala noticia que han oído y escuchado con placer. La curiosidad en ellos degeneraría entonces en verdadera murmuración, y su responsabilidad estaría en proporción al daño que su lengua hubiese ocasionado al prójimo.

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Examinemos ahora una cuestión más delicada y difícil de resolver. ¿Qué se deberá hacer cuando se murmure en nuestra presencia? Habremos de interrumpir a cada paso al mur­murador para hacerle callar, o bien hacerse uno el desentendido, aparentando que nada nos importa? El solo hecho de alejarse, cambiar de conversación o tomar una actitud de dis­gusto sería una protesta suficiente en la mayor parte de los casos. Sin embargo, un superior tendría obligación de hacer más en presencia de un inferior que no comprendiese o apa­rentase no comprender la lección: debería im­ponerle silencio, con buenas formas, pero con la debida energía y firmeza.

A mi juicio, se puede tener la misma exigencia con respecto de una madre ante la cual alguno de sus hijos se entrega a todas las intemperancias de la lengua. No tiene ella derecho a decir: «Es asunto entre él y su conciencia; yo no debo ni quiero intervenir para manifestarle mi desaprobación». Su deber de impedir la murmuración nace de la superioridad que ella posee con relación a su hijo.

Sé perfectamente que es preciso proceder sobre el particular con mucho tino, porque una fuerte amonestación hecha públicamente resulta a veces una prueba demasiado dura para el amor propio de un niño. Además, el castigo sería desproporcionado a la falta: ciertos rigores injustos y excesivos dejan a un alma joven agriada y sordamente irritada por muchos años. Soy de parecer que no se debe emplear la reprensión pública sino como último recurso, cuando se hubieren agotado todos los demás. Debe procurarse, más bien, llamar aparte al niño en quien se advierta la propensión a la crítica o a la burla, hablar a su inteligencia y a su corazón para determinarle a reflexionar sobre su mala inclinación. Si repetidas advertencias de este género no diesen resultado, debe aprendérselo con tono severo para hacerle callar delante de todos, desde el momento en que se aventure a renovar la murmuración.

Pero ha de tener presente el piadoso lector que no podrá sostener en derredor suyo una campaña provechosa contra la maledicencia, sino a condición de ser él mismo irreprochable en esta materia. Figurémonos a una madre que recrimina duramente a los que oye murmurar, mientras que ella a todas horas se ocupa de vidas ajenas, para censurar y murmurar a su gusto. Sus exhortaciones, a la caridad producirán el mismo efecto que las de un predicador irritable predicando mansedumbre. Provocará la sonrisa y hará recordar el adagio de los antiguos: «Médico, cúrate a ti mismo».

¡El ejemplo de los padres! He ahí la verdadera enseñanza; es también el modo por excelencia de formación en la caridad. Vuestros hijos se modelarán por vuestras obras, Ellos serán caritativos como vosotros, a menos que una influencia malévola neutralice la vuestra. Por eso, parecería inaudito que en un hogar donde los padres dan habitualmente ejemplo de caridad, un hijo manifestase una tendencia pronunciada a la denigración o burla. No hay padres serios y reflexivos a quienes no impresionen estas consideraciones y que no estén deseosos de crear en torno de sus hijos una atmósfera en la que sólo respiren benevolencia y caridad. De vosotros depende muy especialmente, padres cristianos, el que las generaciones venideras vivan impregnadas de la caridad de Cristo, o saturadas de un espíritu de malevolencia contrario al del Evangelio. ¡Cuán doloroso sería que, olvidándoos de tal responsabilidad, toleraseis que en las reuniones de familia fuese la murmuración el principal entretenimiento de todas las conversaciones!

Evitar que se murmure en nuestra presencia es cosa relativamente fácil; pero ¿será siempre, tan fácil echárselo en cara al que vaya pregonando por todas partes rumores ma­lévolos contra el prójimo? Hay personas que se irritan contra cualquiera que se permita darles alguna lección del modo más suave posible. En casos parecidos, cuando se prevea semejante resultado, es preferible callarse y dejar al murmurador que siga hablando a solas. Tal vez le sirva de lección esta actitud; de todos modos no tendrá derecho ninguno a lamentarse.

Si un amigo, de la misma edad y categoría, poco más o menos, con quien se tiene confianza, murmurase ante nosotros de cosas graves, no hay obligación estricta de cortar la conversación o de hacerla recaer sobre otra materia; pero sería muy prudente llamarle la atención y corregirle, a no ser que tuviese el carácter demasiado susceptible y de mal talante. Reconozco, sin embargo, que no es frecuente el éxito favorable en asuntos de esta índole, tratándose, sobre todo, de personas que no sean sólidamente piadosas.

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Veamos ahora cómo se debe reparar la murmuración.

Los teólogos muéstranse rigurosos con los murmuradores. Ellos entienden que, aquel que ha cometido una detracción a sabiendas y sin ninguna de las justificaciones señaladas tiene por de pronto la obligación de reparar el daño material que su pecado, según las previsiones ordinarias, pudiera causar al prójimo. Si se previese, por ejemplo, que tal detracción injustificada pudiese hacer perder su puesto a un empleado, y que el hecho desgraciadamente se verificase, el autor de la detracción estaría obligado con respecto a la víctima a una indemnización o compensación pecuniaria, equivalente al daño causado por la detracción. Es ésta una consideración que debería hacer más cautas a ciertas gentes para mejor refrenar su lengua.

El segundo deber del detractor es el de restituir al prójimo su reputación o fama. La reparación no es, a la verdad, fácil de realizar: ofrece aún más dificultad que si se tratase de reparar una calumnia. El calumniador puede decir siempre: «He mentido»; mientras que el detractor no puede decirlo. ¿Qué hacer entonces? Alegar en favor del ofendido las circunstancias atenuantes, ponderar las buenas cualidades o virtudes que posea, poniéndolas de relieve ante quienes se cometió la detracción, es, sin duda, muy recomendable y digno de alabanza; pero no puede ser más que un paliativo muy insuficiente.

¡Cuántas pobres almas he conocido que, convertidas seriamente a Dios, deploraban amargamente su impotencia para reparar las detracciones que habían cometido durante sus años de vida licenciosa! Tenían conciencia de la imposibilidad de reparar suficientemente, y este recuerdo pesaba sobre su vida como un remordimiento, el más doloroso de sufrir. Ansío vivamente, cristianos lectores, que procuréis evitar y preveniros para lo futuro contra semejante tormento. Por eso os exhorto a que ejerzáis una vigilancia diligente y severa sobre vuestra lengua, y os habituéis a no hablar sino con el pensamiento en Dios, rectificando con frecuencia y enderezando vuestra intención en todas las conversaciones.