P. CERIANI: SERMÓN DE LA FIESTA DE PENTECOSTÉS

SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: Si alguien me ama, observará mis palabras, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos nuestra morada cerca de él; el que no me ama, no observa mis palabras. Y las palabras que habéis oído no son mías, sino de Aquel que me envió, del Padre. Os he dicho esto, permaneciendo a vuestro lado. Mas el Espíritu Santo Paráclito, que enviará el Padre en nombre mío, os enseñará todo y os sugerirá todo lo que yo os he dicho. La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón, ni se asuste. Ya me habéis oído deciros: Voy, y vuelvo a vosotros. Si me amarais, os alegraríais ciertamente, porque voy al Padre; porque el Padre es mayor que yo. Y os lo he dicho ahora, antes de que suceda para que, cuando hubiere sucedido, creáis. Ya no hablaré mucho con vosotros. Porque viene el príncipe de este mundo, y no tiene nada en Mí. Mas espera que conozca el mundo que amó al Padre, y, como me lo mandó el Padre, así obro.

Hemos llegado a la Fiesta de Pentecostés.

La gran Solemnidad que la Iglesia Católica conoce con este nombre era ya celebrada por el pueblo judío antes del Cristianismo, en memoria de la promulgación de la Ley de Moisés en el monte Sinaí.

Los cristianos continuaron celebrándola en memoria de la promulgación de la Ley Evangélica, verificada en tal día en el Cenáculo de Jerusalén con la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles.

Éstos, después de la Ascensión del Señor se habían recluido con María Santísima en el más completo retiro. Entregados a la oración, aguardaban con ansia el cumplimiento de las promesas que en su tiernísima despedida les hiciera el divino Maestro.

Al cumplirse los diez días de su retiro se oyó de repente un ruido extraordinario, como de un viento muy impetuoso que llenó toda la casa en la que estaban reunidos. Y en el mismo instante aparecieron sobre cada uno de ellos unas como lenguas de fuego, símbolo del Espíritu de Dios que se les comunicaba.

Y al punto se sintieron renovados en otros hombres; de ignorantes y rudos que eran, quedaron convertidos en sabios y elocuentes; de tímidos y encogidos, en valerosos y esforzados.

El miedo a los judíos les había tenido hasta entonces escondidos; y, una vez recibido el Espíritu divino, salen y predican a Cristo crucificado, echando en cara a los grandes de Jerusalén su alevoso deicidio.

Nada les detendrá; las fronteras más lejanas del Imperio Romano serán recorridas por estos hombres reanimados. Todos serán perseguidos, y ninguno renegará ante la persecución; antes morirán todos gloriosamente en medio de ella.

Ese domingo hablan todas las lenguas conocidas sin haberlas aprendido, y los extranjeros de distintas regiones, que se hallaban entonces en Jerusalén, les oyen ponderar, cada uno en su idioma, las maravillas de Dios.

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Este día grande es la verdadera inauguración del Cristianismo, pues en él empezaron los Apóstoles su pública predicación, y empezaron asimismo las numerosas conversiones. La Iglesia lo celebra con rito muy solemne, y su rezo en este día es magnífico sobre toda ponderación.

En el Introito canta el admirable poder del Espíritu Santo sobre la tierra, y parece desafiar a todos sus enemigos a que lo contrarresten.

La Epístola refiere el misterio del día tal cual acabamos de describir.

En la Misa se invoca antes del Evangelio la luz del Espíritu Santo, y durante el canto majestuoso se imita, con ciertos registros, el ruido del viento impetuoso que anunció a los Apóstoles la presencia del Espíritu Santo. En seguida se canta un hermoso himno o Secuencia.

El Evangelio trae la promesa de la misma comunicación del Espíritu divino, que fue dada a los Apóstoles, y a todos nosotros, con tal que de ella nos hiciéremos merecedores. Cualquiera que me ame, dice el Señor, observará mi doctrina, y mi Padre le amará, y nosotros (esto es, las tres divinas Personas) vendremos a él y haremos mansión dentro de él.

No envidiemos, pues, a los Apóstoles su felicidad; el mismo Espíritu de Dios que se les dio en este día se nos da a nosotros en la recepción de los Santos Sacramentos.

Los efectos exteriores que produjo en ellos sólo fueron necesarios en la promulgación de la Fe, y por esto no debemos esperarlos ahora; mas los consuelos interiores son aún patrimonio de todas las almas que le reciben; e incluso hoy día hay quienes son favorecidos con esos altísimos dones, tal como lo expliqué el Domingo de Quincuagésima.

La Fiesta de Pentecostés tiene Octava Privilegiada, es decir que, durante ocho días consecutivos, se celebra con rezo en el Breviario y con Misa propia. Tanta y tan merecida importancia da la Iglesia Católica a esta solemnidad.

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Como dijimos, después de la venida del Espíritu Santo empezaron los Apóstoles la pública predicación de la Fe. Fijémonos en algunas circunstancias.

No se lee que, para realizar aquella especie de alzamiento moral, que puso en conmoción a todo el pueblo, Pedro anduviese pidiendo permiso a los Magistrados de su nación, ni al Pretor romano que ejercía la autoridad del César. Las leyes religiosas del país, las leyes civiles, el Código penal estaban contra él. Pedro debía desobedecer a todo esto, y desobedeció.

Su primer sermón es un reto a la orgullosa Sinagoga, esto es, al poder público y legal. Oigamos:

Oh hijos de Israel, escuchadme ahora: a Jesús de Nazaret, hombre autorizado por Dios a nuestros ojos con los milagros, maravillas y prodigios que por medio de Él ha hecho entre vosotros como todos sabéis; a este Jesús dejado a vuestro arbitrio por una orden expresa de la voluntad de Dios y decreto de su presciencia, vosotros le habéis hecho morir clavándole en la cruz por mano de los impíos. Pero Dios le ha resucitado.

¡Qué atrevimiento! ¡Qué varonil energía! A Jesús de Nazaret, dice, a este Jesús, es decir, a Aquel a quien la ley había declarado delincuente y que había sido ajusticiado con todas las formalidades legales por el fallo de un tribunal…

Vosotros, añade, vosotros le habéis hecho morir. Y ¿quiénes son tales vosotros? Son los allí presente, los gobernantes del país, los individuos de su Sanedrín o Congreso, los jefes de sus tribus, los ministros de la justicia.

Y, como si esto le hubiese parecido poco, declara impíos, sí, impíos a los homicidas, es decir, a la ley y a la autoridad.

En una palabra, la Iglesia Católica, en él personificada, se salió aquel día de la legalidad; hizo más; se declaró en oposición con ella, se alzó para destruirla; y, lo que es más, lo consiguió.

Y la legalidad de entonces se dio por ofendida; y San Pedro, el primer Obispo y el primer Papa, fue llamado al tribunal de los judíos, como si dijésemos el Consejo de Estado de entonces, y en nombre de la ley se le intimó que callase.

Y San Pedro, riéndose de la ley, respondió con aquella frase sublime que nunca deben olvidar los hijos de la Fe: Es necesario obedecer primero a Dios antes que a los hombres.

Eso sí, salió con las espaldas bien azotadas, pero burlada la autoridad y triunfante la nueva doctrina.

De modo que el primer paso de la Iglesia sobre la tierra fue un ataque a la legalidad establecida, una lucha contra esa legalidad y una victoria sobre ella.

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Dejemos ahora aquellos tiempos, y volvámonos a lo de hoy. El mundo está presenciando una lucha entre la Iglesia y los poderes humanos. La Revolución fue planteando una legalidad nueva, que no es católica, sino contraria a las doctrinas, a los preceptos y a los intereses divinos del Catolicismo.

Es decir que, por distintos caminos, la Iglesia de Dios se fue encontrando frente a frente con los poderes de la tierra, y en situación análoga a la que tuvo en su principio.

Y hay una cierta clase de aparentes católicos, cuyo calificativo es liberales, que a todas horas nos están aturdiendo con frases como: ¡La legalidad! ¡Respetar la legalidad! ¡No salirse de la legalidad! ¡Aprovechar los recursos que ofrece la legalidad! ¡No hacerse sospechoso a la legalidad! ¡Vivir dentro de la legalidad!

Pues bien. No es a ellos a quienes hemos de tomar por modelos… Los primeros Apóstoles son los de toda confianza.

La legalidad es quien debe acomodarse a nosotros, no nosotros a la legalidad. Y contra toda legalidad que sea contraria a la Iglesia tenemos el derecho y el deber de no callar, como lo tuvo ella. Lo que fue lícito para plantear la reacción, lícito debe ser también para conservarla.

¿Qué nos importa piensen de otro modo los gobernantes del día? También pensaron de distinto modo que los Apóstoles los magistrados de Jerusalén.

¿Qué nos importa que tal o cual prescripción esté consignada en un código o constitución democrática? No hay pseudo derecho contra el Derecho, ni hay pseudo verdad contra la Verdad; y Cristo tiene el derecho absoluto y la es la Verdad absoluta; y ha pasado ese derecho y esa verdad a su Iglesia.

Si fuese cierto que debiese callarse ante toda legalidad y ante toda autoridad por el mero hecho de serlo, no existiría aún la Iglesia de Dios sobre la tierra, y no se celebraría hoy día en toda ella la gran fiesta de Pentecostés.

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Este acontecimiento es en todos los aspectos singular y fenomenal. Sigamos estudiándolo, contemplándolo, saboreándolo…

Doce hombres había reunido en torno de sí Jesucristo al empezar sus predicaciones; y eran tales estos hombres, que ni siquiera servían al parecer para medianos discípulos de su sublime doctrina. Muchas veces, aun con oírla de labios tan autorizados, no la llegaban a comprender, y parecía oscura y enmarañada a sus cortas entendederas. Lo dicho: servían apenas para discípulos aquellos rudos hombres.

Y, no obstante, el divino Jesús se proponía sacar de ellos nada menos que los maestros del género humano. Es verdad que, si era flojo el talento, no le iba en zaga la firmeza del corazón. Apenas los hubo escogido el Salvador para empresa tan arriesgada, mostraron muy a las claras que, si eran rudos para la ciencia y las letras, en cambio eran también muy cobardes y apocados para todo lo que de cerca o de lejos se relacionase con la persecución.

En lo más alto de la empresa, se quedó el Maestro con apenas un discípulo de la reducida cátedra que se formara alrededor.

Uno de ellos le vendió por una despreciable cantidad, deshonrando a sus compañeros con la traición, y por fin y remate con el suicidio.

Otro, que por su ardimiento y desenfadadas protestas parecía dispuesto a todo, cedió a los primeros encuentros, y negó tres veces a quien había jurado seguir y defender hasta la muerte.

Los demás durmieron descuidados en el huerto, echaron a correr al oír los primeros gritos, y no salieron de sus escondrijos ni aparecieron en público hasta sosegada la borrasca.

Uno solo, el más joven, se dejó ver al pie de la Cruz.

Pero todos, aun después de la Resurrección, no se aventuraron a reunirse y a hablarse sino de noche y muy cerradas las puertas. El Texto Sagrado confiesa sin rubor ni miramientos que era por miedo a los judíos…

Y sin embargo…, maravillas se esperaban de ellos…, y maravillas se vieron. ¡Tan grandes maravillas, que aun hoy en día, a través de más de veinte siglos, asombran estas maravillas como las más grandes de la historia, y la llenan toda con su majestad, y la alumbran y esclarecen con sus inmarcesibles resplandores!

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¿Cómo se hizo el milagro? ¿Cómo se verificó el fenómeno? La misma Historia Santa, que tan sin rubor ni miramientos da cuenta de las vergonzosas ignorancias y cobardías de aquel puñado de pusilánimes, lo explica con igual llaneza y sencillez.

La cosa pasó del modo siguiente: un día desapareció de entre ellos el divino Salvador, que hasta entonces les había alentado y fortalecido. Su último encargo fue breve, pero asombroso de puro extravagante: Id, y enseñad a todas las gentes.

Pero, Señor, ¡que son ignorantes!

No le hace; el mandato es serio y formal: Id, y enseñad a todas las gentes.

Quedan solos los once con el peso formidable de tan tremenda misión. Quedan solos, y se reúnen en Jerusalén, conforme a instrucciones de antemano recibidas. ¿A qué? ¿Por ventura a deliberar y discutir? ¿Acaso a consultar el asunto con las eminencias del siglo? ¿Quizás a concertar diplomáticamente con los poderes establecidos la realización de la colosal empresa?

Nada de eso; pues ni es congreso diplomático el Cenáculo de Jerusalén, ni es academia de filósofos.

A la misma hora disputan los filósofos en Atenas, y legislan los emperadores y sus ministros en Roma, y se entregan a sus profundas cavilaciones los sabiondos políticos del Sanedrín.

No cuentan con ellos los discípulos de Jesucristo. En el Cenáculo tan sólo se ruega y se espera. María Santísima, Madre de Jesús, preside aquella original y silenciosa academia. Y pasan los días; pero no cesa la oración, ni disminuye la confianza, ni se afloja el fervor de los corazones.

Y llega el décimo. Y repentino estruendo llena la casa toda. No es el estruendo de las discusiones humanas, no es el grito de la tribuna pública, no es el palmoteo de los que aplauden el dicho feliz, o el arranque vigoroso, o la réplica contundente de un orador. Es la señal exterior y sensible del Espíritu Santo que desciende visiblemente como aparición de fuego sobre la piadosa asamblea, y llena invisiblemente de nuevo y desconocido ardor sus débiles corazones, y de nueva y desconocida luz sus menguadas inteligencias.

Se cumplió la promesa. Se realizó el prodigio. El Cenáculo de Jerusalén es ya el Sinaí de la nueva Ley. Aquellos rudos hombres acaban de ser graduados Doctores del género humano, no por las academias de Roma o de Atenas, sino por el mismo Espíritu de verdad.

Y salen del Cenáculo de Jerusalén, reducido espacio ya para el empuje y atrevido aliento de tan poderosos campeones. Ya no callan confusos, ni se retraen medrosos, ni cierran las puertas al anochecer, ni huyen a la faz de los enemigos, ni tiemblan ante el insulto, ni ante el azote, ni ante la muerte.

Hablan como sabios en todo idioma conocido; discuten, arguyen, confunden y aplastan a sus asombrados contradictores. Se imponen a Jerusalén, bautizan aquel mismo día a miles de enemigos del Crucificado, toman su báculo y emprenden la conquista del mundo, y desafían osados a todos los poderes de él; y su palabra y su sangre hacen cristiano al mundo.

Enmudece Atenas, y los sabios del Areópago truecan su saber por la Fe de los galileos. Ruge de furor la Roma imperial al ver cómo caen, uno tras otro, sus dioses en vergonzosa derrota.

Cristo vence por fin en toda la línea; Cristo reina; Cristo manda. Los discípulos enviados por él a la extraña empresa de conquistar el mundo, lo han puesto por trofeo a sus pies.

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E insisten en preguntar: ¿Cómo se hizo el milagro? ¿Cómo se verificó el fenómeno?

Mientras el pobre incrédulo no puede humanamente contestar, reconozcamos nosotros y alabemos el poder del Espíritu Santo, tercera Persona de la Santísima Trinidad, de quien es el honor de tan gloriosas victorias, cuya Fiesta solemnísima es la que en memoria de ellas celebra la Santa Iglesia de Dios.

¡Alabemos, pues, al Espíritu Santo! ¡Celebremos cual cabe a hijos regenerados por su divina virtud!

Fue Él quien al principio de los tiempos puso el sello a la creación del mundo material; fue Él quien lo puso en tal día como éste a la creación de este otro mundo espiritual que es la Iglesia; es Él quien lo pone a la formación del hombre redimido por medio de la justificación.

Dones suyos son: sabiduría, que es el sabor de las cosas celestiales; entendimiento, que es el superior criterio con que juzga el cristiano ilustrado por la gracia; consejo, que es la inspiración práctica con que regula según Dios sus menores acciones; fortaleza, que es la firmeza del corazón para superar las dificultades y no arredrarse ante los enemigos; ciencia, que es el conocimiento adecuado de lo concerniente a nuestra vida espiritual; piedad, que es el amoroso afecto de nosotros para con Dios nuestro Padre y para con nuestros prójimos nuestros hermanos; temor de Dios, que es el respeto reverencial que debemos a su ley y a la sanción tremenda con que se ha servido dictárnosla.

Tales Dones forman el tesoro de la Iglesia, Cuerpo Místico universal, cuya alma y vida es el Espíritu Santo. Y forman además el tesoro de cada una de las almas en que Él mora por medio de la gracia.

Y son frutos suyos: la caridad, que es el amor sobrenatural, es decir, el amor en su mayor pureza, intensidad y extensión; el gozo, que es la más íntima expresión del bienestar del alma; la paz, que es el absoluto dominio de ella sobre todas sus facultades, así como sobre los apetitos del cuerpo; la paciencia, que es la perfecta resignación al querer divino en las contradicciones; la esperanza, que es seguridad y una como anticipada posesión de los bienes eternos; la bondad, que es la absoluta conformidad de todo nuestro ser moral con la norma divina; la benignidad, que es la efusión del sentimiento generoso de nuestro corazón en favor de nuestros semejantes; la mansedumbre, que es la igualdad de ánimo en las injurias y en los defectos ajenos; la fe, que es la docilidad del espíritu a la enseñanza de Dios y la fidelidad a su inspiración; la modestia, que es la observancia del porte exterior cristiano; la continencia, que es el debido límite y moderación impuestos a nuestras pasiones; la castidad, que es la suma limpieza en pensamientos, palabras y obras, a despecho de la inmundicia y corrupción que nos rodea.

¡Oh Espíritu Santo! Oh Espíritu de amor, verdaderamente apellidado Paráclito o Consolador, pues con estos dones y frutos de tal suerte haces feliz al alma, que a esta presente miserable vida se la cambias ya en preludio de la bienaventurada que le guardas en el cielo… Ven, desciende a nuestros corazones sedientos, que, si menos dispuestos que los que llenaste un día en el Cenáculo de Jerusalén, están en cambio más pobres y necesitados…

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La vida del Espíritu Santo, Espíritu vivificante, como le llama el Credo, se manifiesta clara, palpable, evidente, en la Iglesia por un fenómeno en el que tal vez no se fija comúnmente como se debe toda la atención.

La sociedad de los adoradores del verdadero Dios y observadores de su Ley, antes de la venida de Cristo, era el pueblo hebreo. Era ésta ya una verdadera Iglesia, prólogo grandioso de la que debía venir después. Sin embargo, en aquella Iglesia mosaica, divina y verdadera como fue, ¡cuán escasas y cuán raras brillaron las maravillas extraordinarias de vida sobrenatural, que tan comunes han venido a ser después en el Cristianismo!

Un siglo solo de la historia de éste contiene más rasgos de vida sobrenatural que todas las crónicas juntas del pueblo judaico desde su insigne padre y patriarca Abrahán hasta los días del gran San Juan Bautista.

Los Santos aparecen en el antiguo pueblo de Dios como lumbreras con larguísimos intervalos acá y allá esparcidas; en la sociedad cristiana se presentan en profusión innumerable como las estrellas del cielo.

Es muy celebrada la fidelidad de Abrahán, lo es la castidad de José, lo es la penitencia de David, lo es el celo de Eleazar, lo es el heroísmo de los hermanos Macabeos y de su madre. Sin embargo, tales maravillas se podría decir que han dejado de serlo en el Cristianismo, por ser en él poco menos que cotidianas.

La gloriosa leyenda de los Macabeos se halla repetida cien y cien veces en nuestros martirologios. La castidad de José es ya ordinaria en las filas de nuestros jóvenes y doncellas en el claustro y fuera de él. El celo devorador de Eleazar es débil llama ante el incendio que ha abrasado el corazón de nuestros Bernardos, Domingos, Ignacios y Javieres. El tipo magnífico de Abrahán se ve reproducido en cien fundadores de Órdenes religiosas, que han dejado tras sí prole más dilatada que la de aquel padre de los israelitas.

La vida divina palpita vigorosa en el cuerpo de la Iglesia. Y es que tiene alma ese organismo, y tiene por alma el mismo Espíritu de Dios, soberano don del Cielo, procedente del Padre y del Hijo, con quienes es, aunque Persona distinta, única indivisible naturaleza.

Es Él fortaleza en los que combaten, luz en los que enseñan, paciencia en los que sufren, ardor en los que trabajan, inenarrable gemido de amor en los que oran. Hay divisiones de gracias en el Cuerpo Místico de Jesucristo; uno solo, empero, es el Espíritu que las comunica.

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¿Qué fue en su principio la Iglesia de Dios? ¿Qué es hoy día? Humanamente, nada; divinamente, todo.

Allá en el día solemnísimo de Pentecostés, al salir del ardiente Cenáculo, es un grupo de débiles hombres que desafían al mundo… y le vencen. Hoy unos cuantos católicos, dispersos por todo el mundo entre el multiplicado número de fieros adversarios suyos… La hueste formidable del infierno ocupa casi todos los tronos, dispone de todos los medios, arrogante con las armas, envanecida con aparatosa ciencia, orgullosa con verdadero y al parecer incontrastable poder. Y ella, la hija del Cenáculo de Jerusalén, se ve humillada por todas partes, en todas partes combatida y despojada, por todos los sabios del mundo desahuciada…

¡Es cierto!… Humanamente nada es… Pero, no hay duda, es cierto también, divinamente lo es todo…

A sus pies ruge una secta infernal… Muchedumbres sin fe y sin ley, seducidas más que malvadas, ebrias de sensualismo y de orgullo, enfurecidas por el continuo atizar de venenosos emisarios, braman en torno de sus frágiles muros, y los baten con incesante arremetida, y se diría que van a cubrirla y sorberla…

No temáis. Vive en la Iglesia el Espíritu Santo… Esta es su fuerza… Hace veinte siglos que azotan ese mismo peñasco esas mismas oleadas, que un día se llamaron judíos, otro día gentiles, otro día bárbaros, otro día turcos, otro día protestantes, otro día filosofastros, otro día gubernamentales o turbulentas demagogias…

¡No importa! ¡No le dan cuidado a la Iglesia de Dios! Cada centro oficial es hoy casi en todas partes baluarte erizado de fiera artillería contra la mansísima hija de Jerusalén; cada Gobierno es poco menos que sucursal de las logias, sucursales a la vez de aquella otra logia central en que preside personalmente y dirige contra Cristo Dios la guerra el príncipe de las tinieblas.

¿Y no los teme la Iglesia de Dios? ¡Ah, no, que los compadece! Sufre su opresión, y ve desgarrado por ellos su cuerpo y mira correr su sangre…, pero segura de su vigor, que se lo dio y se lo conserva el Espíritu Santo, sonríe como las antiguas doncellas cristianas en el circo…

Y en medio de los gritos de horrible júbilo con que saludan su muerte, canta ella regocijada su himno de inmortal victoria: Tú, ¡Espíritu divino! Tú, ¡Paracleto eterno y vivificador! Tú, ¡Fuego bajado del Cielo! Tú eres el poderoso resorte de su actividad, el foco misterioso de sus ocultas energías.

Tuya es la plegaria que se derrama en el silencio del templo; tuya la modesta virtud que perfuma el doméstico hogar… Tuyos son todos nuestros consuelos y alborozos; tuyas nuestras infalibles prendas de seguridad; tuyo nuestro tesoro de inmortales esperanzas.

¡A Ti el honor, a Ti la gloria por los siglos de los siglos!

¡Gloria al Padre!, ¡Gloria al Hijo!, ¡Gloria al Espíritu Santo!