APOCALIPSIS Y METAFÍSICA
“En cuanto al tiempo y el momento no tenéis necesidad, hermanos, que os escriba” (San Pablo. I Tesal. V: 1-9).
De esta manera respondía San Pablo a los tesalonicenses respecto al tiempo de la Parusía.
Claro está que es en vano inquirir el día y la hora, sin embargo debemos obedecer el mandato de estar atentos a las señales, escudriñando solícitos las Escrituras.
Una ayuda para no caer en esta inveterada impaciencia, que ya aquejaba a los discípulos de San Pablo y que es motivo de controversia entre algunos cristianos de nuestra época, es encarar la Parusía no solo como algo que pertenece al futuro sino como algo que ya se está desarrollando.
La Encarnación inaugura el Reino de Dios y la plenitud de los tiempos y desata la batalla final con el Anticristo y la sinagoga de Satanás y el misterio de iniquidad.
La Cruz define la partida: la Redención queda consumada, Lucifer reconoce su derrota.
Pero ambos sucesos, que configuran el misterio teándrico, plantan la semilla del Reino.
La Cruz es el centro de la historia, y el Calvario, el centro de la tierra.
La Redención subjetiva y personal se realiza por la actualización y aplicación sacramental sucesiva y remota, del único Sacrificio del Cordero Inmolado en la Cruz.
Las dos palabras con las que usualmente nos referimos al suceso del fin del mundo hacen referencia a lo que venimos diciendo: » Apocalipsis” y “Parusía”. La primera significa “quitar el velo”, “des-cubrir”. Y la segunda, “presencia”.
Cuando la creación de Dios, figurada como un Animal cósmico, como dice Platón en el Timeo, o como las parábolas físicas de Jesús (semilla, masa leudante, mieses), haya alcanzado su plena madurez (se haya completado el número de los elegidos); entonces se descorrerá el velo de lo aparente e ilusorio, por la virtud comburente del fuego, y resplandecerá la Presencia de Yahvé (Yo soy el que soy) en su Mesías, para que Dios sea todo en todas las cosas.
Por eso los cristianos de todos los tiempos estamos, en cierta forma, equidistantes de ese tesoro que ahora está escondido en el Gólgota y en los Sagrarios, pero que pronto se manifestará intramundanamente.
Las señales de los tiempos se han ido cumpliendo sucesiva y gradualmente en todas las épocas, como lo indican las cartas a las siete iglesias que escribe San Juan en el Apocalipsis, como soporte y estímulo de la vigilancia que nos manda mantener Nuestro Señor. Y así podemos decir que las primeras comunidades cristianas y las de todos los tiempos pasados no se equivocaron al esperar como próxima la Parusía y esa esperanza los condujo eficazmente a la Presencia del Esposo; son las sucesivas tandas de invitados que van entrando a las Bodas del Cordero y, debajo del altar del Cielo, le reclaman impacientes, la venganza de la sangre de los mártires.
El mundo como enigmático espejo y la Tradición de la Iglesia con las Escrituras, el Magisterio y la Liturgia de los Sacramentos, simbólicamente nos conectan por la Fe teologal a la “substantia sperandarum rerum argumentum non aparentium” y nos inician sacramentalmente en la Jerarquía Eclesiástica y por ella en la Jerarquía Angélica. Y así participamos de los “Invisibilia Dei” que forman unitivamente el Reino de los Cielos. Nuestro ascenso iniciático hacia el Principio Teárquico se realiza por un triple movimiento espiritual de purificación, iluminación y perfeccionamiento (unión). Y ese proceso se da en el tiempo y en la historia. Y en una concepción aristotélica y platónica, en la armonía del microcosmos del estado humano con los ciclos de las revoluciones de las esferas celestes (concepción aceptada y venerada por la cosmología medieval y renacentista y descalificada a partir del racionalismo cartesiano y positivista).
Por incomprensible sabiduría y bondad divina, Dios creó una realidad extra divina llamada a participar gratuitamente de su divinidad, y una parte de esa creación la hizo material, y configura el orden de la “physis” o “naturaleza” cuyo despliegue en generación, crecimiento y corrupción se da en el tiempo como medida del movimiento.
Así quedan trazados dos planos en la manifestación emanada del Principio Absoluto: el espiritual que corresponde al eje vertical y el material que lo hace con el horizontal, simbolizados en la Cruz. Y mientras peregrinamos en el estado individual humano correspondiente a esta dispensación en la historia, el desenlace futuro de este siglo malo y el enlace con el ciclo venturo solo se aclara y patentiza en la medida que ascendamos contemplativa y helicoidalmente por la cadena vertical de los estados espirituales. Y este ascenso y avance se logra paradójicamente por un retroceso y un descenso que está maravillosamente plasmado en la liturgia del ciclo de Adviento: para atisbar la Segunda venida de Cristo en gloria y majestad tenemos que volver nuestra mirada reflexiva a la humildísima Encarnación del Verbo en la gruta de Belén.
La historia señera de Israel y su desenvolvimiento profético está ofrecida como paradigma del itinerario del alma del cristiano y sus vicisitudes.
Si se escrutan las profecías con curiosa indiscreción y ambición carnal, como cuando los apóstoles le preguntaban a Jesús cuando restauraría el Reino y le pedían puestos y dignidades en el mismo, se cae en el mesianismo judaico que impidió a los judíos reconocer al Mesías en su Primera Venida y que llevó a los gentiles a la apostasía que se entronizó en Roma con el Vaticano II y los confunde para que acepten al Anticristo por El Cristo. Paso obligado para llegar a esta catástrofe es la irrupción, a partir de la baja edad media, de la “espiritualidad” desencarnada, maniquea, voluntarista, sentimentalista, pietista, jansenista, iluminista, galicana y activista que se afianza en la “devotio moderna” que tuvo sus orígenes en la escuela renana, su manual en “El Kempis” y su difusión y comercialización “urbi et orbi” por la “Jesuit Co.”,en sustitución de la virtud de religión del hombre tradicional, que justamente religa los “visibilia y los invisibilia Dei” y cuyo símbolo más acabado es el Sagrado Corazón de Jesús, que inspiró, entre otras la leyenda del Santo Grial, la Caballería cristiana y los “Fideli d’ Amore”, con su máximo exponente Dante Alighieri; configurando el riquísimo y robusto imaginario cristiano como soporte de la moralidad constitutivamente toleológica.
Solo en el marco de una “lectio divina” incardinada en el Culto teándrico, el Profetismo adquiere una resonancia iniciática y realiza la teúrgia descendente de las ultimidades de la Jerusalén Celeste. Y esto según el método regular de la tradición benedictina recopilado por Guido el Cartujo en el que, a la lectura de la Sagrada Página, con las herramientas de la gramática, la lógica y la retórica, sigue la meditación y el rumeo cordial del texto, que estimula la súplica de la Esposa que gime “Adveniat regnum tuum”, que se realiza en la posesión del éxtasis contemplativo.
