QUINTO DOMINGO DE PASCUA
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: En verdad, en verdad os digo, lo que pidiereis al Padre, Él os lo dará en mi nombre. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre. Pedid, y recibiréis, para que vuestro gozo sea colmado. Os he dicho estas cosas en parábolas; viene la hora en que no os hablaré más en parábolas, sino que abiertamente os daré noticia del Padre. En aquel día pediréis en mi nombre, y no digo que Yo rogaré al Padre por vosotros, pues el Padre os ama Él mismo, porque vosotros me habéis amado, y habéis creído que Yo vine de Dios. Salí del Padre, y vine al mundo; otra vez dejo el mundo, y retorno al Padre. Le dijeron los discípulos: He aquí que ahora nos hablas claramente y sin parábolas. Ahora sabemos que conoces todo, y no necesitas que nadie te interrogue. Por esto creemos que has venido de Dios.
Nos encontramos en el Quinto Domingo de Pascua, y hace dos Domingos emprendimos la contemplación del Cielo, y prometimos considerar hoy, con la gracia de Dios, la eternidad del mismo y qué son los sufrimientos y la cruz en comparación con su gozo.
En primer lugar, cabe preguntar: ¿La gloria del Cielo es eterna?
Y la respuesta es afirmativa, y se demuestra con varias razones de indiscutible autoridad.
Primeramente, por el testimonio decisivo de las Sagradas Escrituras, que siempre hablan de ella en este sentido, y nunca nos la nombran más que con los significativos epítetos de vida eterna, eterna felicidad, descanso eterno, eternidad perpetua y otros por este tenor.
En segundo lugar, pide que sea eterna la gloria el mismo concepto que tenemos de la justicia de Dios.
Si el Cielo y el infierno no son eternos, el paradero definitivo del hombre malvado y del hombre bueno serán un día idénticos.
De modo tal que, de ser esto verdad, el paradero definitivo del hombre sería siempre el mismo, y por tanto no habría para qué ser bueno en esta vida; valdría más darse a lo holgado, supuesto que en definitiva el resultado del vicio y de la virtud ha de ser igual. Lo cual, como se ve, derriba por su base la justicia de Dios.
Y así, la eternidad de las penas del infierno y de los goces del Cielo es más clara a la inteligencia que la luz del sol.
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Nuestro propio espíritu lo está diciendo a gritos… Oigamos a este testigo, que nos merece entera confianza. ¿Qué nos dice?
Ambicioso es y noblemente ambicioso el espíritu humano, como que es de alto origen, pues procede del mismo Dios. Ambicioso es y de elevadas aspiraciones y de sublimes pensamientos. Sólo le satisface lo que no pasa, lo que perdura…; lo más precioso se le convierte en nada desde que empieza a considerarlo como temporal y caduco.
Somos tan ambiciosos de esa eternidad, que no nos llenan los juramentos del amor y de la amistad más genuinos, si no se nos presentan de esta manera. Necesitamos figurárnoslos eternos, aun cuando en realidad no lo pueden ser.
Decirle un corazón a otro corazón: Te amaré hasta de aquí a diez años…, o incluso hasta un día antes de morir, es insufrible, lo tenemos por verdadera burla y mofa.
Necesitamos que se diga: Para siempre, hasta morir, hasta más allá de la tumba, para que tengamos por seria cualquier promesa.
La misma fama póstuma, lauro que tanto anhelan los hombres, nos parece vacía si no tiene cierto barniz de eternidad. A los héroes, a quienes alzamos monumentos, les prometemos y les procuramos la inmortalidad, aunque es cierto que no se la podemos dar.
En suma, el aguijón perpetuo del alma humana es el deseo de lo eterno e inmortal. Nada es para ella, si no tiene de eterno algún reflejo o alusión.
Despreciable y vil se nos presentaría la gloria del mismo Dios, si no supiésemos que ha de durar eternamente.
Y, si bien se advierte, un goce infinito y que llene todo el corazón se convertiría en verdadero tormento, si lo estuviese amargando de continuo la consideración de que un día u otro lo hemos de perder.
Una felicidad suma, como la del Cielo, sería mejor indudablemente no haberla poseído jamás, que perderla después de haberla conocido y poseído.
Goce de un bien infinito, infinito es; pero pérdida de un bien infinito ya saboreado y poseído, habría de ser infinito dolor.
Ambiciosos somos, y no nos contentamos para nuestra alma con menos que con la eternidad, con la eternidad del mismo Dios de quien traemos nuestro excelso origen.
¡Eternidad! Gran cosa es poder repetir esta palabra y como paladearse y relamerse con ella; gran cosa es tenerla cierta ante los ojos; gran cosa es saber que en ella se encierra todo nuestro porvenir.
¡Eternidad! Nos sentimos capaces de todo, con el favor de Dios; ¿por qué?; porque nos sentimos llamados a ser eternos.
Nada se nos hará imposible, nada nos parecerá duro, nada tendremos por arduo, sabiendo que el reposo de todas las fatigas es eterno, el lauro de todos los combates es eterno, el amor por el que nos desapegamos de todos los viles amores de acá es eterno.
Eterno, sí, y eterno como Dios.
Por lo eterno, pequeña cosa es mortificar la vida, sacrificar la honra, derramar la sangre.
¿Qué vale todo eso en comparación de una eternidad?
Y al revés; ¿cómo se me podría pagar todo esto si con una eternidad no fuese pagado?
¡Advirtamos!… Considerada la eternidad, es de poca monta cuanto se haga por ella; pero, en cambio, cualquier cosa que se haga es demasiado sacrificio, si no se hace a precio de una eternidad.
¡Cómo explica todo esto el insondable misterio del hombre y de sus actuales luchas terrenas y de su supremo y último fin!
Porque la eternidad gloriosa ha de ser nuestra recompensa inacabable, ha de ser ya hoy día nuestro más poderoso estímulo.
Es faro que nos alumbra en todo el camino, báculo que nos sostiene en toda vacilación, esperanza cierta que no nos deja desfallecer en los mayores contratiempos y en las más arduas dificultades.
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Pasando, precisamente, al segundo punto de nuestra exposición, de ningún modo se concibe tan bien la grandeza del Cielo que nos aguarda, como mirándola y estudiándola al pie de la Cruz de Nuestro Redentor, que con su divina Sangre nos la ganó.
Comúnmente, mucho vale lo que mucho cuesta; mucho, pues, debe de valer el Cielo, cuando el devolvernos el derecho a Él le ha costado toda su Pasión al Hijo de Dios.
Aun a Él mismo, en cuanto a su humanidad, le fue preciso pasar por tan duros caminos para llegar a su Reino, según lo que después de su Resurrección gloriosísima dijo a los discípulos de Emaús: ¿Acaso no fue preciso que padeciese todas estas cosas el Cristo, y así entrase en su gloria?
Consideremos, pues, ahora la gloria del Cielo desde este punto de vista.
¿Por qué padeció y murió Jesucristo? Para satisfacer por nuestras culpas y reintegrarnos en el derecho que por ellas habíamos perdido a la Patria Celestial.
Pero Nuestro Señor padeció y murió, no para relevarnos de la obligación de ganarnos nosotros mismos la gloria a costa de nuestros sudores, sino para que nos valiesen de algo estos nuestros sudores, que sin los suyos no nos serían provechosos.
Padeció y murió para que, asociando a los suyos los pobres méritos de nuestra vida, adquiriesen estos cierta debida proporción con la recompensa infinita que por ellos nos será dada.
Padeció y murió, no para fomentar holgazanerías, sino para estimular a grandes obras a los corazones valerosos.
Padeció y murió, como lucha el bravo capitán al frente de sus soldados, no para que se estén éstos descansados, sino para que con ver sus hazañas y ardimiento se atrevan a seguirle y se hagan valientes hasta los más enflaquecidos.
Este es el misterio de la Cruz en orden a nuestra vida.
Pues bien… Este es también el misterio de la Cruz en orden a nuestra futura gloria.
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¿Por qué es gran gloria y por qué todo lo merece? Sencillamente porque todo esto ha dado por ella nuestro gloriosísimo Redentor.
Durante toda su vida, pero muy particularmente durante los angustiosos últimos días de ella, le vemos como tomar una balanza y poner en uno de los platillos de ella toda la gloria de su Padre, toda la suya y toda la que con ella han de gozar un día sus elegidos.
Y en el otro platillo ir como echando lágrimas, gemidos, oraciones, agonías, azotes, salivas, bofetadas, espinas, clavos, brebaje de hiel, cruz, lanza, y todo el inmenso peso de interiores y exteriores sufrimientos que hicieron de Él el gran Mártir de todos los siglos, el gran Penitente, la gran Víctima expiatoria de toda la humanidad.
Y le vemos con esta balanza en la mano, entre el Cielo y la tierra, como quien pesa para Dios Padre el oro de nuestro rescate y el precio de la gloria que por él se nos ha de retornar.
¡Cuánto oro va poniendo en esta balanza nuestro adorable Redentor! Una lágrima suya bastaba…; ¿cómo, pues, ha puesto tantas?, ¿cómo ha elevado a tan espantosa cifra los desconsuelos y los tormentos?
No precisamente para ganarnos el Cielo, que, como sabemos, con mucho menos nos lo podía ganar. Pues ¿para qué, sino para que concibiésemos gran aprecio y estima de esto que nos ganaba?
Amemos a Cristo Dios, que tal ha querido hacer por nosotros; y vayamos al Cielo por el cual tales sacrificios ha querido hacer.
No desdeñemos amor que tanto cuesta, lauro por el cual se han corrido tales y tan raras aventuras.
¡Oh Cielo, que vales todo lo que vale un Dios, porque en realidad no eres otra cosa que Dios mismo!
¡Oh Cielo! ¿quién no te amará? ¿Quién no se echará por ti a toda suerte de sacrificios y heroísmos?
¿Podrá ser demasiada, o siquiera mucha, o siquiera bastante cualquier obra difícil que se haga por ti?
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Lo de acá es lo de este valle de lágrimas, en el cual gemimos; lo de allá es el Cielo que esperamos.
Lo de acá es lucha, tribulación, odio entre hermanos, blasfemias, guerra insensata a Dios…; lo de allá es orden, paz, hartura del alma, amorosa complacencia en el regazo de un Padre…
¡Ciegos de nosotros! ¿Quién nos prohíbe alzar de vez en cuando nuestros ojos a ese Cielo?
Nosotros, pobres cautivos, sumidos en tenebrosa prisión, rodeados de llanto y enojosos cuidados, a quienes, no obstante, permite Dios para nuestro consuelo respirar al través de los hierros de nuestra cárcel algo de los purísimos ambientes de la libertad, y divisar allá en lontananza algo de sus dilatados horizontes, y percibir entre el confuso rumor de nuestros lloros algo de sus celestiales armonías, nos empeñamos tenazmente en mantener cerrados nuestra vista, nuestro oído y nuestro corazón al Cielo, y los abrimos al barro e inmundicias de nuestro destierro.
Y cuando la Santa Religión, nuestra eterna amiga, nos está gritando constantemente a nuestro lado: Hijo del Cielo, desterrado en el mundo, aspira allá arriba, mira allá arriba, escucha allá arriba…, aferramos con insensata terquedad ojos, oídos y corazón a la cadena vil que nos sujeta, al frío muro que nos aprisiona, al asqueroso polvo que nos embrutece…
Y nos quejamos luego desalentados, y sentimos el desorden de la desesperación, y blasfemamos quizá hasta contra Dios, y preguntamos con brutal insolencia: ¿Dónde está ese Dios que no me escucha?… Sin reparar que el amargor y ansia de nuestras almas es fruto necesario de nuestra apostasía de Dios y del olvido de sus eternas promesas…
Acá abajo hemos de vivir, y, en consecuencia, de lo de acá abajo no podemos desprendernos a nuestro antojo; pero, ¿quién nos impide templar los dolores de acá abajo con los pensamientos de allá arriba?
Así se vive en el mundo, así vivimos quizá nosotros por nuestra desdicha; sin pensar que en cárcel vivimos; que nuestro trabajo, nuestros adelantos industriales, nuestro movimiento comercial son al fin los entretenimientos o la tarea forzada de un preso que gana con ellos un mendrugo de pan; que nuestro orgulloso saber y nuestras ponderadas luces son la mirada estrecha y reducida que paseamos por el angosto recinto que nos cerca; que nuestra poesía, nuestras artes, son el canto melancólico con que intenta distraer en vano sus pesares el encarcelado.
¿Por qué, pues, nos preocupa en tanto grado ese negocio, esa ciencia, ese arte, que, aunque un momento nos entretengan o diviertan, no alcanzan a llenar el hondo vacío de nuestra alma?
¡Pobre alma, condenada a contentarse con las miserias de esta cárcel, cuando no pueden llenarla otros consuelos que los de la libertad celestial para que nació!
Que este mundo es para nuestras almas un destierro, lo sabemos todos y lo andamos repitiendo todos los días; lo cual no impide que lo olvidemos con sobrada frecuencia…
Que el Cielo es la Patria, tampoco lo ignoramos, aunque no lo recordemos tan a menudo como debiéramos…
Pues bien. .. Si hay una reflexión, si hay un pensamiento capaz de llevar serenidad al espíritu más acongojado y de levantar firme el ánimo más abatido, es sin duda la reflexión y el pensamiento de que este lugar de iniquidades no es nuestro lugar definitivo, y de que, en cambio, lo es aquella mansión de eterna verdad, de eterna bondad, de eterna belleza, de eterna justicia donde me aguardan la Santísima Trinidad, Jesucristo, su Santísima Madre, el Buen San José, todos los Ángeles y Santos…
Hay algo en ese pensamiento que eleva al cristiano sobre todas las miserias, y le engrandece sobre todas las pequeñeces que nos rodean; algo que le hace mirar, más que con horror, con cierta índole de compasión, al mismo tirano que le oprime, bien se llame ese tirano rey, bien se llame muchedumbre…
Es más que ellos, porque es hijo del Cielo; y va hacia allá, sin dar otra importancia a lo de acá abajo que la que da el viajero a las sacudidas y al mareo con que le incomoda un mal vehículo en una pésima carretera.
Siente el cristiano algo dentro de sí que le pone a cubierto de toda tiranía. No la teme; que cosa que dura poco, vale poco. No la teme, porque no ha de faltar quien le libre de ella. La muerte es la libertad…
¿Y por qué razón la muerte es la libertad, sino porque la vida es el destierro y el Cielo es el país natal?
¡Volemos! ¡Subamos! Y volando y subiendo hallaremos la verdadera medida de lo que de cerca nos abrumaba con su fantástica grandeza.
¡Arriba los corazones! ¡Arriba los pensamientos! ¡Al Cielo!
Los hombres y sus revoluciones, sus gigantescos crímenes, sus insensatos proyectos, su opresión tenaz, su guerra al Cielo…; si colocamos a conveniente distancia de ellos nuestro pensamiento en dirección a Dios, nos parecerán como son en realidad…, átomos imperceptibles que se agitan en una gota de agua.
Menos que una gota de agua es el mundo en que vivimos, ante la grandeza del mundo celestial en que hemos de vivir mañana, ante la inmensidad de Dios.
Amemos, pues, el Cielo, pensemos en el Cielo, anhelemos el Cielo.
Medio cierto de asegurarse su posesión es empezar a vivir ya en Él en el deseo.
Nos lo conceda a todos la divina Bondad.

