P. CERIANI: SERMÓN DEL TERCER DOMINGO DE PASCUA

TERCER DOMINGO DE PASCUA

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: Un poco de tiempo y ya no me veréis: y de nuevo un poco, y me volveréis a ver, porque me voy al Padre. Entonces algunos de sus discípulos se dijeron unos a otros: ¿Qué es esto que nos dice: Un poco, y ya no me veréis; y de nuevo un poco, y me volveréis a ver y: Me voy al Padre? Y decían: ¿Qué es este poco de que habla? No sabemos lo que quiere decir. Mas Jesús conoció que tenían deseo de interrogarlo, y les dijo: Os preguntáis entre vosotros qué significa lo que acabo de decir: Un poco, y ya no me veréis, y de nuevo un poco, y me volveréis a ver. En verdad, en verdad os digo, vosotros vais a llorar y gemir, mientras que el mundo se va a regocijar. Estaréis contristados, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo. La mujer, en el momento de dar a luz, tiene tristeza, porque su hora ha llegado; pero cuando su hijo ha nacido, no se acuerda más de su dolor, por el gozo de que ha nacido un hombre al mundo. Así también vosotros tenéis ahora tristeza, pero Yo volveré a veros, y entonces vuestro corazón se alegrará y nadie os podrá quitar vuestro gozo.

El Evangelio de este Tercer Domingo de Pascua trae las consoladoras palabras de Nuestro Señor a sus Discípulos durante el hermoso Sermón de Despedida, en el Cenáculo, antes de la Pasión.

Es sabido que, para quebrantar la dureza del corazón del pecador, más frecuentemente se hace uso de los argumentos ad terrorem, que el de los suavísimos.

En el célebre Discurso a los Predicadores de Cuaresma de 1949, Pío XII expresó:

“Hay que detener con todas las fuerzas ese deslizamiento de nuestras filas hacia la irreligión y despertar el espíritu de oración y de penitencia. La predicación de las primeras verdades de la fe y de sus fines últimos no sólo no ha perdido nada de su actualidad en nuestros tiempos, sino que se ha hecho más necesaria y urgente que nunca. Incluso el sermón sobre el infierno. Sin duda un tema así debe ser tratado con dignidad y sabiduría. Pero en cuanto a la sustancia misma de esta verdad, la Iglesia tiene, ante Dios y ante los hombres, el deber sagrado de proclamarla, de enseñarla sin atenuación alguna, tal como Cristo la reveló, y no hay condición de tiempo que pueda disminuir el rigor de esta obligación. Obliga en conciencia a todo sacerdote a quien, en el ministerio ordinario o extraordinario, se le confía el cuidado de enseñar, amonestar y guiar a los fieles. Es cierto que el deseo del Cielo es un motivo en sí mismo más perfecto que el temor al castigo eterno; pero de esto no se sigue que sea también una razón más eficaz para todos los hombres, para apartarlos del pecado y convertirlos a Dios”.

Esto se explica perfectamente, habida consideración de lo carnal y grosero que suele ser por regla general el pecador.

Sin embargo, esta razón, si abona suficientemente la preferencia que comúnmente se da en la ascética cristiana a las consideraciones espantosas del Juicio y del Infierno, no dice que se deba prescindir enteramente de halagar el alma con las bellísimas perspectivas de la eternidad bienaventurada, del Cielo.

Es cierto que el hombre más comúnmente se rinde por espanto de lo que teme, que por anhelo de lo que se le promete; pero no lo es menos que también le vence y cautiva frecuentemente el amor.

¿Acaso no es cierto que en las Sagradas Escrituras, especialmente en el Nuevo Testamento, se despliegan muy a menudo a los ojos del hombre las dulces lontananzas de la gloria, tan a menudo casi como se le hace oír para su bien el llanto y crujir de dientes de los eternos tormentos?

Hay, además, otra razón…; y es que existe una como preocupación general que hace considerar como pequeñas las cosas del Cielo, y propias tan sólo para serles habladas a los niños para que no sean traviesos y obedezcan a papá y a mamá.

A lo más se concede que es regular hablar de las esperanzas del Cielo a las mujeres, como más sensibles a esos recursos de emoción.

Pero hablar de que han de ir al Cielo, y de que sólo han de ser felices en el Cielo, y de que todo deben hacerlo para ganar el Cielo, y de que no hay desventura peor que cerrarse los caminos del Cielo, hablar, digo, de eso a nuestros hombres de negocios, de letras o de política; hablar de eso a los entendimientos tan sólo preocupados en cosas de interés material, como son la Bolsa y la fábrica, ¿no es exponerse a que le tengan a uno por bobo y por simplón, y a que con sonrisa de lástima le envíen a uno a echar sus pláticas de miel y confituras a los colegios de párvulos o a los locutorios de monjas?

Pues bien, tales asuntos que dan risa a los hombres serios y formales de la muy seria y formal generación presente, los escogemos como los de más viva y palpitante actualidad.

Es nuestra eterna manía andar contra la corriente, y no podemos corregirnos…

Acérquense y formen rueda al pie de nuestra cátedra popular cuantos quieran ahora oír hablar algo de las cosas del Cielo.

No se avergüencen de esas cosas de chicos los hombres grandes, que éstos más que aquellos las necesitan.

¿Acaso no sienten dentro de sí un alma nobilísima, creada para los más altos destinos que para andarse como bestias tras el vil halago de feas concupiscencias? ¿Creen por ventura que es tan gran cosa todo lo miserable de acá, que con eso solo se puedan satisfacer? ¿Nada les dicen ese vacío perpetuo del corazón que nunca se les llena; ese grito continuo de hambre con que sin cesar les molesta en medio de todas sus aparentes harturas?

¿Son felices? ¡No! Cuando se le oye a la literatura contemporánea, eco fiel del modo de sentir de la generación de hoy, ese constante quejido de aburrimiento y desesperación, ese maldecirlo todo y fastidiarse de todo y andar desengañada de todo, ¿quién no ve que es eso una literatura sin Cielo, es decir, sin más allá, sin norte, sin ideal, espejo demasiado exacto de lo que pasa en la mayor parte de los corazones?

Sin horizontes de vida futura, sin el estímulo cotidiano de imperecederas recompensas, ¿qué ha de hacer el pobre corazón sino languidecer y marchitarse?

El corrosivo estimulante de las humanas pasiones no da vida, sino fiebre; estimula y enardece unos momentos como el vino, pero es para sumir muy pronto en la más triste postración. Así se vive hoy día por lo general; así se vive…, y así se muere…

Se busca tan sólo la ilusión; y ésta, claro se ve que no puede durar, porque de sí misma significa engaño y mentira. Y por bella que sea la mentira, mentira es.

En cambio se desatiende y olvida y menosprecia la única realidad, que es la del fin nobilísimo para el que fue creado el hombre; realidad única propia para entonar y vivificar, y llenar y sostener toda nuestra existencia; realidad bajo cuyo punto de vista todo cobra de repente importancia y trascendencia; realidad sin la cual nada la tiene, porque es ella la única hermosa realidad de la eternidad.

No es el Cielo la única realidad de la eternidad, porque hay también allí el Infierno. De lo cual se sigue que es preciso ir al Cielo: primero, para salvarse; segundo, para no condenarse. Lo cual, aunque venga a parecer lo mismo, en el fondo no lo es.

Por lo cual, la cuestión del Cielo, tan halagüeña como parece, tiene también su lado terrible y capaz de hacerle abrir el ojo al más aletargado mortal, en cuanto empiece a mirarla con la debida atención.

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Destaquemos ante todo un fenómeno.

El dogma del Cielo tiene pocos impugnadores.

Se le mira con indiferencia, se le trata con desdén, unos le desprecian, otros le olvidan… Sin embargo, se le combate formalmente por muy pocos.

No se despliega contra él el lujo de sofismas y falsas retóricas que se emplea contra el dogma de las penas del infierno.

La explicación es sencillísima y arroja mucha luz sobre el verdadero carácter de todas las polémicas que se mueven contra el Catolicismo: el dogma del Cielo no es porfiadamente combatido, porque es dogma que a nadie mortifica. El dogma del infierno es atacado por mil lados con verdadero furor, porque le da al hombre verdadero miedo. Y el afán por desembarazarse de esta negra pesadilla es quien le obliga al pobre incrédulo a sutilizar e ingeniarse en busca de aparentes razones que le alivien su inquietud.

Los dogmas que espantan, y que espantando enfrenan, son a la verdad dogmas muy molestos, y ya que no se pueda suprimirlos del símbolo cristiano, se procura a lo menos distraer de ellos la atención.

Es el caso, tantas veces citado, del niño que cierra los ojos para no ver lo que le da pavor; o del que grita recio en la oscuridad para disimular su cobardía.

Tú, incrédulo infeliz, que no eres al fin más que un niño según te muestras falto de toda razón, ¿crees que dejará de haber otra vida sólo porque te tapes los ojos para no verla, y grites desaforadamente para no oír la voz que te la hace advertir?

El dogma de las eternas recompensas, que llamamos Cielo, y el dogma de los eternos castigos, que llamamos Infierno, son dos dogmas correlativos; mejor aún, son dos aspectos de un mismo dogma, son como anverso y reverso de una sola medalla. Componen en sustancia el único dogma de la justicia de Dios.

La justicia de Dios castigando se llama Infierno; la justicia de Dios recompensando se llama Cielo. Todas las razones, pues, que demuestran lo primero, demuestran asimismo lo segundo.

Pero es necesario consignar una diferencia esencial en el modo de ver una y otra cuestión. El infierno no es el fin natural y adecuado del hombre, pues en los designios eternos de Dios el hombre no fue creado para la condenación. Es herejía anatematizada por la Iglesia enseñar que haya creado Dios a hombre alguno para la perdición eterna.

El hombre se hace a sí propio réprobo, por su voluntaria desviación de la senda que debe conducirle al último fin suyo, que es la posesión de la eterna felicidad.

De donde se sigue que para la existencia del Cielo, además de las razones de justicia distributiva por las que Dios da al vicio y a la virtud su respectivo merecido, hay la razón primaria y fundamental de que para tal dichoso paradero ha sido ya desde su origen creado el hombre por designio expreso de su supremo Autor.

Habría, pues, Cielo y dichosos moradores en él, aunque no hubiese infierno; pues no hubiera habido infierno si, con la rebelión de los ángeles malos y caída subsiguiente del hombre, no se hubiese dado lugar a que para eso le crease Dios.

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Hay, pues, en apoyo del dogma del Cielo esta razón principalísima y fundamental. Y es de gran peso, si bien se considera, y queremos ahondar algo en ella.

Pregunta en su primera página el Catecismo cristiano: ¿Para qué fin fue creado el hombre? Y responde: Para conocer, amar y servir a Dios en esta vida, y para verle y gozarle en el Cielo.

He aquí en pocas y claras palabras formulado el primer argumento que nos asegura la existencia de la Patria Celestial.

Es tan cierto que hay Cielo como que hay hombre. Porque, si hay hombre, ha sido creado para algo; y si ha sido creado para algo, ha sido creado para Dios; y si ha sido creado para Dios, ha de llegar, si él mismo voluntariamente no se desvía, a esta posesión de Dios; y esta posesión de Dios es lo que se llama eterna Bienaventuranza o Cielo.

¿Existe el hombre? Claro está que sí, y nadie, a no ser loco, llegará al extremo de dudar de su propia existencia, por más que pretendan los idealistas o ilusos.

Si existe, ¿existe por sí mismo? No habrá de seguro quien no confiese que, dado que el hombre no es Dios (como de seguro le convencerá de que no es Dios cualquier simple dolor de muelas), existe por obra de otro que le ha dado la existencia.

El hombre de hoy existe por sus padres, pero el primer padre, por lo mismo que fue el primero, debió existir sin padre anterior, es decir, debió ser creado de la nada por un acto de la voluntad de Dios. Si existe, pues, existe porque le hizo existir Dios.

¿Esta existencia se la dio Dios para algún fin? Evidentemente, a no ser que supongamos un Dios que obra sin qué ni para qué.

El hombre inteligente obra siempre con un designio preconcebido; sólo los necios y los fatuos obran a tontas y a locas. Algo se propone con aplicar las manos a su obra.

Algo, pues, pretendió al crear al hombre su Divina Majestad; algún fin se propuso en esta su operación.

¿Qué fin se propuso, pues? Estamos ya de lleno en nuestra cuestión.

Dice la fe católica, que deseoso el supremo Ser de manifestar su gloria y hacer partícipes de ella a otros seres, por la natural tendencia que tiene el bien a difundirse y comunicarse, creó otros seres capaces de conocerle, amarle y poseerle, y asociarse de esta suerte a su esencial felicidad.

¿Cabe designio más digno de Dios y de su infinito amor? Estos seres son los Ángeles y los hombres.

Dicho está, pues, para qué los creó. Para que le conociesen, para que conociéndole le amasen, para que amándole fuesen con Él eternamente felices.

Hemos encontrado, pues, el secreto de la creación.

La clave de todo es el Cielo.

Condensemos en breves fórmulas este raciocinio.

El hombre existe.

Existe porque Dios le creó.

Le creó para algo.

Este algo, según la fe cristiana, es conocerle, amarle y poseerle.

Conocerle es tener su fe, amarle es guardar su ley, poseerle es alcanzar su gloria.

Luego existe el Cielo, supuesto que existe el hombre creado para el Cielo.

Al que preguntase, pues, si hay Cielo, se le contesta que por descontado debe haber, pues hay hombre; y no se explica la existencia del hombre sin un fin; y este fin no puede ser otro que la gloria del Cielo.

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Abriendo las Sagradas Escrituras, se puede leer en cada página de ellas esta verdad, de tal suerte que está como sembrada en todas ellas la idea de la eterna bienaventuranza. Basta abrirlas por donde se quiera: en los libros históricos como en los legales, sapienciales y proféticos…

¿Qué no han dicho los Profetas sobre las grandezas del Reino Celestial? Pero vengamos al que fue la consumación de todos ellos, Jesucristo Unigénito de Dios. Bastaría por todos aquel dulcísimo llamamiento que pone en boca del Juez Celestial, dirigido a los justos que hubieren guardado sus mandamientos: Dirá entonces el Rey a los que estarán a su derecha: Venid, benditos de mi Padre, a tomar posesión del reino que os está preparado desde el principio del mundo.

¡Oh qué sublime apoteosis! ¿Cabe descorrer más el velo de las eternas recompensas que guarda la divina Justicia a la virtud?

A los Apóstoles, antes de su Ascensión, para endulzarles la amargura de la ausencia, les dice que va a prepararles el lugar.

¿Qué significan las parábolas o semejanzas de las bodas, de las diez vírgenes, del trigo recogido en el granero, de la red que se echa al mar, de la perla que para comprarla vende un mercader todo lo suyo, y otras cien que realzan los Santos Evangelios, sino la eterna alegoría de la Patria feliz? El Salvador se gozaba en renovarla y reproducirla y variarla bajo mil diferentes aspectos; se diría que pretendió dejar agotada en este hermosísimo tema la fecundidad de su divina inventiva.

Tocante a las Epístolas, de entre cien textos de ellas, ninguno podemos citar mejor que el tan conocido de San Pablo, en que nos dice que no hay proporción alguna entre los padecimientos que por Dios se pueden pasar en esta vida y la futura gloria que por ellos nos será otorgada… ¿Y qué diremos de aquel otro en que nos pondera que ni ojo alguno vio, ni oído alguno oyó, ni corazón humano llegó jamás a comprender los premios que tiene Dios preparados a los que le aman?

Del temido Apocalipsis no hay que extractar pasaje alguno, porque es todo él como un poema de la gloria del Cielo, y la revelación más espléndida que se ha hecho jamás de las magnificencias del reino de Dios. Ábralo quien quiera por cualquiera de sus capítulos o versículos; el entusiasmo del arrobado cantor no desfallece jamás en aquel su himno de victoria, en que nos representa la turba innumerable de los escogidos, con palmas en las manos, ornados de blancas estolas, en presencia del Cordero Celestial, entonando sin cesar el Cántico de gloria, honor, virtud y fortaleza a Dios por los siglos de los siglos.

De esta suerte ha extendido Dios a nuestros ojos el Cielo visible de las Sagradas Escrituras como estrellado techo a través del cual nos llegan los resplandores del otro Cielo superior, hoy invisible, pero que un día se revelará del todo a nuestra anhelante mirada.

Ahora la descubre tan sólo entre nieblas y celajes el ojo de la fe; muy luego se nos hará de él manifestación completa y soberbiamente iluminada con los rayos directos de la misma Divinidad.

Mas ¿qué será esta gloria? ¿Qué es ya para los afortunados amigos nuestros que gozan de su posesión?

¿Hay frases para explicarla?

¿Hay siquiera concepto intelectual para comprenderla?

A eso procuraremos responder con la luz de la Fe y de la Sagrada Teología.

Lo cual haremos, Dios mediante, en los próximos Domingos que quedan del Tiempo Pascual.