FIESTA DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR
En aquel tiempo se apareció Jesús a los once, cuando estaban a la mesa, y les echó en cara su incredulidad y dureza de corazón, porque no habían creído a los que lo habían visto resucitado. Y les dijo: Id por el mundo entero, y predicad el Evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice, será salvado: el que se resista a creer, será condenado. A los que crean, les acompañarán estos signos: Echarán en mi nombre demonios, hablarán en lenguas extrañas, cogerán serpientes en sus manos, y si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos y quedarán sanos. El Señor Jesús, después de hablarles, ascendió al cielo y se sentó a la derecha de Dios. Ellos salieron y lo proclamaron por todas partes, y el Señor actuaba con ellos y confirmaba la Palabra con los signos que los acompañaban.
Celebramos hoy la Fiesta de la Ascensión de Nuestro Señor Jesucristo a los Cielos.
Tres Jueves hay en el año que resplandecen más que el sol, Jueves Santo, Corpus Christi y la Ascensión del Señor.
Al cumplirse los cuarenta días de su Resurrección gloriosa había cumplido ya Jesucristo el plan completo de su divina misión sobre la tierra, cerrando el primer ciclo de la Encarnación, abriendo el segundo ciclo, que culminará con la Parusía. En efecto, los Ángeles dijeron a los Apóstoles y Discípulos: Hombres de Galilea, ¿por qué os admiráis mirando al cielo? Este Jesús, que ha ascendido de aquí al cielo, vendrá, así, como lo habéis visto marcharse al cielo.
Nuestro Señor había ido derramando consuelos e instrucciones en los discípulos, escogidos por Él para ser los primeros fundamentos del monumental edificio de que su divina Persona era la piedra angular. Nada quedaba por hacer.
Su Resurrección, patente y autenticada, la identidad de su Persona puesta a la luz de la más clara evidencia, ratificadas sus anteriores enseñanzas y ampliadas con nuevos y más autorizados documentos, instituido el Primado de Pedro, consumado el sacerdocio, delegada en sus Apóstoles toda potestad sobre la humana criatura, asegurada la perpetuidad de la Iglesia y la protección divina a Ella hasta la consumación de los siglos, prometido para dentro muy pocos días el don supremo del Espíritu Santo… nada faltaba ya…
Había llegado para Jesús la hora de su Ascensión a los Cielos.
Para este acto, el último visible de su Primera Venida aquí a la tierra, reunió Jesús a sus Apóstoles, e indudablemente con ellos a su Madre Santísima.
Allí, ratificadas las últimas promesas, y de nuevo confirmados los Apóstoles en su misión a todo el mundo, se le vio de repente elevarse de la tierra, remontarse como águila en la región del aire, mientras, extendidas las manos y amorosos los ojos, les daba a todos su postrera bendición, hasta que le ocultaron las nubes del cielo.
¡Momento sublime debió ser aquel para los allí congregados!…
En su corazón debieron de luchar, a la vez, encontrados sentimientos… Admiración por el triunfo de su divino Maestro, gozo por su definitiva glorificación…, a la vez que profunda melancolía por su ausencia, indefinible soledad del alma, acostumbrada de tanto tiempo a su graciosa compañía.
¡Cuán triste les debió de parecer el valle de Jerusalén al descender de aquel monte! ¡Cuán pavoroso el aspecto del mundo entero, cuya conquista moral debían ellos solos emprender!
¡Solos!…
No es verdad…; porque una de las últimas palabras de consuelo del Salvador había sido: No os dejaré huérfanos. Me voy, pero volveré a vosotros… He aquí que estoy con vosotros todos los días hasta la consumación de los siglos…
Y podían bien confiar en esta palabra, que era como el Testamento de su Maestro, que no les había engañado jamás.
Volvieron, pues, a Jerusalén; se recogieron inmediatamente en el Cenáculo para aguardar la venida del Espíritu Santo, último sello oficial que le había de venir del Cielo a su apostolado.
Dejémoslos allí, aguardando también nosotros discurrir sobre este misterio con ocasión de esta solemnidad.
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¡Y, sí! ¡Qué misterio tan dulce el de la Ascensión de Nuestro Buen Jesús!
¡Qué hermoso y suave para la contemplación!
Subiendo a los Cielos el Esposo de nuestras almas, nos convida a subir con Él ya desde ahora, anticipándonos en deseo y en esperanza lo que muy luego hemos de poseer en realidad.
Así nos lo dice el Prefacio de la Fiesta: “En verdad es digno y justo, equitativo y saludable, el darte gracias en todo tiempo y lugar, Señor santo, Padre todopoderoso, Dios eterno, por Jesucristo Nuestro Señor. Quién, después de su Resurrección, se manifestó visiblemente a todos sus discípulos, y subió al Cielo en su presencia, para hacemos partícipes de su Divinidad”.
Fijos los ojos en el lugar que guarda nuestro tesoro, mantengamos allí nuestro corazón.
¿Quién pone su amor en cosa prestada y que sólo para un uso pasajero le han concedido? Prestado es para nosotros todo lo del mundo, que dentro de poco se nos quitará; propio es solamente lo eterno, que nos ha prometido Dios.
No nos encante, pues, lo perecedero, teniendo como tenemos asegurada herencia sin fin.
Vuelen allá nuestros anhelos, sean de allá nuestras conversaciones, allá vivamos en espíritu, aunque deba vivir todavía nuestro cuerpo, pegado algún tiempo al barro de acá.
El desterrado, ¿de qué ha de hablar en su destierro sino de la patria que perdió y a la que espera tornar?
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Cada Fiesta del ciclo litúrgico tiene su encanto… Ya lo sabemos…
Es ésta una de las Fiestas más hermosas del Año Litúrgico, y de una alegría dulce, suave y reposada, con dejos de santa tristeza, que la hacen muy más simpática al corazón cristiano y contemplativo.
Navidad es bello amanecer entre cantos de Ángeles; Pascua de Resurrección, es esplendoroso medio día; la Ascensión…, arrobadora y, a la vez, melancólica puesta del sol.
No es nuestra la idea. En los Salmos se compara el divino Jesús al astro rey que emprende como gigante su carrera, saliendo de un confín del horizonte, llegando en breve al glorioso zenit, y evadiéndose poco después en majestuoso ocaso.
Pero la comparación bíblica puede extenderse más lejos de lo que nos muestra el Sagrado Texto, que no hace más que indicarlo.
¿Qué es, en efecto, ponerse el sol? ¿Es oscurecerse? ¿Es morir? No, es solamente dar por terminada su diurna misión en una parte de la tierra, para empezarla sucesivamente en otra; así, lo que es ocaso mirado desde acá, es aurora contemplado desde la otra parte.
Este es el verdadero punto de vista del Misterio de la Ascensión, esta su luminosa teología… Cristo Dios priva de su visible presencia al mundo; su Humanidad santísima, que en treinta y tres años le ha recorrido y alumbrado con divinos resplandores, desaparece al fin de nuestros ojos.
La nube esclarecida, que se interpone entre Él y los asombrados discípulos, roba a aquellas almas el consuelo inefable de su enamorado mirar, de sus palabras sublimes, de sus tiernas caricias.
Mas ¿qué significa todo esto? Significa que no es este mundo el día a que debemos aspirar, sino la noche pasajera a que debemos con pena resignarnos, como que no brilla aquí perpetuamente el sol, sino en el otro horizonte en que es eterno y sin ocaso.
Aquel es día claro en que este divino Sol alumbra sin nubes, ni eclipses, ni ocasos.
¡Volemos en pos de esta claridad, que ha de hacernos eternamente dichosos!
Al contemplar el punto del horizonte terreno por donde se ha escondido a nuestros ojos el sol, vemos en él durante mucho rato el reflejo de sus últimos resplandores.
Rojizas tintas esclarecen aquel espacio, y señalan el punto por donde el astro rey le ha dado al mundo despedida.
Fijemos hoy nuestros ojos en aquel monte, desde donde emprendió su vuelo a la región celestial el dulce Esposo de nuestras almas.
Miremos allá.
Todavía nos figuramos ver enrojecidas con su luz aquellas nubes que la rodean; son los últimos resplandores del Sol que se nos escondió por allí.
Todavía sentimos al contemplarlas la indefinible atracción del Corazón Sacratísimo, que desde allí nos convida a la participación de sus inmortales alegrías.
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Nuestra vida cristiana es contemplar aquel punto luminoso de nuestro horizonte y esperar…
¿Qué sería la vida presente sin los reflejos del Cielo que templan para el buen cristiano su triste oscuridad, y nos anticipan en esperanza las realidades de la Patria definitiva?
Para el cristiano, vivir es mirar allá; esperar lo de allá; dirigirse, sin torcer rumbo, siempre hacia allá…Mirar únicamente al Cielo; esperar únicamente el Cielo; buscar únicamente el Cielo…
El Misterio de la Ascensión del Salvador alumbra nuestros inciertos caminos…, alienta nuestras continuas zozobras…, asegura nuestras perpetuas esperanzas…
Subo a mi Padre, que es vuestro Padre, y a mi Dios, que es vuestro Dios… Amorosas palabras… Tiernísima despedida… Delicada e ingeniosa manera de prevenir y endulzar congojas de ausencia…
Nunca las leemos en el rezo de la Ascensión del Señor, uno de los más entrañables del Misal y del Breviario, sin que nos hieran profundamente… No han salido otras más amorosas del Corazón delicado de Nuestro Salvador.
Es verdad que su Padre es Padre nuestro y su Dios es nuestro… Sí, y por ser Él nuestro, es gloria nuestra su gloria, es Cielo nuestro su Cielo, es fiesta nuestra su fiesta, es todo nuestro, en una palabra, todo lo de Él.
Por la Encarnación, el Hijo de Dios ha establecido comunicación de miserias y de grandezas entre Él y nosotros; comunicación de deudas contraídas y de méritos reunidos con que satisfacerlas; comunicación de sufrimientos y de inmortales esperanzas; solidaridad perfecta de intereses, patrimonio común de bienes espirituales y eternos, de los que es Él universal heredero por natural herencia; y nosotros copartícipes o coherederos por sobrenatural adopción.
Nos place repetir esa palabra que nos engrandece, más que al hijo de nobles su prosapia, más que al descendiente de reyes su mayorazgo y su corona… ¡Su Padre es nuestro Padre, su Dios es nuestro Dios, su Cielo es nuestro Cielo!
¿Cómo no alegrarnos cuando en esta Fiesta le consideramos elevándose de la tierra sobre carro de nubes, abriéndose paso al través de ellas, en dirección a su trono celestial, desapareciendo por fin de nuestra vista? ¿Cómo no alegrarnos, si a dónde va Él nos asegura que en breve hemos de seguirle?
¡Ya no le ven nuestros ojos, pero más que nunca le ve invisible, y le ama, y le adora nuestro corazón! Sursum corda ! ¡Arriba los corazones!, que allá está su centro, y su amor, y su dicha inacabable.
¡Arriba!, que lo de acá, miserable, y despreciable, y vergonzoso, muy presto se ha de acabar…
¡Arriba!, que es demasiado grande nuestra condición de hermanos de Cristo, para que nos contenten mentidos placeres, oro vil, honores de papel pintado, grandezas de mera perspectiva teatral…
¡Arriba!, hijos del Cielo, que de allí procedemos y allá hemos de volver; que de allí es nuestro Padre y nuestro Dios, y esa es nuestra Patria.
¡Arriba!, que allí nos esperan, ¡y con qué anhelos! ¡y con qué ardorosa impaciencia!
¡Arriba!, que allí nos sonríe todo, como aquí todo nos aflige y nos da pesadumbre; todo es aquí desasosiego y negrura; todo es allá felicidad y paz; todo es allí luz…
¡Santa y felicísima morada, en donde la juventud nunca se envejece, y la frescura no se marchita, y el amor no se entibia, ni el contento se mengua, ni la vida se acaba, porque se ve y se goza para siempre el sumo y eterno Bien!
¡Tardas, Señor, en llamar a Ti esta tuya cautiva criatura! ¡Bendito seas, empero, que así consuelas la indispensable tardanza!
Tardas, Señor, para añadir a nuestra eterna felicidad lo que sin duda ha de hacerla mucho más preciada; es decir la idea de que no nos la das de balde y enteramente regalada, sino de que nosotros mismos, con tu auxilio, nos la estamos labrando desde aquí, de que la poseeremos como nuestra y muy propia y con nuestros trabajos merecida.
Palabras de un Santo de gran corazón: ¡Cuán pequeña me parece la tierra, cuando miro al Cielo!; dijo muy bien San Ignacio de Loyola.
Pero ¡cuánto más hermoso es ese Cielo, y cuánto más despreciable es esta tierra, mirados al suave resplandor del misterio de la Ascensión!
Bien nos hace pedir la Santa Iglesia en la Oración Colecta de la Fiesta: Dios todopoderoso, concede a quienes creemos que tu Hijo y Redentor nuestro ha subido hoy a los Cielos, habitemos también en espíritu con Él en el Cielo.
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Anhelos del Cielo… podríamos resumir…
La vida del cristiano no debe ser más que un anhelo continuo de los goces purísimos de la gloria. Nuestra conversación, dice el Apóstol, es o debe ser de los cielos.
Se comprende que traigamos ocupadas en lo terreno las manos, pues con ellas hemos de sostener acá nuestra vida material, y que con el barro se nos enloden alguna vez los pies, ya que nuestro cuerpo ha de vivir sobre esta grosera materia.
Pero el corazón debe tender hacia lo alto, su centro de gravitación, y a lo alto aspirar, y en lo alto vivir, y sólo en lo alto buscar su definitivo descanso.
Pensando en el Cielo se templan todas las amarguras de la tierra; se encuentran despreciables, como son en sí, sus vanidades, risibles sus honores, de ninguna importancia sus rencores y amenazas. Pensando en el Cielo es como se da a todo lo que no es del Cielo su propio y verdadero valor.
Crece y se agiganta el alma según son crecidos y agigantados sus pensamientos; así como, al revés, se empequeñece y anula según son ellos pequeños y de ruin y mezquina falla.
Vivamos con el corazón en el Cielo, y nada veremos, en el mundo que nos fascine, sino vil y grosera materia, hasta casi indigna de servir de pavimento a nuestros pies.
Recógete cada día, alma cristiana, a pensar, siquiera breves minutos, en el Cielo que te aguarda, y experimentarás muy enseguida cuánto se disminuyen todas las desazones y pesadumbres de esta vida mortal.
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Para terminar, consideremos que después de la Ascensión del Señor, se recogieron los Apóstoles en el Cenáculo de Jerusalén, para aguardar en oración la Venida del Espíritu Santo que se les había prometido.
María Santísima, que tenía ya en sí toda la plenitud de los divinos dones, se encerró, no obstante, en aquel piadoso retiro, para unir sus oraciones a las de los discípulos.
María, Reina de los Apóstoles, en el Cenáculo oraba; y con esta su oración alentaba y encendía la oración de aquellos discípulos, y la acompañaba hasta el trono del Eterno, y la ayudaba a lograr de la divina misericordia el apetecido don.
Pasemos estos diez días en unión con la Reina del Cenáculo, disponiendo nuestra alma para recibir al Espíritu Santo con sus dones.

