Carta a la Virgen María
Madre mía del cielo, yo te escribo esta carta,
–yo no sé si una carta me pudiera salvar–
pero tantas angustias me consumen por dentro
que es con tinta que lloro mi profundo pesar.
Yo no he sido un devoto, ni un apóstol, ni un mártir,
ni un profeta, ni un santo; tú me has visto eludir
los peldaños que llevan de la tierra hasta el cielo
posponiendo la meta del cristiano: ¡subir!
He habitado entre sombras y he vivido leproso,
ciego y sordo a consejos que he debido escuchar,
pero sé que no hay hijo que no cubra tu manto
y que no hay pecadores que no quieras salvar.
He fundado mi casa sobre suelo arenoso,
he logrado conquistas que me han hecho perder
y he gastado mis horas en tibiezas banales
donde el premio al vacío se traduce en placer.
He ignorado el llamado de tus pródigas gracias,
he tomando el arado y he mirado hacia atrás;
me han cantado más gallos que a san Pedro y bien sabes
que he tenido mis dudas como un nuevo Tomás.
Yo no sé, Madre mía, si mi ser afligido
que hoy se arroja a tus plantas con total contrición
será digno algún día de mirarte a esos ojos
que interceden por todos los que buscan perdón.
No merezco, Señora, más que olvido y desprecio
de tu Hijo y del cielo, pero hoy arde en mi ser
una llama que alumbra mi conciencia dormida
que has prendido por gracia de tu santo poder.
No permitas, María, que se pierda mi alma,
que hoy aspira al consuelo de tu amor maternal.
Yo no sé si esta carta llegará a tus alturas
¡pero nunca te olvides de este pobre mortal!