FIESTA DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, enseñad a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándolas a observar todo cuanto os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días, hasta la consumación de los siglos.
Celebramos y solemnizamos hoy el mayor de los Misterios de nuestra sacrosanta religión: el de la Santísima Trinidad.
La fe católica enseña, y creemos firmemente todos los verdaderos católicos, que Dios es Unidad y, juntamente, Trinidad. Unidad de esencia o naturaleza y Trinidad de Personas.
Las tres divinas Personas, subsistentes en la única naturaleza divina, se llaman Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Por lo que mira a la Unidad de Dios, es muy claro el testimonio que de ella dan a cada paso las Sagradas Escrituras.
En el Deuteronomio lo declara el mismo Dios a su pueblo cuando le dice: Oye, Israel; el Señor Dios vuestro es un solo Dios. Y en otro lugar: Yo soy tu Dios y Señor, y no hay otro fuera de Mí.
Se afirma en el Símbolo cuando se dice Credo in unum Deum.
Y lo confirma la propia razón natural. Porque, si es Dios lo más culminante en perfección, en poder, en bondad, en belleza; lo sumo, en una palabra, de cuanto existe, no puede tener igual a sí; de donde se concluye, en buena y sana filosofía, que no hay más que un solo y verdadero Dios.
Esto en cuanto a la Unidad de la naturaleza divina.
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En cuanto a la Trinidad de Personas, no es menos categórica la Revelación, como lo manifiesta el Evangelio de la Fiesta: Id, pues, enseñad a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
En otros textos de la Sagrada Escritura se habla de las tres divinas Personas, nombrándolas siempre de esta misma manera, Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Podrá la impiedad echarnos en rostro que es oscuro el misterio, y nosotros no trataremos de negárselo, pues dejaría de ser misterio, si no tuviese esta oscuridad.
Mas lo que no puede negar la impiedad es que este misterio se nos ha revelado claramente, porque el hecho de esta revelación está muy a la vista en los Libros Sagrados.
Lo que no probará, además, la impiedad es que una cosa sea falsa por el solo hecho de ser oscura; y que una cosa oscura, por oscura que en sí sea, no pueda y deba ser muy creíble, cuando es firme y de toda confianza la autoridad del que nos atestigua con su palabra la certeza de su existencia.
Y en este caso, aunque la cosa sea misteriosa y envuelta en sombras o, mejor dicho, en focos de luz inaccesible, mucho más viva y esplendorosa de lo que pueden resistir nuestras débiles pupilas, la palabra que nos la asegura es la del mismo Dios, que ni puede engañarse, ni puede engañarnos.
Así que, lo mismo en este misterio, que en todos los demás de la Religión, la fe que prestamos a su verdad (aunque no la comprendamos) es el acto más racional de nuestra inteligencia cautivada en obsequio a Dios.
El Apóstol San Juan en una de sus Cartas apuntó a este propósito una razón concluyente cuando dijo: Si recibimos el testimonio de los hombres, más respetable es el testimonio de Dios.
Agradezcamos a la Fe el habernos descorrido algo el velo que nos oculta tales grandezas, y en adoración sumisa y profunda aguardemos gozar, tras estos breves crepúsculos y vislumbres que ahora se nos conceden, el medio día espléndido de la visión clara de Dios y de sus perfecciones en la gloria eterna.
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Sobre la base de lo revelado, hagamos una reflexión doctrinal sobre el Misterio de la Santísima Trinidad. Tengamos cuidado de no desanimarnos antes de comenzar, bajo el pretexto de que este misterio está más allá de nosotros.
Obviamente que excede infinitamente las fuerzas naturales de nuestro entendimiento. Lo supera aún más que los demás misterios, en la misma proporción en que la vida de Dios ad intra (dentro de sí) supera las obras de Dios ad extra (fuera de sí), es decir, la obra de la creación, de la gracia, de la Encarnación redentora.
Sin embargo, nuestro entendimiento, por débil que sea, ha sido elevado por la Fe teológica hasta poder penetrar las verdades sobrenaturales. En virtud de esta Fe y de los dones de Entendimiento y de Sabiduría, el Misterio de la Santísima Trinidad se ha hecho accesible a nosotros de cierta manera y hasta cierto punto, de modo que podemos adquirir una cierta comprensión muy fructífera de Él.
Comencemos haciendo humildemente un acto de fe en la verdad que nos propone la Santa Iglesia: un solo Dios en tres Personas distintas, Padre, Hijo y Espíritu Santo.
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El Prefacio de la Fiesta dice así: “Señor santo, Padre todopoderoso y eterno Dios, Quien, con tu Hijo unigénito y el Espíritu Santo, eres un solo Dios, eres un solo Señor; no en la unidad de una sola persona, sino en la Trinidad de una sola sustancia. Porque cuanto creemos, por habérnoslo Tú revelado, acerca de tu gloria, lo creemos igualmente de tu Hijo y del Espíritu Santo, sin diferencia ni distinción. De modo que, en la confesión de una sola verdadera y sempiterna Divinidad, sea también adorada la propiedad en las personas, la unidad en la esencia y la igualdad en la majestad”.
Al escuchar esta clara declaración de nuestra Fe, antes de intentar profundizar más, tenemos la sensación de que se está enrareciendo la atmósfera de nuestros conocimientos familiares, el aire de las argumentaciones a las que estamos acostumbrados… Nuestra mente, inmersa en lo sensible, se encuentra un poco perdida.
¿Cómo podría ser de otra manera, cuando se reclama que nuestra atención humana se establezca en Aquel que es sólo Espíritu…, y no sólo espíritu puro, como los Ángeles, sino también Espíritu infinito, infinitamente perfecto…?
Incluso más…, se nos pide que consideremos a este Espíritu infinito en lo que hay de más íntimo en Él, en su vida propia y absolutamente reservada, es decir en esa vida ad intra, no cognoscible a partir de los efectos creados, sino inteligible sólo por revelación, porque nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar…
Veamos, por ejemplo, el Símbolo de San Atanasio:
“Esta es la fe católica: que veneremos a un solo Dios en la Trinidad Santísima y a la Trinidad en la unidad. Sin confundir las personas, ni separar la substancia. Porque una es la persona del Padre, otra la del Hijo y otra la del Espíritu Santo. Pero el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son una sola divinidad, les corresponde igual gloria y majestad eterna.
Cual es el Padre, tal es el Hijo, tal el Espíritu Santo… El Padre es Dios, el Hijo es Dios, el Espíritu Santo es Dios. Y, sin embargo, no son tres Dioses, sino un solo Dios…
Porque, así como la verdad cristiana nos obliga a creer que cada persona es Dios y Señor, la religión católica nos prohíbe que hablemos de tres Dioses o Señores.
El Padre no ha sido hecho por nadie, ni creado, ni engendrado. El Hijo procede solamente del Padre, no hecho, ni creado, sino engendrado. El Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, no hecho, ni creado, ni engendrado, sino procedente.
Por tanto, hay un solo Padre, no tres Padres; un Hijo, no tres Hijos; un Espíritu Santo, no tres Espíritus Santos.
Y en esta Trinidad nada hay anterior o posterior, nada mayor o menor: pues las tres personas son coeternas e iguales entre sí.
De tal manera que, como ya se ha dicho antes, hemos de venerar la unidad en la Trinidad y la Trinidad en la unidad.
Por tanto, quien quiera salvarse es necesario que crea estas cosas sobre la Trinidad”.
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La misma sublime doctrina, pero más explicada, en el Concilio de Florencia, en el Decreto para los Jacobitas:
“La sacrosanta Iglesia Romana firmemente cree, profesa y predica a un solo verdadero Dios omnipotente, inmutable y eterno, Padre, Hijo y Espíritu Santo, uno en esencia y trino en personas: el Padre ingénito, el Hijo engendrado del Padre, el Espíritu Santo que procede del Padre y del Hijo.
Que el Padre no es el Hijo o el Espíritu Santo; el Hijo no es el Padre o el Espíritu Santo; el Espíritu Santo no es el Padre o el Hijo; sino que el Padre es solamente Padre, y el Hijo solamente Hijo, y el Espíritu Santo solamente Espíritu Santo.
Solo el Padre engendró de su sustancia al Hijo, el Hijo solo del Padre fue engendrado, el Espíritu Santo solo procede juntamente del Padre y del Hijo.
Estas tres personas son un solo Dios, y no tres dioses; porque las tres tienen una sola sustancia, una sola esencia, una sola naturaleza, una sola divinidad, una sola inmensidad, una eternidad, y todo es uno, donde no obsta la oposición de relación.
Por razón de esta unidad, el Padre está todo en el Hijo, todo en el Espíritu Santo; el Hijo está todo en el Padre, todo en el Espíritu Santo; el Espíritu Santo está todo en el Padre, todo en el Hijo.
Ninguno precede a otro en eternidad, o le excede en grandeza, o le sobrepuja en potestad.
Eterno, en efecto, y sin comienzo es que el Hijo exista del Padre; y eterno y sin comienzo es que el Espíritu Santo proceda del Padre y del Hijo.
El Padre, cuanto es o tiene, no lo tiene de otro, sino de sí mismo; y es principio sin principio.
El Hijo, cuanto es o tiene, lo tiene del Padre, y es principio de principio.
El Espíritu Santo, cuanto es o tiene, lo tiene juntamente del Padre y del Hijo. Mas el Padre y el Hijo no son dos principios del Espíritu Santo, sino un solo principio; como el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo no son tres principios de la creación, sino un solo principio”.
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Así pues, aunque todo es igual en Dios, aunque la sabiduría, el amor, la eternidad son los mismos, hay sin embargo un principio de distinción dentro de la unidad más íntima.
Porque el Padre, que es ingénito, engendra al Hijo desde toda eternidad; Él lo engendra sin ninguna variación en la sustancia, sin diferencia de ningún tipo en los atributos divinos; lo engendra en virtud de una procesión, de una generación completamente espiritual, de un movimiento por tanto completamente interior, y que deja la esencia intacta e inalterada.
El pensamiento dentro de nuestra mente nos proporciona alguna idea de este movimiento; pero siempre permanecerá la infinita diferencia de que el Verbo, en el seno del Padre, no sólo es de una perfecta semejanza, sino que es subsistente y único.
En virtud de la procesión de origen del Hijo a partir del Padre (y no al revés) existe de uno a otro una relación de origen que evidentemente no es intercambiable: la paternidad no es filiación. Ahora bien, estas dos relaciones son necesariamente subsistentes. Ellas son las que constituyen las Personas.
Pero, por muy subsistentes que sean las relaciones de origen, no por ello dejan de ser opuestas entre sí. De aquí proviene el principio de distinción entre el Padre y el Hijo; la relación subsistente de paternidad, que constituye al Padre, no se confunde con la relación subsistente de filiación, que constituye al Hijo.
Decimos lo mismo de la procesión que, por vía de amor entre el Padre y el Hijo, es el principio del Espíritu Santo.
En efecto, no se puede confundir la relación entre, por una parte, el Padre y el Hijo en relación con el Espíritu Santo como principios conjuntos e inseparables de este Espíritu de amor, y, por otra parte, la relación entre este Espíritu de amor y el Padre y el Hijo de quienes procede.
El Hijo es, pues, la misma sustancia que el Padre; pero esta sustancia única está en el Hijo como comunicada y procedente, mientras que el Padre, como principio, la hace proceder en virtud de una generación espiritual.
Así, la Fe católica, lejos de enseñarnos que hay varias sustancias en Dios, nos enseña, por el contrario, que:
– la única y misma sustancia, absolutamente inalterada, pertenece al Hijo como comunicada por el Padre; y esto por una procesión del orden del conocimiento.
– la única y misma sustancia, absolutamente inalterada, pertenece también al Espíritu Santo como comunicada por el Padre y el Hijo, como recibida del Padre y del Hijo; y esto mediante una procesión del orden del amor.
En virtud de estas dos procesiones, existen relaciones de origen que, sin afectar en nada la unidad de la sustancia, establecen, sin embargo, la distinción de las Personas.
Así como la expresión naturaleza aplicada a Dios toma el significado de un principio de ser y de operación que subsiste por sí mismo, así también el término persona toma en Dios el significado de relaciones de origen que subsisten.
Estas fórmulas, Unidad de naturaleza y Trinidad de Personas, que pronunciamos en la noche de la fe, designan, con toda propiedad, una fuente de luz y de amor de tal resplandor que no podemos contemplarla antes de la muerte y del Paraíso.
Confiamos en que, si vivimos conforme a nuestra Fe, este abismo de la Trinidad en la Unidad se convertirá pronto en nuestra eterna e inefable visión y felicidad.
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Habiendo establecido desde el principio la Fe católica la Unidad y la Trinidad, vemos como, meditando sobre las operaciones divinas ad intra de conocimiento y amor, es concebible que haya procesión en el orden del pensamiento y procesión en el orden del amor.
Y vemos como estas procesiones establecen relaciones que, si bien no difieren en sustancia, implican sin embargo entre ellas una distinción de principio y viceversa; y es por esto que, sin diferir de la sustancia, las Personas se distinguen sin embargo entre sí, porque en la divinidad todas las cosas son una, excepto donde se encuentra una oposición de relación.
La distinción que la Fe nos hace establecer entre Personas no es del mismo orden que la distinción que se encuentra entre un ángel y un ángel, un hombre y un hombre, un padre y su hijo, un amigo y su amigo. La distinción de la que habla la Fe no divide la naturaleza. Es la misma e idéntica esencia la que se comunica del Padre al Hijo, luego del Padre y del Hijo al Espíritu Santo.
Pero esta única y misma esencia pertenece al Padre como principio del Hijo; y pertenece al Hijo como recibida del Padre y expresión perfecta del Padre; y pertenece al Espíritu Santo como don de amor entre el Padre y el Hijo.
Es, en efecto, la misma y única esencia entre las Tres Personas, pero, porque se comunica, porque hay procesión, hay también relaciones no intercambiables; hay oposición de relación; y esto basta para distinguir las Personas sin dividir la esencia, ya que estas relaciones, distintas entre sí, son cada una idéntica a la esencia.
No es inconcebible; pero que esto es verdad lo sabemos sólo por la Fe.
Lo absurdo sería que la comunicación de la esencia, las procesiones, dividieran la unidad, porque entonces habría tres dioses.
Este hecho de nuestra Fe es, pues, concebible. Decimos concebible, nada más. Sería ridículo decir: se puede demostrar o ya está demostrado. El misterio permanece intacto.
¿Por qué se nos ha revelado este misterio de las Personas divinas? Es porque necesitábamos conocerlo por dos razones.
Primero, para comprender verdaderamente la creación de todas las cosas. Al decir que Dios creó todo mediante su Palabra, su Verbo, su Logos, excluimos el error de quienes afirman que Dios creó a los seres porque su naturaleza lo obligaba a ello. Asimismo, al afirmar que en Dios hay una procesión de amor, demostramos que Dios no creó a las criaturas por falta de algo, ni por algún motivo externo a Él, sino por puro amor a su propia bondad.
La segunda, y principal, razón por la que Dios nos reveló la Trinidad de Personas fue para tener un recto sentido de la salvación del género humano; porque se realiza por el Hijo Encarnado y por el don del Espíritu Santo.
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¿Es realmente útil entrar en estos detalles? ¿Debemos dar tanta importancia a las decisiones del Concilio de Florencia? ¿No podríamos conformarnos con una cierta aproximación, un más o menos…?
Hay quienes afirman que es inútil saber si el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo existen como Personas distintas en la misma unidad divina, o se reducen a ser sólo puntos de vista complementarios sobre la divinidad, modos de hablar que describen más o menos exactamente un misterio cuya intimidad se nos escapa.
Pues bien, si aceptamos estas interpretaciones relativistas, no dudemos en sacar las consecuencias.
La primera sería que ya no tenemos derecho a decir que el Padre envió a su propio Hijo para nuestra salvación, o que María Virgen es la Madre de Dios.
Tampoco tendríamos derecho a ofrecer la Santa Misa. Porque, si Cristo no es el Hijo de Dios, distinto del Padre, pero Dios como Él, ¿cómo podría realizar la transubstanciación, por la que continúa ofreciendo su Cuerpo y su Sangre al Padre, gracias al ministerio del sacerdote?
Si los nombres Padre, Hijo, Espíritu Santo no designan, con toda propiedad, la Trinidad de Personas dentro de la Unidad divina, entonces ya no hay religión católica que se sostenga.
La Santa Iglesia, con sus Concilios y sus solemnes definiciones, los Padres y los Doctores con cuya voz la Iglesia nos instruye, han ejercido siempre una extrema vigilancia tanto en la exposición de la doctrina, como en la elección de los términos que traducen y defienden los datos revelados.
Hicieron esto para mantener nuestra Fe en la verdad pura; de manera que, mantenida y garantizada nuestra Fe, se convierte en el principio de una comunión, tan misteriosa como real, con la vida del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; y que así nuestra vida pasajera en este valle de lágrimas, en la gran oscuridad y certeza absoluta de la Fe, nos prepara, sin ilusión y sin rodeos, a la visión eterna y beatífica del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
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¡Bendita sea la Santísima Trinidad y su indivisible Unidad!
¡Glorificadla!, porque ha hecho brillar sobre nosotros su misericordia.
¡Oh profundidad de los tesoros de la sabiduría y ciencia de Dios! ¡Cuán incomprensibles son sus juicios, cuán inapelables sus caminos! Porque ¿quién conoció los designios del Señor? O ¿quién fue su consejero?
Todas las cosas son de Él, y todas las cosas son por Él, y todas las cosas existen en Él.
¡A Él sea la gloria para siempre, amén!
Dice la Oración Colecta de la Misa: Dios omnipotente y eterno, que con la luz de tu fe diste a conocer a tus siervos la gloria de la eterna Trinidad, y les enseñaste a adorar en ella la Unidad de tu soberana naturaleza; confírmanos en esta misma fe, para que no nos abatan los males y adversidades del mundo.
Que María Santísima, Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo y Esposa de Dios Espíritu Santo así nos lo alcance.

