P. CERIANI: SERMÓN DEL CUARTO DOMINGO DE PASCUA

CUARTO DOMINGO DE PASCUA

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: Y ahora Yo me voy al que me envió, y ninguno de vosotros me pregunta: ¿Adónde vas? Sino que la tristeza ha ocupado vuestros corazones porque os he dicho esto. Sin embargo, os lo digo en verdad: Os conviene que me vaya; porque, si Yo no me voy, el Intercesor no vendrá a vosotros; mas si me voy, os lo enviaré. Y cuando Él venga, presentará querella al mundo, por capítulo de pecado, por capítulo de justicia, y por capítulo de juicio: por capítulo de pecado, porque no han creído en Mí; por capítulo de justicia, porque Yo me voy a mi Padre, y vosotros no me veréis más; por capítulo de juicio, porque el príncipe de este mundo está juzgado. Tengo todavía mucho que deciros, pero no podéis soportarlo ahora. Cuando venga Aquél, el Espíritu de verdad, Él os conducirá a toda la verdad; porque Él no hablará por Sí mismo, sino que dirá lo que habrá oído, y os anunciará las cosas por venir. Él me glorificará, porque tomará de lo mío, y os lo declarará.

El Domingo pasado, Tercero de Pascua, comenzamos a hablar sobre el Dogma de la Bienaventuranza Eterna.

Terminamos preguntando: ¿Qué será esta gloria? ¿Qué es ya para los afortunados amigos nuestros que gozan de su posesión?

¿Hay frases para explicarla?

¿Hay siquiera concepto intelectual para comprenderla?

Y dijimos que a eso procuraríamos responder con la luz de la Fe y de la Sagrada Teología; lo cual haríamos, con la gracia de Dios, en los dos Domingos que quedan del Tiempo Pascual. Retomamos hoy la cuestión.

¿Qué es, pues, el Cielo?

Demos respuesta…, hasta donde se puede dar…

Y digo así, porque de las cosas divinas bien se puede asegurar, por lo menos, que tienen tanto de misteriosas y sublimes como las cosas humanas…

Y lo expreso así por y para esa grey insensata de incrédulos, científicos a su modo, que no saben explicar el ala de una mosca, ni dar razón del zumbido de un mosquito, y se alteran e irritan porque no se les da cuenta cabal y minuciosa de todas las cosas de Dios.

Por lo tanto, diremos de esto hasta donde se puede decir, exactamente como el químico da razón de la composición de los cuerpos sólo hasta donde se puede dar, o el astrónomo de las revoluciones de los astros solamente hasta donde alcanza su telescopio.

Apuntemos, pues, el nuestro, que es el de la Fe, a la región bienaventurada, y veamos lo que acerca de ella nos es permitido vislumbrar y descubrir.

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La Gloria del Cielo consiste, dice la sagrada Teología, en la visión clara de Dios.

Visión del alma y, por consiguiente, intelectual; bien que no se excluya, después de la resurrección de los cuerpos, la participación, en la gloria, de los sentidos corporales.

La visión de Dios la logra el alma no por la sola potencia natural de sus facultades, harto débiles para resistir tanta luz, sino por la ayuda de lo que llaman los teólogos lumen gloriӕ, que es un medio superior y sobrenatural con que eleva Dios aquellas naturales facultades para hacerlas capaces de tan soberano objeto.

El lumen gloriae es un hábito intelectivo sobrenatural que refuerza la potencia cognoscitiva del entendimiento para que pueda ponerse en contacto directo con la divinidad, con la esencia misma de Dios, haciendo posible la visión beatífica de la misma.

Como la luz terrestre es el medio con que se hacen visibles a nuestros ojos los objetos materiales, así el dicho lumen gloriӕ es como la luz del Cielo con que se nos hace visible la Divinidad.

¿Y qué veremos cuando se encienda en nuestro entendimiento el lumen gloriae al entrar en el Cielo? Es imposible describirlo. El apóstol San Pablo, en un éxtasis inefable, fue arrebatado hasta el Cielo y contempló la divina esencia por una comunicación transitoria del lumen gloriae, como explica el Doctor Angélico. Y cuando volvió en sí, o sea, cuando se le retiró esa luz, no supo decir absolutamente nada.

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San Agustín, y detrás de él toda la teología católica, nos enseña que la gloria esencial del Cielo se constituye por tres actos fundamentales: la visión, el amor y el goce beatífico.

La visión, ante todo. Contemplaremos cara a cara a Dios. Y en Él contemplaremos todo lo que existe en el mundo: la creación universal entera, con la infinita variedad de seres posibles que Dios podría llamar a la existencia sacándoles de la nada.

No los veremos todos de una manera exhaustiva, porque esto equivaldría a abarcar al mismo Dios, y el entendimiento creado ni en el Cielo siquiera puede abarcar a Dios.

Y ese espectáculo fantástico durará eternamente, sin que nunca podamos agotarlo, sin que se produzca en nuestro espíritu el menor cansancio por la continuación incesante de la visión.

El segundo elemento de la gloria esencial del Cielo es el amor. Amaremos a Dios con toda nuestra alma, más que a nosotros mismos.

Solamente en el Cielo cumpliremos en toda su extensión y perfección el primer mandamiento de la Ley de Dios, que está formulado en la Sagrada Escritura de la siguiente forma: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Y en su cumplimiento, encontraremos la felicidad plena y saciativa de nuestro corazón.

En tercer lugar, en el Cielo gozaremos de Dios. Nos hundiremos en el océano insondable de la divinidad con deleites inefables, imposibles de describir.

La visión de Dios lleva consigo fruición o goce, es decir, un bienestar del alma proporcionado a la grandeza del objeto en que se nutre y apacienta su contemplación.

Todo cuanto puede apetecer y llenar el corazón humano, pero en grado infinito.

Bienestar sumo, porque es efecto de una posesión suma de un objeto sumo.

Bienestar que, aunque único e indiviso en sí, podemos considerarlo bajo tres aspectos, que son como tres refracciones de un solo purísimo rayo.

Porque Dios, Ente sumo, es suma Verdad, suma Bondad, suma Belleza.

Y el alma humana, creada a imagen de Dios y con natural impulso hacia Dios, para el cual ha sido creada, tiene tres incesantes anhelos que corresponden a aquellos tres aspectos del Ente sumo y sobrenatural.

El anhelo de lo verdadero, el anhelo de lo bueno y el anhelo de lo bello, únicos que ya en este mundo le ofrecen alguna que otra centella o chispa de tal consolación, únicos por tanto que íntegra y esencialmente y sobrenaturalmente poseídos formarán su felicidad eterna.

Poseyendo, pues, a Dios, tendrá el alma enteramente satisfechos y saciados aquellos tres incesantes anhelos, que constituyen hoy acá en el mundo toda su hambre y sed.

Gozará su facultad cognoscitiva con la posesión de toda la Verdad; gozará su facultad volitiva con la posesión de todo el Bien; gozará su facultad afectiva con la posesión de toda la Belleza.

Conocerá lo mejor y sumo de lo cognoscible, tendrá lo mejor y sumo de lo apetecible, gozará lo mejor y sumo de lo grato y deleitable.

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Examinémonos un poco a nosotros mismos, y puede que, a pesar de nuestra grosera carnalidad, vislumbremos algo de esta delicadísima filosofía del Cielo.

¿Hemos observado qué poderoso y cuán intenso placer produce en nuestra alma el conocimiento pleno y evidente de una verdad o el descubrimiento de lo que estudiábamos afanosos y acongojados?

¡Cómo descansa el alma en la contemplación de aquella conquista suya! ¡Qué inefable reposo y gozo!

Lo saben bien los autores de famosos inventos, es decir descubrimientos, a los cuales este entusiasmo ha hecho a veces casi enloquecer.

Arquímedes, al encontrar estando en la bañera la famosa ley del peso específico de los sólidos, no pudo contenerse y echó a correr desnudo por la ciudad gritando su famoso Eureka … (Lo descubrí)…, y salió bastante descubierto…

Santo Tomás de Aquino, en la mesa de San Luis, rey de Francia, acierta de repente con una razón contundente contra el maniqueísmo, y olvida delante de quién está, y dando un golpe en la mesa exclama fuera de sí: Conclusum est contra manichaeos (¡Y esto acaba con los maniqueos!).

Pues bien, esta indecible e espléndida satisfacción del alma por aquella pequeña verdad que trabajosamente ha logrado entrever indica lo que ha de ser el júbilo infinito del alma conocedora al fin de toda verdad; de todas las relaciones entre todos los seres; de todos los conceptos científicos y de la unidad intrínseca y trascendental de todas las ciencias en un solo universal concepto; de lo que hasta el día se ha descubierto y de todo lo que resta descubrir y de lo que en este mundo no se descubrirá jamás; de todo lo real y de todo lo posible; de cuanto hay cognoscible en los Cielos, en la tierra y en los abismos, porque todo se encierra en esta fórmula simplicísima y trascendentalísima: Dios.

Aquí, el conocimiento de una verdad, si algo satisface por de pronto, es luego aguijón que nos atormenta para que busquemos nuevas verdades. Lo que poseemos, se nos convierte luego en acusador de mayor ignorancia.

Por donde es cierto que no se sabe mucho, sino para conocer lo muchísimo que se ignora… Hay, pues, en el fondo de todo conocimiento un profundo vacío: la inteligencia pide más a cada hora, y la ciencia no se lo puede dar.

No hay codicia mayor que la del entendimiento humano, que en nada quisiera encontrar cerrojos, y que, sin embargo, se encuentra a cada paso con que el misterio le detiene adusto y receloso.

Y el Cielo es la verdad completa, desnuda, sin velos ni sombras; la verdad pura; Dios hecho alimento para el entendimiento racional, que sólo con Él se puede satisfacer.

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Mas Dios es también Bien sumo, y en este concepto es el objeto plenísimo y adecuado de la voluntad.

No nos arrebata menos la influencia poderosa de lo bueno que la de lo verdadero. Ante un rasgo heroico de generosidad; ante una hazaña; ante una de esas acciones magnánimas que admira la humanidad y perpetúa la historia, ¿quién no siente llenársele de entusiasmo el alma?, ¿quién no corre a darle un apretado abrazo al magnánimo varón?

Y pensar que este bien es sólo un lejano y pálido reflejo del verdadero Bien… Y pensar que esto no es más que una como sombra y vislumbre de aquel Bien sumo, de aquella perfección suma, de aquella excelencia y virtud suma, que es Dios…

¿Cómo no se ha de cebar la voluntad en objeto tan digno de su potencial? Si lo que no es su objeto natural, como la luz lo es del ojo, el sonido del oído y el gusto del paladar, la cautiva tan fuertemente, ¡cómo y con qué delicia ha de adherirse la voluntad a este Bien que es todo bien, que es conjunto de todos los bienes y de todo lo bueno que se puede imaginar!

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¿Y qué diremos de Dios bajo la especie de suma Belleza? Así considerado, ofrece puntos de vista no menos interesantes a la contemplación.

Tal vez sea el lado menos común por donde se mira la gloria del Cielo, siendo, sin embargo, el más a propósito para que nos arroben y encanten sus deslumbradoras perspectivas.

San Agustín, que es quizá de todos los Padres de la Iglesia el más profundo, ha dado gran importancia a este concepto de lo Bello.

¿Qué es la Belleza? Después de mucho discurrirlo, los estéticos no han convenido aún en precisar la definición. Pero bien podemos aceptar la idea más común que nos dan de ella, cuando nos dicen que es una cualidad que tienen ciertos objetos físicos, morales o intelectuales, cualidad que excita en la parte más delicada de nuestro ser un vivo sentimiento de simpatía hacia ellos, acompañado de indefinible bienestar y delicia, que llega a ser verdadero arrobamiento o enajenamiento del alma cuando es extraordinaria tal excitación.

Es el sentimiento indefinible de gozo que nos arrebata a la vista de un magnífico paisaje, al oír un inesperado acorde de una magistral sinfonía, al escuchar la frase feliz o el arranque inspirado de un orador, al leer un concepto sublime o delicado de un poeta.

Al experimentar en nuestro delicadísimo sentido interior la mágica inspiración de la Belleza, o prorrumpimos en súbita exclamación de entusiasmo, o aplaudimos delirantes, o sentimos asomarnos a los ojos las lágrimas del enternecimiento.

Nadie tiene cerrado el corazón a este poderosísimo influjo de lo Bello; lo experimentan las masas toscas y rudas de la plaza pública, como las cultas y leídas de los liceos y academias.

Es el sentimiento más íntimo del hombre; es por lo mismo el más intenso y el más universal. Se le puede extraviar y torcer a objetos indignos, nunca apagar o destruir enteramente.

Dios, que es la Verdad y la Bondad suma, es también la suma Belleza.

Tiene, pues, esencial y sustancialmente esta cualidad que sus criaturas no tienen sino accidental y participada.

Ejerce Dios en el alma que le posee en el Cielo un encanto tal, cual no puede comprenderse ni decirse, ya que no puede decirse ni comprenderse cuál es la proporción relativa de esta Belleza suma comparada con la de los otros seres bellos que acá en el mundo nos arroban y entusiasman.

Aquel momento de felicidad e íntima delicia que nos proporciona, como fugaz llamarada, la impresión de lo bello, es en Dios para el alma bienaventurada un momento eterno, no un momento transitorio; es un resplandor indeficiente, no una llamarada fugaz; es un grito de júbilo que nunca cesa, un enajenamiento del que no se sale, una embriaguez dichosísima del corazón que jamás acaba.

Es estar percibiendo siempre y sin cansancio y sin fastidio y sin monotonía el aroma de todas las flores, los acordes de todas las músicas, los mágicos colores de todos los paisajes, aquella dulce fiebre de enardecimiento que producen los oradores y poetas; es estar percibiendo todo esto junto, y estar percibiéndolo siempre, con todo el atractivo y magia de la novedad, porque siempre es nuevo; con toda la seguridad y fijeza de la antigüedad, porque siempre es inacabable.

Acá en el mundo el perfume más delicado llega a dar náuseas, los versos más armoniosos llegan a empalagar, la música de Mozart no la aguantaríamos dos días seguidos sin pedir por compasión una tregua.

Las escasas gotas que del manantial infinito de toda belleza nos es dado saborear, si primero nos arroban, luego nos dejan rendidos y fatigados; porque ni para el goce mismo de lo más elevado y espiritual somos incansables, antes muy cierto es que más presto nos agobian y rinden quizá grandes alegrías que grandes dolores.

No así en el Cielo, donde nuestra natural potencia para gozar ha sido elevada por Dios a condición sobrenatural.

De suerte que, así como Dios al réprobo le ha dado una aptitud especial para padecer, lo cual le hace capaz de un sufrimiento al que de otro modo sucumbiría su naturaleza; así al Bienaventurado le comunica Dios aptitud especial para gozar con goces tales que, de otro modo, le anonadarían, como el resplandor vivísimo del sol ciega al que intenta fijar en él su pupila.

La belleza de Dios, sol de las almas, luz inaccesible para toda inteligencia criada, se deja gozar de lleno por las que Él ha elevado a la condición de seres gloriosos, reforzando, por decirlo así, sus pupilas para que le miren eternamente sin pestañear, anegándolas y embriagándolas en aquel mar de luz y de siempre nuevos y siempre más vivos resplandores.

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Después de todo esto, si se nos vuelve a preguntar: ¿qué es la gloria del Cielo?, hemos de confesar que nos hallamos para responder tan impotentes como al principio de emprender la explicación.

Diremos únicamente: es poseer a Dios, suma Verdad, sumo Bien y suma Belleza…

¿Y qué es poseer a Dios? Es la posesión de todo lo verdadero, de todo lo bueno y de todo lo bello que puede halagar al hombre o sonreírle en sus más embriagadores ensueños.

El Cielo es, pues, la posesión de toda Verdad, de todo Bien y de toda Belleza. Y es la exclusión, por lo tanto, de toda mentira, de toda maldad y de toda fealdad…

Pensad lo más alto, lo más noble, lo más hermoso, lo más armonioso, lo más encantador, lo más simpático que podáis concebir; imaginad lo que más os llene, lo que más os seduzca, lo que más os embriague, por lo que haríais más raros sacrificios, o emprenderíais más costosos trabajos, o daríais en cambio más ricas joyas: esto es Dios, esta es la posesión de Dios, esta es la felicidad de sus escogidos.

Mas no, nada de esto es, porque todo esto es algo que finalmente se puede decir y escribir imperfectamente, o por lo menos borronear.

No, nada de esto es; porque, según el Apóstol, es cosa que ni el ojo vio jamás igual, ni lo oyó ja más oído humano, ni corazón de hombre lo llegó jamás a poder comprender.

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Pero, hay más… A todo esto debemos sumar la gloria accidental del cuerpo y del alma

El cuerpo glorioso tendrá cuatro cualidades o dotes maravillosas: claridad, agilidad, sutileza e impasibilidad.

De manera, que nuestro cuerpo entero, con todos sus sentidos, estará como sumergido en un océano inefable de felicidad, de deleites inenarrables. Y esto constituye la gloria accidental del cuerpo; lo que no tiene importancia, lo que no vale nada, lo que podría desaparecer sin que sufriera el menor menoscabo la gloria esencial del Cielo.

Muy por encima de la gloria del cuerpo está la gloria del alma. El alma vale mucho más que el cuerpo.

En cuanto a la gloria accidental de esta, empecemos por los goces de la amistad. En el Cielo se reanudará para siempre aquella amistad interrumpida bruscamente. Los amigos volverán a abrazarse para no separarse jamás.

La amistad es una cosa muy íntima, muy entrañable, no cabe duda; pero por encima de ella están los lazos de la sangre, los vínculos familiares. ¡Qué abrazo nos daremos en el Cielo! ¡La familia reconstruida para siempre! Se acabaron las separaciones: ¡para siempre unidos!

Pero quizá a alguno de vosotros se le ocurra preguntar: y si al llegar al Cielo nos encontramos con que falta algún miembro de la familia, ¿cómo será posible que seamos felices sabiendo que uno de nuestros seres queridos se ha condenado para toda la eternidad?

Esta pregunta terrible no puede tener más que una sola contestación: en el Cielo cambiará por completo nuestra mentalidad. Estaremos totalmente identificados con los planes de Dios. Adoraremos su misericordia, pero también su justicia inexorable. En este mundo, con nuestra mentalidad actual, es imposible comprender estas cosas; pero en el Cielo cambiará por completo nuestra mentalidad, y, aunque falte un miembro de nuestra familia, no disminuirá por ello nuestra dicha; seremos inmensamente felices de todas formas.

Por encima de los goces de la familia reconstruida experimentará nuestra alma alegrías inefables con la amistad y trato con los Santos. Que cada uno piense ahora en los Santos de su mayor devoción e imagine el gozo que experimentará al contemplarles resplandecientes de luz en el Cielo y entablar amistad íntima con ellos.

Pero más todavía que por el contacto y amistad con los Santos, quedará beatificada nuestra alma con la contemplación de los Ángeles de Dios, criaturas bellísimas, resplandecientes de luz y de gloria. La contemplación del mundo angélico, con toda su infinita variedad, será un espectáculo grandioso, señores.

Muy por encima de los Ángeles, la contemplación de la que es Reina y Soberana de todos ellos nos embriagará de una felicidad inefable. ¡Qué será cuando la veamos personalmente a Ella misma! Nos vamos a extasiar de alegría cuando caigamos a sus pies y besemos sus plantas virginales y nos atraiga hacia Sí para darnos el abrazo de madre y sintamos su Corazón Inmaculado latiendo junto al nuestro para toda la eternidad.

Pero ¿quién podrá describir lo que experimentaremos cuando nos encontremos en presencia de Nuestro Señor Jesucristo, cuando veamos cara a cara al Redentor del mundo, con los cinco luceros de sus llagas en sus manos, en sus pies y en su divino Corazón? El gozo que experimentaremos entonces es absolutamente indescriptible.

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Y aquí, ¡punto y basta!, porque las cosas del Cielo deben ser meditadas y contempladas en el silencio de la oración.

Dios mediante, consideraremos el próximo Domingo la eternidad del Cielo y qué son los sufrimientos y la cruz en comparación con su gozo.