ALEGRÍA DE MORIR – UN CARMELITA DESCALZO – CAP. XXXVI – DELICIOSAS MUERTES DE ALMAS SANTAS

ALEGRÍA DE MORIR

UN CARMELITA DESCALZO

manos rezando

CAPITULO XXXVI

DELICIOSAS MUERTES DE

ALMAS SANTAS

Bien está que sintamos algún temor a la muerte, porque nunca se puede tener la seguridad completa de salvarse; pero no se obra conforme a la razón cuando se deja que domine un temor excesivo y cuando se rechaza la muerte.

Pidámosla a Dios santa, y hagamos actos de ofrecimiento de nuestra vida, siempre con humildad, amor y contrición, que Dios no rechaza el corazón contrito y humillado (1).

Se narra en la historia del Gran Capitán, Gonzalo de Córdoba, que momentos antes de entrar en una batalla muy difícil, y con todas las probabilidades de ser derrotado con consecuencias fatales, le aconsejaron desistiese; pero él, que empezaba todas las operaciones rezando con su ejército un Avemaria de rodillas a la Virgen implorando su protección, alentado por su valor, contestó con heroico ánimo: «Prefiero perder la vida dando tres pasos adelante, que vivir cien años dando uno atrás» (2). Su genio guerrero le dio la victoria, pero posponía la vida a la fama. ¿Y no abrazaré yo gustoso la muerte, que me da, no ya un triunfo en los campos de batalla, sino la gran victoria del mundo y de mí mismo, cuyo botín son los tesoros de Dios? Porque la muerte santa me lleva a la gran conquista de la gloria y a los grandes honores del Cielo.

Los Santos tuvieron muerte dulcísima; unos, entre dolores, a semejanza de Jesucristo; muchos, con sensible dulzura. Pero todos habían deseado la muerte; habían pedido a Dios pusiera fin a su destierro y los llevara a su Reino.

Cantaban los mártires entre dolores, con una alegría que no comprendían los tiranos, ni los verdugos, ni los espectadores; y es que el mártir ofrecía su vida a Dios confesándolo con amor heroico, y la muerte era trofeo que le abría la puerta para entrar radiante y triunfador a recibir la corona.

En la literatura cristiana he recogido este bello rasgo en Calderón de la Barca, que presenta al Príncipe don Fernando de Portugal, cautivo en África después de su derrota, en poder del Rey mahometano, y ya agotado por los trabajos le dice:

Mi señor y mi Rey, escucha:

No quiero compadecerte

con mis lágrimas y angustias

para que me des la vida,

que mi voz no la procura;

que bien sé que he de morir.

¿Qué aguarda quien esto oye?

Quien esto sabe, ¿qué busca?

Claro está que no será

la vida: no admite duda;

la muerte sí: ésta te pido

porque los cielos me cumplan

un deseo de morir

por la fe; que, aunque presumas

que esto es desesperación

porque el vivir me disgusta, no,

no es sino afecto de dar

la vida en defensa justa

de la fe y sacrificar a Dios

vida y alma juntas;

y así, aunque pida la muerte,

el afecto me disculpa

y si la piedad no puede

vencerte, el rigor presuma

obligarte…

… Porque yo

aunque más tormentos sufra,

aunque más rigores vea,

aunque llore más angustias,

aunque más miserias pase,

aunque halle más desventuras,

aunque más hambre padezca,

aunque mis carnes no cubran

estas ropas, y aunque sea

mi esfera esta estancia sucia,

firme he de estar en la fe;

porque es el sol que me alumbra,

porque es la luz que me guía,

es el laurel que me ilustra.

No has de triunfar de la Iglesia;

de mí, si quieres, triunfa:

Dios defenderá mi causa,

pues yo defiendo la suya (3).

Pero esto no pasa de ser literatura; la realidad es mucho más conmovedora. La grandeza está en el heroísmo y en la alegría del mártir. Los dolores y la muerte le eran dulces a San Isaac de Córdoba, como a todos los mártires, cuando eran llevados a la cárcel y de ella al patíbulo, por confesar a Cristo; esto le llenaba de gozo, porque al fin Dios le concedía lo que tanto le había pedido: dar su vida por Él.

Gozosa hablaba Santa Cecilia durante los tres días que estuvo moribunda con el cuello casi cortado, confortando a todos en la fe, porque estaba para recibir el abrazo del Esposo.

Santa Inés se regocija como los niños Justo y Pastor, porque daban su vida a Dios e iban al Cielo.

Cuando notificaron que era ya llegado el momento de la muerte a los franciscanos San Pedro de Alcántara, San Diego de Alcalá, San Francisco Solano y otros incontables, pronunciaron, como San Juan de la Cruz, las palabras del Rey David: Qué hermosa noticia se me ha dado; que me voy a la casa de mi Padre Celestial (4).

¿Puede soñarse acto más regalado y más edificable, ni más glorioso que el de ponerse en los brazos de Dios, amor infinito, para vivir ya eternamente en la misma luz divina y ser vida de Dios? ¿No es para desear tanta hermosura y para ofrecerse voluntario y alegre al Señor?

Esto cantaba David, iluminado por el Espíritu Santo cuando mirando al cielo decía: Mi alma está desmayada esperando tu salud, porque he esperado en tu palabra… Haz brillar, Señor, sobre tu siervo la luz de tu divino rostro o Verbo (5).

David cantó con inspiración divina los sentimientos de todas las almas que viven el Amor y las almas de amor se han apropiado y repetido las palabras y los afectos del Salmista con inmensa ternura a través de los siglos.

Gustaban de repetir: Mi alma tuvo sed de Dios vivo y poderoso. ¿Cuándo me será dado que yo me presente ante el rostro de mi Dios? (6), y han gustado también las dulzuras de la muerte.

Hemos visto cuan apacible y suavemente morían los que amaron al Señor. Ahora quiero recordar otras almas de muy grandes virtudes muertas santamente, en cuanto la mirada humana puede comprender, aunque no están canonizadas.

Las religiosas Carmelitas Descalzas de Madrid, que acompañaban en sus últimos momentos a la Madre Beatriz de Jesús, sobrina de Santa Teresa, viéndola rebosar alegría la preguntaron por qué en aquella hora estaba tan contenta; y ella respondió: «Porque voy de bodas. Esposa de Jesucristo, a quien he estado consagrada, me conduce ahora al Cielo a vivir ya en Dios. ¿No he de estar contenta?» (7)

En Úbeda enfermaba, en 1613, el Padre Miguel de los Ángeles, y diciéndole los religiosos que era llegada la hora de su partida al Cielo, volviéndose él al Señor, le dice: «Bastan, Señor, cincuenta años de destierro. Vamos a ver esa vuestra casa buena; venga, no se dilate.» y con grande confianza y contento repetía: «¡Qué tengo de ver a Dios!… ¡Que tengo de gozar sin fin! … ¡Que tengo de alabarle para siempre!» y en estas alabanzas y en esta confianza murió (8).

Como le pusieran algún reparo a su confianza, respondió: «Si mi salvación estuviera en manos de mi padre o de mi madre, seguro estaría de ella, no dándoseme ningún cuidado de que lo había de conseguir. ¿Pues cuánto más segura está en manos de Dios, que infinitamente me tiene más amor que mi padre y que mi madre? ¿Cuánto más segura está en manos de Dios que en las mías, pues me quiere más y desea que me salve más que yo puedo querer y desear mi bien?»

Esta misma razón de su gloria dio la Hermana Catalina de Jesús, cuando admirándola las religiosas a la hora de la muerte, acaecida en Beas en 1586, y diciéndole que estaba tan contenta porque siempre había sido muy fiel a Dios, ella respondió sonriente y con gran humildad: «No confío más en eso que el mayor salteador de caminos puede confiar en su acciones para salvarse, sino que veo al hijo de Dios enclavado en una Cruz por mi remedio y a mí vestida del hábito de su Madre y en su casa; porque es honra de los príncipes amparar a los criados de sus padre y defenderlos de sus enemigos» (9).

En la misericordia del Señor y en la pasión de Jesucristo e intercesión de la Virgen confiaba para salvarse como todos los Santos y como hemos de confiar nosotros. Ellos tenían esta admirable confianza, porque ésta es la tranquilidad propia del que ama y el premio del bien hacer y del mucho amar.

Solía decir el Padre Andrés de Jesús a sus hermanos los religiosos: «Por la misericordia de Dios, yo espero que la muerte en ninguna parte me cogerá desprevenido; porque desde que visto el hábito, no ha habido ni un instante que no la esté aguardando y deseo morir con brevedad para no ser molesto a mis hermanos.»

Dios le concedió una muerte encantadora y rapidísima como lo deseaba y se lo había pedido. Durante el tiempo de recreo de la Comunidad, estuvo hablando a los religiosos en conversación familiar, maravillas espirituales y celestiales. Al terminar ese rato de expansión ordenado por la Ley, le dio una apoplejía. A la insinuación de su gravedad, que le hicieron los religiosos, les dijo: «Nada tengo que confesar. Hoy dije la Misa como quien había luego de morir. Tráiganme el Oleo Santo, que no hay lugar de más, porque me muero.» Pidió perdón a todos, les dio las gracias porque no les había molestado con enfermedad, se despidió y su alma voló a la claridad y dicha de la mansión eterna tanto tiempo deseada, y se fue a vivir en Dios (10).

En 1628 moría en las Carmelitas de Úbeda Catalina María de Jesús, de veintitrés años. Esta hermana había dejado, por consagrarse a Dios en el frescor de su juventud, muchos bienes y había renunciado a su nobleza.

En el mismo convento entró religiosa, siguiendo sus pasos, su propia madre. Enferma Catalina María, gravísima y ya muy cercana a su fin, la asistía su madre, y a la hora de la muerte, con todo el cariño maternal, le pregunta: «¿Qué quieres, hija?»; y la Hermana Catalina María le respondió muy serena y gozosa: «Madre, quiero morir para entrar ya en el Cielo con Jesucristo y ver a Dios y gozar eternamente de Él» (11).

Lo había dejado todo por Dios y ahora ofrecía alegre su vida para ir al Señor.

La Hermana Isabel de Jesús decía a las religiosas de Segovia que la rodeaban en su enfermedad: «Déjenme sola; no me priven de estar sola con Dios, a quien siempre he seguido y amado, y está ahora conmigo, siendo mi consuelo y mi mejor compañía; no me impidan estar a solas con Él, gustando de su intimidad para morir de amor.»

Quien ama a Dios y ha vivido en ejercicio y trato amoroso con Él, termina su vida repitiendo con los labios o con el corazón y saboreando en el espíritu las preciosas jaculatorias: «Os doy el corazón y el alma mía; si más tuviera, más os daría.»

Me voy al eterno amor y al eterno gozo, donde no habrá ni llanto, ni alarido, ni habrá dolor. Vaya la Ciudad que no necesita sol ni luna que alumbren en ella; porque la claridad de Dios la tiene iluminada y su lumbrera es el Cordero… y verán su cara (de Dios) y tendrán el nombre de Él sobre sus frentes. Y allí no habrá jamás noche, ni necesitarán de antorcha ni luz de sol, por cuanto el Señor Dios los alumbra; y reinarán por los siglos de los siglos (12).

Millares de casos semejantes a estos hay en todas las historias de las Órdenes religiosas de hombres y mujeres. Se pueden citar miles de Santos, franciscanos, dominicos, jesuitas y de cualquiera otra Orden. No son menos admirables y frecuentes estas muertes en los que vivieron retirados en los desiertos, muchas de las cuales leemos en los Años Cristianos.

Ahora quiero terminar con la muerte de Santa Teresa de Jesús.

Era la noche del 4 de octubre de 1582 en Alba de Tormes. La acompañaba en su agonía la Beata Ana de San Bartolomé, y era tan grande el amor que tenía a la Santa y tan grande la pena que entonces sintió, que nos dice ella misma: «yo era más muerta que viva» viendo y sabiendo que se moría, pues la había dicho la propia Santa: «Hija, ya ha llegado la hora de mi muerte.»

«Como el Señor es tan bueno, dice la Beata Ana de San Bartolomé, y veía mi poca paciencia para llevar esta cruz, se me mostró con toda la majestad y compañía de bienaventurados sobre los pies de su cama, que venía por su alma.» Cambió tanto la Beata en su manera de pensar y de sentir con esta momentánea visión de la majestad de Dios y de la gloria que esperaba a la Santa, que dijo al Señor: «Señor, si Vuestra Majestad me la quisiera dejar para mi consuelo, os pidiera, ahora que he visto su gloria, que no la dejéis un momento» (13). No consentía su amor retrasarle ni un momento la inmensa gloria que la estaba preparada.

¡Cuál no sería el gozo de la muerte de Santa Teresa!

¿Cuál no será la alegría en la hora de la muerte de las almas buenas cuando entren en la infinita hermosura y bondad de Dios? ¿Cuál no será el deseo del alma, que ha recibido noticias y comunicaciones de lo infinito de Dios, por verle ya en toda su infinita perfección?

Mucho había deseado Santa Teresa y pedido al Señor la llevara consigo. Cuando en su última enfermedad la traían el Viático, con la grandísima fe en la presencia de Jesús en la Eucaristía y el inmenso deseo de poseerle ya en la gloria, no dudando era el mismo el que allí la traían y el que estaba en el cielo, al verle entrar le saluda con una exclamación propia de su carácter abierto hasta en aquella hora y de su corazón abrasado de amor, y le dice, quejándose tiernamente de la tardanza y de lo mucho que la había hecho esperar en este destierro: «Señor, ya era hora de que nos viéramos. Os he esperado y deseado mucho. Ahora, venís. Llevadme ya con Vos a vuestro Cielo, donde ya no me separe más».

Y en su último momento exclamó: Para siempre, ya cantaré las misericordias del Señor (14).

A pesar de sus muchos años, se puso su rostro todo encendido y como lleno de gloria, reflejando gozosa inmortalidad, hasta que varias horas más tarde expiró y entró su alma en la gloria con los bienaventurados.

Dichosa y envidiable muerte, como había sido su vida, como lo había deseado tantos años. A santa vida, santa muerte.

(1) Salmo 50.

(2) Historia General de España, compuesta por el P. Juan de Mariana, de la Compañía de Jesús, lib. XXVIII, cap. V. Don Modesto de la Fuente; lib. IV, cap. XVIII.

(3) Pedro Calderón de la Barca. El Príncipe constante. Jornada UI. escena VU.

(4) Salmo 121.

(5) Salmo 118, 85.

(6) Salmo 41

(7) Reforma de los Descalzos de Nuestra Señora del Carmen, por el R. P. Manuel de San Jerónimo, C.D. Tomo I, lib. XXI, cap. 33.

(8) Año Cristiano Carmelitano, por el P. Dámaso de la Presentación, C.D. Tomo I. día 11 de febrero.

(9) Año Cristiano Carmelitano, por el P. Dámaso de la Presentación, C.D. Tomo I, día 24 de febrero.

(10) Año Cristiano Carmelitano, por el P. Dámaso de la Presentación, C.D. Tomo I, 26 de abril.

(11) Año Cristiano Carmelitano, por el P. Dámaso de la Presentación, C.D. Tomo I. día 21 de enero.

(12) Apocalipsis, XXI, 4.

(13) La Beata Ana de San Bartolomé, por el Padre Florencio del Niño Jesús, C.D., cap. XII.