DOMINGO INFRAOCTAVA DE CORPUS CHRISTI
En aquel tiempo dijo Jesús: Un hombre hizo una grande cena y convidó a muchos. Y cuando fue la hora de la cena, envió uno de los siervos a decir a los convidados que viniesen, porque todo estaba aparejado: Y todos a una comenzaron a excusarse. El primero le dijo: He comprado una granja y necesito ir a verla; te ruego que me tengas por excusado. Y dijo otro: He comprado cinco yuntas de bueyes, y quiero ir a probarlas; te ruego que me tengas por excusado. Y dijo otro: He tomado mujer, y por eso no puedo ir allá. Y volviendo el siervo, dio cuenta a su señor de todo esto. Entonces airado el padre de familias dijo a su siervo: Sal luego a las plazas, y a las calles de la ciudad y tráeme acá cuantos pobres, y lisiados, y ciegos, y cojos hallares. Y dijo el siervo: Señor, hecho está como lo mandaste y aún hay lugar. Y dijo el señor al siervo: Sal a los caminos, y a los cercados, y fuérzalos a entrar para que se llene mi casa. Mas os digo, que ninguno de aquellos hombres que fueron llamados gustará mi cena.
El Evangelio de este Domingo, Infraoctava de Corpus, contiene una parábola, en la que Jesucristo declara el gran misterio de la conducta de Israel ante la predicación del Reino de Dios.
Este Reino de los Cielos es comparado con frecuencia a un banquete de bodas. Hallábase Jesús, precisamente, en casa de un fariseo principal, que le había invitado a su mesa. Muchos amigos del anfitrión estaban también sentados con él.
Jesús había hablado del premio de los caritativos en la resurrección de los justos; el Señor había enseñado que había que invitar a un convite a los que no pudieran corresponder, a fin de recibir la recompensa en la resurrección de los justos.
Creyendo uno de los convidados que era lo mismo la resurrección de los justos y el reino de Dios, exalta la recompensa: Bienaventurado el que comerá pan en el reino de Dios…
Evidentemente, ese hombre era carnal y no podía comprender lo dicho por Jesús, pues pensaba que los premios eternos son materiales.
Y no es así, el pan del Reino de Dios es Dios mismo, que se da como soberano alimento a la inteligencia y a la voluntad.
Y en eso radica la bienaventuranza, porque ésta no es más que la posesión pacífica e inamisible de lo único que puede llenar de saciedad toda la vida: Dios.
Es el banquete por antonomasia: es el espectáculo inenarrable de la misma esencia de Dios; es el torrente de placer con que abreva Dios a los suyos; es visión, amor y goce, sumos y para siempre. Veremos, amaremos, gozaremos, dice San Agustín.
La exclamación de aquel convidado respondía bien a las ansias en que vivían los judíos del Reino Mesiánico.
Jesús se aprovecha de aquella aclamación para mostrar cuán poco sinceras eran las ansias de los judíos por el Reino de Dios. En efecto, era cosa corriente entre los judíos simbolizar el Reino de Dios en la figura de un festín; pero el Señor concretiza en esta parábola quiénes serán admitidos en el Reino de Dios.
Un hombre hizo una gran cena y convidó a muchos… Parecía natural que éstos respondieran agradecidos y acudieran a la invitación del amigo; pero, lejos de eso, se excusan con fútiles pretextos y dejan al amigo con la mesa puesta y sin comensales.
Mas no faltaron los convidados. Mandó el señor a su criado que saliera primero a las calles y plazas de la ciudad e hiciera entrar a todos los pobres y mendigos. Luego le ordenó que saliera fuera de la ciudad e hiciese entrar a cuantos hallase por los caminos.
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Busquemos el sentido de la parábola.
El hombre que dispuso el festín es Dios Padre; la gran cena o festín son los bienes del Reino Mesiánico; aquellos bienes nos llevan definitivamente a la fruición de Dios.
¿Quiénes son, en la mente de Jesús, los primeros invitados? No hay duda que los fariseos; aquellos que, apoyados en el alto concepto que tenían de su piedad, creían ser los primeros en el Reino de Dios; pero que fueron también los primeros en rechazarlo, cuando oyeron la invitación de Jesús.
Dice San Agustín: Envió a que viniesen los invitados; esto es, los llamó por los profetas enviados con este fin; los cuales, en otro tiempo, invitaban a la cena de Jesucristo. Fueron enviados en varias ocasiones al pueblo de Israel. Muchas veces lo llamaron para que viniese a la hora de la cena; aquéllos recibieron a los que los invitaban, pero no aceptaron la cena. Leyeron a los profetas y mataron a Cristo. Y entonces prepararon, sin darse cuenta de ello, esa cena para nosotros. Una vez preparada la cena (esto es, una vez sacrificado Jesucristo), fueron enviados los apóstoles a los mismos a quienes antes habían sido enviados los profetas.
Los que primero fueron llamados, los príncipes de la sinagoga, rehúsan asistir.
En su lugar vendrán los pobres y mendigos de Israel, aquellos que los fariseos declaraban malditos de Dios, porque ignoraban la Ley, pero que, en su humildad, no sentían obstáculo en seguir al divino Maestro.
Se irritó el padre de familias; ¡y con razón! Era un enorme agravio para un anfitrión rehusar, a última hora, el banquete, después de haberlo antes aceptado. Entonces, airado el padre de familias, dijo a su siervo: Sal luego a las plazas, y a las calles de la ciudad; y tráeme acá cuantos pobres, y lisiados, y ciegos, y cojos hallares.
Es evidente: está dispuesto el banquete y hay que buscar comensales; la sala no puede quedar vacía y la comida no puede ser desperdiciada.
Este es el segundo llamamiento, hecho a la plebe judía.
Los nobles de la ciudad no sólo no quieren entrar, sino que, incluso, no quieren que vengan las clases humildes: ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que cerráis a los hombres el Reino de los Cielos! Vosotros, ciertamente, no entráis; y a los que están entrando no les dejáis entrar.
Los fariseos, cerrando la puerta a todos por medio del terror, les prohibían la entrada. No satisfechos, porque no creían en Jesucristo, interpretaban mal sus enseñanzas y trastornaban todo lo que la Escritura profética decía de Él; y blasfemaban de todo lo que hacía.
De hecho, en concreto, antes y después de la muerte de Jesús fueron muchos los del pueblo que le siguieron, aunque la mayor parte, llevados del mal ejemplo de los dirigentes, repudió la invitación: Y dijo el siervo: Señor, hecho está como lo mandaste, y aún hay lugar.
Y vino el tercer llamamiento: Y dijo el señor al siervo: Sal a los caminos, y a los cercados: y fuérzalos a entrar, para que se llene mi casa.
Es la vocación de los gentiles, que estaban fuera de Israel, por las encrucijadas del mundo.
Fuérzalos a entrar, el padre de familias, impulsado por el deseo que tiene de que esté llena su casa, la Santa Iglesia, los fuerza a entrar.
Con esta expresión se manifiesta la fuerza invencible de la predicación cristiana, que ha podido llenar la Iglesia, no por la violencia física, sino por la persuasión y por el prestigio moral, junto con la gracia de Dios.
¡Atención! Esas dos cosas, persuasión de la Palabra de Dios y el prestigio moral de los hombres de Iglesia, han caído en desuso y son desfigurados. Por eso la gracia de Dios no acompaña, y allí radica, entre otras cosas, la apostasía generalizada que sufrimos.
El último grupo de los llamados son aquellos que, según la palabra de Jesús, vendrán de Oriente y del Occidente a sentarse con los Patriarcas en el banquete del Reino de los Cielos, mientras que los hijos del Reino son echados fuera.
Si en los convidados al banquete están representados los judíos, en los extranjeros, estamos figurados nosotros, los que no pertenecíamos al Pueblo de Dios, los que no podíamos alegar título alguno al Banquete de la Redención.
Aún más, hemos llegado a formar el grupo de los preferidos. ¡Oh inmensa bondad la del Padre! ¡Oh dicha incomparable la nuestra! No lo meditamos suficientemente como es nuestro deber. No nos damos cuenta del particularísimo favor que importa el haber recibido las aguas bautismales.
Respondamos, pues, a esa misericordia con un canto de gratitud…
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Todo el Antiguo Testamento presenta la historia de Israel en su doble aspecto: la bondad y misericordia sin límites de Dios para con su pueblo, y la indignación tremenda para éste cuando despreciaba su santa Ley.
Cada vez que el pueblo elegido abandonaba al Señor, desviándose de los caminos rectos y confiando en sus propias fuerzas, era castigado por Él y entregado a sus enemigos. Tan pronto, empero, como se arrepentía y volvía a poner su confianza en el Señor su Dios, recibía los más asombrosos auxilios, viendo siempre humillados a sus enemigos, aun cuando eran más fuertes que él.
He aquí la clave para, la comprensión de la historia del pueblo judío: Dios lo bendice siempre que se hace pequeño delante de Él, como un hijo confiado; y lo rechaza cuando se olvida del pacto que hizo Él con sus padres en el Monte Sinaí.
Anuncio en Deuteronomio 4: 25-40 y Deuteronomio, 11: 26-28: Mirad que hoy os pongo delante bendición y maldición: la bendición, si obedecéis los mandamientos del señor, vuestro Dios, que os intimo; la maldición, si no los obedecéis.
La reprobación del pueblo judío estaba profetizada en muchos textos del Antiguo Testamento.
Entre los más importantes tenemos tres en los Libros de Moisés: Deuteronomio 28: 48-55 y 64-68; Levítico 26.
En estas palabras de Moisés, que constituyen sólo una parte de sus profecías, se encierran del modo más claro las siguientes predicciones:
1) El pueblo judío perderá su independencia política.
2) Será expulsado del país de sus padres.
3) Dios lo dispersará por todo el orbe.
4) No encontrará tranquilidad alguna entre esas naciones extrañas, sino que andará por el mundo con terrores, tristeza y melancolía.
5) Será objeto de hostilidad y persecución de parte de los demás pueblos.
La profecía de Moisés es retomada y especificada por los Profetas posteriores, especialmente por Daniel, quien vaticinó en el siglo VI antes de Jesucristo, después de la destrucción de Jerusalén por Nabucodonosor. En el capítulo 9, versículos 23-27 encontramos su importantísima profecía de las Setenta Semanas.
Este vaticinio de las semanas de años reviste carácter netamente mesiánico. Cumplido el plazo y muerto Cristo, el pueblo judío ya no será suyo, sino que se establecerá una Nueva Alianza, el Nuevo Testamento, los gentiles admitidos al cristianismo, y cesarán las hostias y sacrificios de la Antigua Alianza.
En la última frase se amplía la mirada del Vidente, mostrándole Dios el triste porvenir de su pueblo: estará en el templo la abominación de la desolación que durará hasta la consumación y el fin.
El mismo Señor evocó en San Mateo, 24: 15, este vaticinio de Daniel: Cuando viereis que está establecida en el lugar santo la abominación de la desolación que predijo el Profeta Daniel, etc.
Lo hizo queriendo preparar a sus discípulos para los dos trascendentales acontecimientos de que habla en dicho capítulo 24, a saber: la ruina de Jerusalén y los tiempos novísimos.
No cabe, pues, duda alguna de que esta última parte de la profecía se relaciona con el destino del pueblo judío, cuyo centro vital, el Templo, quedará destruido hasta la consumación y el fin.
Lo mismo predice Jesucristo en San Lucas 21: 24, Jerusalén será hollada por los gentiles, hasta que los tiempos de las naciones, los gentiles, acaben de cumplirse; palabra del Señor que San Pablo interpreta en la Epístola a los Romanos, 11: 25.
Prescindimos de muchas otras profecías encerradas en las Sagradas Escrituras, porque aquí se trata solamente de destacar la idea dominante: la sentencia tremenda de la reprobación del pueblo judío por Dios, su dispersión entre otras naciones y los sufrimientos que ha de experimentar como consecuencia de la reprobación.
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La prevaricación del pueblo escogido trajo en consecuencia, según nos enseña San Pablo, la admisión de otros pueblos elegidos por Dios.
Este vaticinio es lugar común entre los Profetas, además de estar comprobado con toda exactitud por la historia.
Vayan como ejemplos las siguientes citas:
Deuteronomio, 32: 20-21: Yo esconderé de ellos los judíos mi rostro, y consideraré sus postrimerías, porque es raza perversa, e hijos infieles. Me provocaron con aquel que no era Dios, y me irritaron con sus ídolos. Yo también los provocaré con aquel que no es pueblo, y con gente necia los irritaré.
(Interpretado por San Pablo en Romanos 10: 19-20).
Oseas, 1: 10 e Isaías 10: 22 (explicado por San Pablo en Romanos 9: 25 ss)
Isaías, 65: 1-2: Me buscaron los que antes no preguntaban por Mí; me hallaron los que no me buscaron. Dije: vedme, vedme, a una nación que no invocaba mi nombre. Extendí mis manos todo el día a un pueblo incrédulo, que anda en camino no bueno en pos de sus pensamientos.
Romanos, 11: 7 ss
Efesios, 2: 12 ss.
Siguiendo a San Pablo, los Santos Padres, como San Jerónimo, San Ambrosio, San Juan Crisóstomo, etcétera, unánimemente sostienen que Isaías habla de la reprobación de los judíos y el llamado de otros pueblos a ocupar su lugar.
San Pablo no se cansa de destacar el significado místico de tan grande misterio.
Cuídense los cristianos de Roma –y con ellos nosotros todos– de engreírse por la vocación a la fe; no sea que se acarreen la misma suerte que los judíos.
Leamos en la Epístola a los Romanos, 11: 11-22, dicha advertencia.
No es difícil explicar las palabras de San Pablo, con tal que uno tenga presente la idea fundamental de que Dios desechó al pueblo ingrato e incrédulo de Israel y admitió en su lugar a las naciones gentiles.
Efectivamente, la caída, el delito, el menoscabo de los judíos ha venido a ser la riqueza del mundo, en cuanto dio lugar a la conversión de los gentiles.
Fracasada la misión entre sus connacionales, los Apóstoles se dirigieron a la gran masa de los pueblos no judíos, que no tardaron en llenar el vacío.
Esto queda claramente demostrado en el razonamiento del Apóstol San Pablo en la Epístola a los Efesios 2: 12 y ss, y en San Mateo, 10: 6, San Lucas, 24: 47.
Y su aplicación en los Hechos de los Apóstoles, 3: 26; 13: 13-50 y 28:23-30.
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Las Actas Apostólicas nos narran en su capítulo 13 la prédica de San Pablo en la sinagoga de Antioquía de Pisidia.
Este gran discurso, semejante al de San Esteban, es una grandiosa síntesis de la historia de Israel, y como un nexo entre ambos Testamentos, que nos muestra a través de ellos el plan de Dios según las profecías mesiánicas.
San Pablo anuncia a los judíos, exactamente como San Pedro en sus grandes discursos, el gran misterio de cómo las promesas de los Profetas, que parecían truncadas para siempre por el rechazo y la crucifixión del Mesías, se cumplen en Jesús resucitado.
Les dice el Apóstol que, Al desconocer las profecías les dieron cumplimiento… Observación de profunda sagacidad, porque, si es cierto que del Mesías estaban anunciadas muchas cosas gloriosas, también es cierto que estaba anunciada, no solamente la Pasión y Muerte del Redentor, sino, igualmente, su misión depuradora de la propia Sinagoga.
No podían, pues, los altivos fariseos pensar de buena fe que el Mesías debía venir solamente para dar a Israel un triunfo y prosperidad según la carne, sino también ante todo una purificación, para la cual el Bautismo de arrepentimiento que ofrecía Juan, debía “preparar el camino”.
Pero estaba escrito que “mientras el buey reconoce a su dueño y el asno el pesebre de su amo, Israel no me reconoce y no entiende mi voz”; y así, al “desconocer el tiempo de su visita”, ellos cumplieron, sin quererlo, como les dijo San Pablo, esas profecías tantas veces recordadas en el Evangelio, de que tendrían ojos para no ver y oídos para no oír a causa del embotamiento de su corazón.
Y esto mismo había de repetirles Pablo al fin de su vida en Roma, cuando les anunció definitivamente que la salud era trasmitida a los gentiles.
Para la sinagoga incrédula, admitir la resurrección que les predicaba San Pablo, significaba renovar el problema de la fe en Cristo como el Mesías Rey, que ellos habían rechazado, pues los Apóstoles predicaban que en el Señor resucitado se cumplían todas las promesas de los antiguos Profetas no obstante su rechazo por parte del pueblo de Israel.
Los pretendidos privilegios de raza, impidieron a los judíos aceptar la Buena Nueva de la Redención. Estos son preludios del acontecimiento transcendental que traería el paso de la Iglesia a los gentiles, y el cumplimiento de los terribles anuncios de Jesús contra Jerusalén.
Al final de los Hechos de los Apóstoles, capítulo 28, San Pablo se alza por última vez, a lo que parece, en un extremo esfuerzo, por conseguir que Israel y principalmente Judá, acepte a Cristo tal como Él se había presentado en el Evangelio, es decir, como el Profeta anunciado por Moisés, que no vino a cambiar la Ley sino a cumplirla, que no fue enviado sino a las ovejas perdidas de Israel, y también a Israel envió primero sus discípulos.
Por eso se dirige San Pablo en este último discurso de los Hechos a los judíos principales de Roma, aclarándoles que en nada se ha apartado de la tradición judía; antes bien, que está preso por defender la esperanza de Israel; y les predica según su costumbre, a Cristo y el Reino de Dios con arreglo a la Ley de Moisés y a los Profetas, como lo hace en la Carta a los Hebreos y como siempre que predicaba a los judíos.
Pero ellos se apartaron todos de él todos, sin quedarse siquiera los que antes le creyeron. Es el rechazo definitivo, pues San Pablo, preso por dos años más, no pudo ya seguir buscándolos en otras ciudades.
Termina así este tiempo de los Hechos, concedido a Israel como una prórroga del Evangelio para que reconociese y disfrutase al Mesías resucitado, a quien antes desconoció y que les mantuvo las promesas hechas a Abrahán.
San Pablo escribe entonces desde Roma a los gentiles de Éfeso, Filipos y Colosas la revelación del Misterio del Cuerpo Místico, escondido desde el principio, las Epístolas “de la cautividad”, joyas insuperables de divina ciencia cristológica, donde se nos revela o se nos confirma, junto con la vocación indistinta de los gentiles con Israel, los altísimos misterios del amor de Cristo, ocultos hasta entonces desde todos los siglos, hasta la dicha que nos espera cuando Él venga a transformar nuestro vil cuerpo para hacerlo semejante al Suyo glorioso.
El Libro de los Hechos señala así, como la Carta a los Hebreos, un nexo de transición entre “lo nuevo y lo viejo”.
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Regresando a la parábola, termina ésta con una amenaza tremenda: Pero os digo que ninguno de aquellos hombres que fueron convidados gustará mi cena.
Es Jesús quien habla aquí, no el padre de familia de la parábola.
Ya no es sólo la cena que preparó el Padre, sino la suya, la de la Gracia, los Sacramentos, su Palabra, el Evangelio, la Gloria….
San Gregorio Magno enseña con claridad, que sus palabras nos sirvan de exhortación final: Es muy terrible la sentencia. Por tanto, que ninguno lo desprecie, no sea que, si se excusa cuando se lo llame, no pueda entrar cuando él quiera.
El Cristianismo es algo absoluto, que no sufre el compromiso.
Hoy día hay bastantes prosélitos de una religión blandengue que relativiza el Cristianismo.
Para muchos la religión es lo bastante razonable y maleable como para adaptarse a las exigencias de la vida, es decir, a las exigencias del mundo.
“Teme a Jesús que pasa y no vuelve”, decían los antiguos…
Cuando Dios nos llama, nunca sabemos si ésta no será la última llamada.
Por lo tanto, lejos de nosotros las excusas, inútiles y desastrosas, vayamos a este banquete para alimentar nuestra alma.
No nos dejemos detener ni por el orgullo que podría inflarnos, ni por una curiosidad culpable que podría asustarse y alejarnos de Dios, ni por las voluptuosidades carnales que nos privarían de las delicias espirituales.

