Mons. P. Lejeune- LA LENGUA

LA ARMADURA DE DIOS

Sus pecados y excesos

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CAPÍTULO VI

LA JACTANCIA

¿Será necesario, benévolo lector, definir lo que es la jactancia, objeto de este capítulo?

Por nuestra parte la reconocemos y calificamos sin vacilar ni bien se manifiesta ante nuestra vista. Cuando una persona, por ejemplo, toma un acento lírico para hablar de sí mismo o de su familia y amistades, nos cuesta reprimir una sonrisa, y decimos en voz baja: ¡Cuánta vanidad, qué jactancia!

¿Hay motivo para clasificar la jactancia entre los pecados de la lengua? Es cierto que su malicia reside, sobre todo, en el interior, y consiste ordinariamente en una hinchazón de orgullo. «La jactancia — dice el P. Álvarez de Paz —, semejante a un tumor maligno, se descubre cuando revienta». El defecto de que vamos a tratar no es, por tanto, en el fondo sino un retoño del orgullo; pero, como es la lengua quien se encarga de manifestarlo, nos decidimos a colocar la jactancia entre los pecados de la lengua.

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La jactancia ofrece diversas formas que vamos a describir.

Hay personas que, a todas horas, hablan de la nobleza de su familia, de las grandes empresas de sus antepasados, de la extensión de sus relaciones. Tiene sus grados esta clase de jactancia. Mientras que unas se manifiestan con cierta delicadeza y discreción, otras practican con descaro y en toda ocasión esa pequeña retahíla de sus glorias familiares y de sus relaciones tan numerosas como selectas.

Rara vez podrán lograr su vano propósito de deslumbrar a la galería y suscitar la admiración, porque la vanidad desvanece su perspicacia y disimulo: la sonrisa burlona con que se acoge, su intempestivo relato genealógico lo dice muy claramente; y si algún humorista hace ademán de darles crédito, ni siquiera se percatan de la ironía con que procede. Esta manera de vanagloriarse apenas la usan ya más que los advenedizos e inexpertos; el mundo conoce demasiado el sentido del ridículo para dejarse embaucar. A vosotros, lectores piadosos y por lo mismo cristianos prácticos, ofrezco yo esta consideración, tomada de San Agustín: «Gustáis vosotros que sois de la tierra y que a ella habéis de volver, de ponderar vuestra nobleza, vuestra familia. Pues bien; muchos han gozado antes que vosotros de parecidas ventajas, y mayores aún. ¿Qué son hoy aquellos príncipes y generales que conducían sus ejércitos victoriosos por el mundo? Un poco de polvo, un puñado de ceniza. Algunas estrofas compuestas en su honor es lo único que nos queda de esos hombres que tanto ruido han hecho durante su vida». Desde este punto de vista es, ciertamente, cómo se deben contemplar todos esos juguetes de la vanidad humana, de que tan fácilmente nos prendamos

La jactancia en otras personas se manifiesta de una manera muy diferente. No levantan la voz para ponderar las glorias reales o imaginarias de sus antepasados, o para enorgullecerse de sus muchas relaciones. Lo que sí pretenden es que los demás tengan parte en la admiración que ellos sienten por su humilde persona. Por eso hablan de sí mismas con acentos de entusiasmo, y con una sencillez rayana en inconsciencia ponderan todas y cada una de las propias cualidades morales, intelectuales y físicas. Oyéndoles, piensa uno forzosamente en el pavo real que luce la rueda en derredor de si mismo.

Cuando esas personas observan que otra superior a ellas, al parecer, amenaza eclipsarlas fijan en ella su mirada, y con gesto desdeñoso y tranquila seguridad comunican a sus interlocutores que nada tienen que temer a las comparaciones. Se las oye decir como la cosa más natural del mundo: «Yo valgo más que todo eso».

El remedio más eficaz contra esa vana persuasión de suficiencia sería el conocimiento profundo y sincero de sí mismo. «Los toneles vacíos son los que más retumban», dice un refrán. Si las tales personas supiesen hasta qué punto están vacías, si tuviesen conciencia de la propia nulidad, quedarían para siempre curadas de la manía de aparentar. Pero, cuando se coloca ante sus ojos un espejo que les reproduce su figura, lo miran durante unos momentos, y luego se vuelven, diciendo: «No soy yo.» Y eso han dicho también, seguramente, al leer las líneas precedentes. Es una enfermedad muy difícil de curar.

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Citaré de paso otra vanidad de jactancia aún más insoportable, si puede darse, que las anteriores y afortunadamente menos común: la que pondera y publica su fortuna en tierras, bosques y castillos, créditos y valores en los bancos, etc., etc. Hay personas de esta clase que no pueden disimular su contento y regocijo el día en que llegan al millón ambicionado, y toman al público por confidente de su alegría. Compadezcámoslas y pasemos adelante. La avaricia es de suyo repulsiva; pero la avaricia que se pondera y de que se hace alarde con tanto descaro no puede producir más que náuseas.

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No tengo la seguridad, piadosos lectores, de haber obrado bien al retratar tan al detalle los precedentes casos, no haciendo, quizá, una labor práctica. Habría tal vez debido limitarme a describir solamente la otra forma de jactancia menos grosera, más hábil, en la que sobresalen muchos, según creo. En vez de la candidez vanidosa y descarada se van insinuando poco a poco en sus conversaciones y dejan a sus interlocutores el cuidado de sacar las consecuencias que los interesados pretenden. Sin énfasis ni ponderaciones inmodestas, como la cosa más indiferente, se ameniza y sostiene la conversación con perfiles y detalles que llamen notablemente la atención de los que escuchan. Y seguramente que semejante ardid o habilidad no tienen por objeto el propio rebajamiento ante la apreciación de los demás.

 Ahora bien, no por más refinada se hace menos odiosa esta jactancia. Aparece envuelta en una especie de hipocresía, y no sé si sería preferible la vanidad que se exhibe sin máscara ni cálculo, siendo de temer que el juicio de Dios sobre esta jactancia sea aún menos indulgente, ya que no tiene siquiera la excusa de la franqueza.

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Una conclusión práctica debe sacar de aquí el piadoso lector: hablar de sí mismo lo menos posible. Claro es que en circunstancias y ocasiones determinadas es lícito y hasta recomendable hacerlo, verbigracia, para excusar o evitar un escándalo, o para ser útil al prójimo. Pero en todo esto ha de procederse con la debida reflexión, fijándose bien en los motivos que uno tenga para hablar de sí mismo de manera laudatoria. Antes de desplegar los labios conviene mucho purificar la intención y protestar interiormente ante Dios de que no se obra por ceder a la vanidad ni fomentar de ningún modo la ostentación.

Tales precauciones son necesarias para quitar del alma todo pretexto con relación a este vicio tan sutil del amor propio.

Quiero agregar aún otro consejo: cuando se tenga alguna duda sobre la oportunidad de harbullar en alabanza propia debemos optar más bien por la abstención y guardar silencio. Seguramente que no nos pesará nunca el haber hecho inclinar de este lado la balanza.