LA ARMADURA DE DIOS
Sus pecados y excesos

CAPÍTULO II
CONSEJOS GENERALES
No me propongo en este trabajo hacer solamente una descripción o un análisis de los defectos de la lengua, sino también la corrección y el remedio; y como existen ciertos consejos generales que convienen a cada uno de esos defectos de la lengua, conviene también hacer a cada uno la aplicación respectiva. Repetir los mismos consejos y prescripciones casi en cada página del libro causaría fastidio a los lectores. Para salvar estos inconvenientes adelantaré algunas consideraciones generales que considero habrán de ser provechosas.
Por ejemplo: en un salón conversan animadamente dos personas. Una de ellas deja deslizarse la lengua, sin pensar para nada que está Dios presente. La otra, por el contrario, se siente en presencia de un Dios que la ve y la oye. Es muy de temer que la conversación de la primera constituya en su totalidad una sucesión de faltas, mientras que la segunda habrá sabido gobernar su lengua de manera que no se le haya deslizado falta alguna advertida. Todo esto que acabo de afirmar es comprobado por la experiencia diaria. Sólo el pensamiento: «Dios me ve y me oye», es suficiente para detener en nuestros labios una maledicencia, una mentira, una broma de mal gusto. Tan pronto como nos olvidamos de la presencia de Dios somos víctimas de la pasión, que hace a nuestra lengua capaz de las peores necedades, igual que de los más peligrosos desvaríos.
No hay exageración en afirmar que los santos son los hombres del mundo, cuya conversación es la más razonable, la más sensata. y, al mismo tiempo, la más agradable, lo cual resulta fácil de comprender: sabiendo que Dios los mira, no quieren ver las cosas sino bajo el aspecto en que Dios mismo las aprecia; pasan por el filtro todo pensamiento apasionado que los agite, y si encuentran que no es del agrado de Dios lo ahogan en su corazón antes de que pueda brotar en los labios. Por eso no hallaremos nunca en su conversación una palabra que constituya eco de una pasión reprobable, que hiera al decoro, a la verdad o a la caridad.
Al recomendar a mis lectores que los imiten trayendo a la memoria, antes de hablar, la presencia de Dios, no faltará quien replique: «Esa constante precaución y recogimiento, el pensamiento continuo de que Dios lo ve todo y ha de juzgar cada una de las palabras de la conversación, constituyen un hábito y ejercicio propio y peculiar de los santos, un estado de ánimo característico de la santidad».
Esto es indudablemente muy cierto. Por esta razón no aconsejo indistintamente a todos mis lectores semejante práctica: eso sería como azotar al aire, y el consejo resultaría, además, completamente inútil para las personas de vida más o menos disipada que no tengan alguna práctica de recogimiento y vida interior. Hay entre el hábito del recogimiento y la práctica del consejo en cuestión una relación íntima. Realmente sería pedir demasiado a un alma disipada que siempre reflexione antes de hablar; pero no lo sería para aquella que está ya un tanto familiarizada con el recogimiento. Esta podrá sin mucho esfuerzo replegarse en su interior y preguntarse a sí misma si aprueba aquello que va a decir. ¡Cuántas faltas y torpezas conseguirá evitar con esta laudable norma.
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El previo examen es la segunda recomendación, aplicable casi exclusivamente a las almas fervorosas, las cuales se disponen con la oración y la presencia de Dios para las ocasiones y peligros que puedan presentarse en la vida común. Estas almas delicadas y previsoras, en el ofrecimiento de obras que hacen por la mañana se preguntan: ¿Cómo conseguiré gobernar debidamente mi lengua durante el día de hoy? Hacen, en efecto, el debido examen, porque aspiran a la perfección, sabiendo, como saben, que los pecados de la lengua figuran entre los mayores obstáculos que a ella se oponen, y para obviarlos importa tomar toda clase de precauciones posibles.
A pesar de parecer demasiado exigente, yo aconsejaría más todavía a las almas verdaderamente fervorosas que aspiran con todo empeño a la perfección, recomendándoles encarecidamente, no sólo uno, sino varios exámenes previos durante el día: tantos cuantos sean necesarios para conjurar todos los peligros de esta especie. Hay ciertos momentos críticos en que se verán más expuestas a pecar con la lengua: en una recepción por ejemplo, en una visita, en tal o cual reunión y conversación de familia. Si esas personas piadosas no están sólidamente afianzadas en la resolución de evitar a toda costa cualquier falta advertida, por ligera que sea, y si no han pensado en la actitud que han de guardar o en las palabras que han de pronunciar en tal o cual circunstancia peligrosa, es muy de temer que, por sorpresa, se dobleguen y no tengan la fuerza de voluntad suficiente para resistir a la incitación del mal ejemplo. Convendréis, pues, conmigo, almas piadosas, en que cuanto más multipliquéis los exámenes previos y cuidadosos, más fuertes y dueñas de vosotras mismas os sentiréis para conservar en vuestras conversaciones la nota justa sobrenatural y cristiana.
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La tercera recomendación que considero de interés práctico, aunque no sea — claro es — del gusto de todos, consiste en evitar el trato frecuente con personas que fomenten los pecados de la lengua y que a ellos puedan incitarnos. Necesario es contrariar los instintos de la naturaleza humana viciada. Existe una especie de imán entre dos personas a quienes atrae mutuamente para ocuparse de los mismos defectos en la conversación. Dos buenas amigas, dos o más camaradas que acaban de pasar el rato de sobremesa murmurando del prójimo, se separarán con estas palabras emocionantes: ¡Qué bien nos entendemos siempre en todo!…» ¡Inteligencia admirable, en efecto, y muy tranquilizadora en cuanto a quebrantar la ley de Dios, y tiene por fruto una serie de faltas cuya gravedad no es fácil determinar! Sería mil veces preferible que en tales condiciones no existiese tal armonía.
Desconfiad, pues, de vosotros mismos, y evitad el trato frecuente con quien pueda constituir un peligro de perversión. Es verdad que no podréis rehusar la asistencia a todas las reuniones en que haya alguna ocasión de pecar con la lengua; pero, al menos, no debe buscarse directamente el peligro; debe evitarse la amistad con la persona que tenga las mismas tendencias que nosotros a la maledicencia o a la frivolidad. Que su conversación ingeniosa o sus ocurrencias nos agraden y atraigan, nada tiene de particular: la cuestión está en saber si, al dejarla, sentimos o no algún remordimiento y nos avergonzamos, tal vez, de nosotros mismos. Por de pronto, queda hecha la prueba, exponiéndonos al peligro que, seguramente, no hubiese ofrecido el trato con personas sólidamente virtuosas.
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Por naturaleza todos estamos inclinados a la imitación. Copiamos, por instinto, los modelos que habitualmente se nos ofrecen a la vista. Conviene, pues, que para nuestras conversaciones sepamos escoger buenos modelos.
En el círculo de las relaciones nunca falta alguna persona discreta, prudente y buena, que excita y atrae nuestra admiración y nos mueve al trato con ella, sacando siempre de su conversación algún fruto para el alma. La persona piadosa debe, pues, fijar su atención en la manera cómo aquélla procede en sus juicios y apreciaciones acerca de personas y cosas, para acomodarse a ella en su proceder, corrigiendo con paciencia y energía los propios errores y defectos.
Si Nuestro Señor viviese aún en carne mortal, a El habríamos de imitar como el modelo más perfecto. Por fortuna existen aquí abajo criaturas privilegiadas, saturadas del espíritu de Cristo e influidas por Él en forma tal que, al verlas y oírlas, se creería ver y oír al Salvador conversando con los suyos en los días de su vida mortal. Imitando, pues, las virtudes de aquéllos imitaremos al modelo supremo, Cristo Jesús, a quien debe, en definitiva, dirigirse el culto de imitación.
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Como conclusión de este capítulo recibe, lector piadoso, lo que sigue, a manera de consejo final. La senda por la que pretendo conducirte está erizada de obstáculos. En el curso del viaje no han de faltar, seguramente, tropiezos y caídas. ¿Habrás de desanimarte por ello y quedarte en tierra, renunciando a proseguir la marcha? No, ciertamente; no llega más pronto al término de su viaje el que jamás haya tropezado o caído, puesto que todos faltamos y caemos, sino el que más prontamente se hubiese levantado y emprendido nuevamente la marcha con humilde desconfianza de sí mismo y plena confianza en Dios.
