LA ARMADURA DE DIOS
Sus pecados y excesos

A LAS MADRES CRISTIANAS
Muy justo es, respetables señoras, que os dedique este librito. Vuestro es, ya que ha sido escrito para el Boletín de vuestra Asociación. ¡Haga el Señor que su lectura produzca algún fruto en vuestras almas y secunde vuestro generoso propósito de realizar la perfección, lo mismo en las conversaciones que en todo el resto de vuestra vida cristiana!
Mons. P. Lejeune
PRESENTACIÓN
La presente obra fue dedicada por su autor a las madres cristianas. Sin embargo, el tema ofrece perspectivas más amplias, las que Mons. Lejeune aprovechó debidamente. Por lo tanto, cualquier lector, sin excepción de sexo, cristiano o no, puede hallar en las páginas de este tratado consejos valiosos y eficaces tendientes a la perfección espiritual.
A pesar del carácter ascético de las cuestiones escogidas por Mons. Lejeune, el estilo en que desenvuelve sus obras dista mucho del empleado generalmente en dicho género. Sencillo y fluido, ameniza las reflexiones con oportunas anécdotas intercaladas a lo largo del relato. Ha procurado, en quince pequeños capítulos, abarcar la totalidad de los pecados e indiscreciones que hallan en la lengua el vehículo eficaz para manifestarse. El instrumento capaz de lograr inapreciables méritos para el alma, es también el que puede, a la inversa, incidir definitivamente en su eterna condenación.
El autor, tras algunas consideraciones generales indispensables, penetra al fondo de la cuestión al analizar primeramente, en sendos capítulos, las palabras ociosas y las discusiones inútiles. Ambas, si bien esa generalidad de los casos no alcanzan la suficiente gravedad para llegar a constituir pecados mortales, son obstáculos que se interponen en el camino de la perfección espiritual y además ponen en manifiesto ridículo ante la sociedad a quienes no saben controlar su lengua.
Sobre la jactancia, la murmuración, la mentira, la calumnia, la burla, la violación del secreto, las conversaciones libres, el lenguaje grosero, la lengua viperina, la lengua envidiosa y la lengua temeraria dedica Mons. Lejeune otros tantos capítulos.
Podría juzgarse, considerando tan sólo el título de los mismos, que comprenden únicamente la parte negativa de la palabra. Esto es, lo que no debe decirse. Pero no es así; en cada capítulo el autor de Consejos prácticos para la Confesión, aconseja también sobre las ocasiones en que conviene utilizar para el bien el don de la palabra. No se reduce a señalar el mal, sino que ofrece el remedio adecuado para lograr su curación. El instrumento: la lengua, no es en sí malo más que cuando se lo emplea para el mal. Por lo tanto es menester aprender a utilizarlo honesta y hábilmente para nuestro mayor aprovechamiento espiritual.
CAPÍTULO I
ENTRADA EN MATERIA
Como introducción a este trabajo podemos colocar aquellas palabras de Santiago (cap. III) : «Es varón justo aquel que no comete faltas en sus conversaciones». Hay personas que no logran salir del atolladero en que se encuentran y se extrañan de no hacer ningún progreso en la virtud al cabo de mucho tiempo, las cuales hallarían en esta máxima de los Libros Santos la explicación de su inmovilidad en la vida espiritual. «Cuando un ejército ha sido arrojado de sus posiciones — dice Álvarez de Paz —, y se repliega ante la superioridad del enemigo, intenta de inmediato rehacerse al abrigo de una plaza fuerte, y desde allí se lanza a la reconquista del terreno perdido. Pues bien, la lengua es esa plaza fuerte, y si el hombre espiritual deja en pie esa fortaleza, si no desaloja de ella al enemigo, de nada le servirán sus anteriores esfuerzos y cuidados; nunca podrá obtener completa victoria»[1].
Si yo pregunto a cada uno de mis piadosos lectores a qué grado llega su deseo de perfección, no habrá uno solo que no manifieste su firme voluntad de hacerse perfecto, ni uno tampoco que no se lamente de vegetar siempre en simples deseos y que no sienta la impresión de un obstáculo que se interpone entre él y el objeto a que aspira. Conviene, pues, averiguar si ese obstáculo no será el que acaba de señalar el venerable escritor citado: una lengua inmortificada, a la que no se pone traba alguna y que, por lo mismo, produce enorme estrago en nuestra vida espiritual.
Por lo tanto, servirá de medio eficaz para adquirir la perfección toda la ciencia y trabajo que se dirija a gobernar la lengua. Pero no esperen hallar en el presente estudio profundas especulaciones filosóficas sobre los defectos de la lengua y menos todavía una serie de descripciones más o menos satíricas que sirvan sólo para provocar hilaridad y risa. Mi propósito es más elevado: deseo a todo trance contribuir al bien de las almas. Por eso, dejando a un lado toda preocupación literaria, me propongo simplemente señalar a las personas piadosas las diversas formas que pueden revestir los pecados de la lengua. Tomo la resolución de no retroceder ante los dictados de la conciencia, y sin presumir de moralista consumado expresaré en cada caso la calificación que merece tal o cual falta de que alguien absuelva, quizá, con demasiada facilidad o condene con extrema severidad.
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¿Quién ignora aquella frase que un fabulista antiguo aplicaba a la lengua, diciendo de ella que «era lo mejor y lo peor de todo»? Hay medallas cuyas dos caras en nada se parecen. Algo análogo podría decirse de la lengua. Examinemos primeramente su parte ventajosa y laudable.
¡Qué misterioso el poder de la palabra! Agítase un pensamiento en las profundidades de nuestra alma, pensamiento que nunca llegaremos a conocer, que permanecerá allí sepultado eternamente, salvo que sea abierto el libro sellado ante nuestros ojos. Muévense de repente los labios, hieren el aire, articulan un sonido, y he aquí el pensamiento ajeno que se nos revela y lo hacemos propio. Una simple palabra ha producido semejante fenómeno extraño, incomprensible, totalmente espiritual: la revelación de un alma.
Y cuando la palabra se pone al servicio de una inteligencia recta y de un corazón generoso obra maravillas sin cuento; su poder se nos revela entonces prodigioso sobremanera. Yo la percibo iluminando a las almas con los resplandores de la verdad. Y ¡qué grande y cuán bella aparece la palabra en boca del apóstol, del misionero o el catequista! Paréceme entonces palabra divina, el mismo Verbo de Dios hablando a los hombres.
Gráficamente ha dicho de las palabras un escritor contemporáneo, que son a manera de pintores o artistas del pensamiento. Es verdad, pero débese advertir que las imágenes creadas por artistas incomparables, en sus producciones, nada tienen de la rigidez, inmovilidad y falta de expresión de las que los pintores vulgares reproducen en el lienzo, sino que están plenas de actividad y movimiento, con poder bastante para calmar igual que para perturbar a las almas.
Pasamos al lado de una persona que se siente agobiada por el peso de enorme desgracia: le estrechamos la mano y le dirigimos una palabra de consuelo que hemos rebuscado en lo más hondo de nuestro corazón. Brota en seguida en esta pobre alma un rayo de esperanza, de aliento consolador; siente ya más leve el peso de la desgracia por nosotros compartida.
Detengámonos ante otra alma que está próxima a naufragar ante los embates del huracán de la desesperación: ha perdido ya el timón y cierra los ojos para no ver el precipicio que a sus pies se divisa. Un hombre fuerte, de voluntad recta, acierta a pasar por allí, le da el grito de alarma, le habla de Dios, del juicio, de la eternidad; la pobre alma desalentada, reacciona en el acto, sobreponiéndose a si misma; parécele sentir y que se comunica a su ser algo de aquella voluntad enérgica, y abriendo el corazón a la esperanza reanuda la lucha con nuevo ardor y empeño. Tan sólo una palabra ha obrado ese prodigio que se llama la salvación de un alma.
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La medalla es en su reverso totalmente distinta: los estragos que la palabra es capaz de producir cuando se la pone al servicio del error o de una mala causa. ¿Puede haber nada más detestable que la palabra de un Arrio, de un Lutero, de un Calvino? ¡Cuántos disturbios y catástrofes no se hubiesen evitado a la humanidad si aquellos hombres no hubiesen empleado tan mal el don de la palabra! ¿Con qué nombre debe calificarse también la palabra que en las reuniones públicas y en los modernos areópagos ridiculiza y menosprecia lo más respetable y sagrado, haciendo alarde de la impiedad más abominable? ¡Y cómo abusa de la palabra el profesor prácticamente impío que, hablando con ironía de todo lo relacionado con la Religión y sus ministros, va arrancando lentamente y pieza por pieza la fe cristiana del corazón y la inteligencia de sus jóvenes discípulos!
Muy laudable es, sin duda, nuestra acerba indignación contra los estragos causados por la palabra malévola; pero ¿no los fomentamos también nosotros de alguna manera? Al efectuar el examen de conciencia por la noche, recogido en la soledad de la alcoba delante del crucifijo, piense cada cual y ponga en la balanza el bien que durante el día hubiere hecho con la lengua y el daño causado por la misma, y el resultado será, probablemente, muy desfavorable. Repítase este examen durante una semana, dos, un mes, etc., colocando en un lado los fracasos y en el otro los éxitos: muy de admirar sería que se equilibrasen los dos lados de la balanza. Esta sencilla operación aritmética no será, ciertamente, motivo de vanidad para nadie; mas, en cambio, dará lugar y nos demostrará que la lengua, como se ha dicho, es el enemigo más grande de nuestro progreso en la perfección cristiana.
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Para finalizar este capítulo presentaré al piadoso lector la descripción que hace de la lengua el apóstol Santiago en su Epístola. Nadie ha descrito mejor el papel que desempeña este órgano en nuestra vida moral, tanto para el bien como para el mal. He aquí la traducción del texto: «Todos tropezamos en muchas cosas. Quien no tropieza en palabra, es varón perfecto, porque logra tener frenado a todo el cuerpo. Si ponemos frenos en las bocas de los caballos para que nos obedezcan, gobernamos todo el cuerpo de ellos. Mirad también las naves: aunque sean grandes, y las traigan y lleven impetuosos vientos, con un timón pequeño se vuelven adonde se le antoje el que las gobierna. Así también la lengua: pequeño miembro es, en verdad, ¡más de grandes cosas se gloria! He aquí un pequeño fuego ¡cuán grande incendio produce! Y la lengua fuego es, un mundo de maldad. La lengua se encuentra en nuestros miembros, contamina todo el cuerpo e inflama la rueda de nuestro nacimiento, inflamada ella del fuego infernal. Ponme toda naturaleza de bestias, y de aves, y de sierpes, y de las otras cosas, se doma, y la naturaleza del hombre las ha domado todas; pero ningún hombre puede domar la lengua, que es un mal que no cesa y está llena de veneno mortal. Con ella bendecimos a Dios y al Padre, y con ella maldecimos a los hombres, que fueron hechos a semejanza de Dios. De una misma boca procede bendición y maldición. No conviene, hermanos míos, que esto sea así. ¿Por ventura una fuente, por un mismo caño, hecha agua dulce y amarga? ¿Por ventura puede la higuera producir uvas o la vid higos? De igual modo, la fuente salada no puede hacer el agua dulce. ¿Quién es entre vosotros sabio e instruido? Muestre por la buena conversación sus obras en mansedumbre de sabiduría. Pero, si tenéis celo amargo y reinaren contiendas en vuestros corazones, no os gloriéis, ni seáis falsos contra la verdad; porque esta sabiduría no es la que desciende de arriba, sino terrena, animal, diabólica…»
La experiencia personal de los piadosos lectores estará, seguramente, de perfecto acuerdo con la precedente descripción, que procuraré desenvolver en el presente estudio.
[1] Mortificación del hombre interior, cap. X.
