PRIMER DOMINGO DE PASCUA
Domínica In Albis
En aquel tiempo, a la tarde de ese mismo día, el primero de la semana, y estando, por miedo a los judíos, cerradas las puertas de donde se encontraban los discípulos, vino Jesús y, de pie en medio de ellos, les dijo: “¡Paz a vosotros!” Diciendo esto, les mostró sus manos y su costado; y los discípulos se llenaron de gozo, viendo al Señor. De nuevo les dijo: “¡Paz a vosotros! Como mi Padre me envió, así Yo os envío.” Y dicho esto, sopló sobre ellos, y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo: a quienes perdonareis los pecados, les quedan perdonados; y a quienes se los retuviereis, quedan retenidos.” Ahora bien; Tomás, llamado Dídimo, uno de los Doce, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Por tanto le dijeron los otros: “Hemos visto al Señor.” Él les dijo: “Si yo no veo en sus manos las marcas de los clavos, y no meto mi dedo en el lugar de los clavos, y no pongo mi mano en su costado, de ninguna manera creeré.” Ocho días después, estaban nuevamente adentro sus discípulos, y Tomás con ellos. Vino Jesús, cerradas las puertas, y, de pie en medio de ellos, dijo: “¡Paz a vosotros!” Luego dijo a Tomas: “Trae acá tu dedo, mira mis manos, alarga tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino creyente.” Tomás respondió y le dijo: “¡Señor mío y Dios mío!” Jesús le dijo: “Porque me has visto, has creído; dichosos los que han creído sin haber visto.” Otros muchos milagros obró Jesús a la vista de sus discípulos, que no se encuentran escritos en este libro. Pero éstos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y, creyendo, tengáis vida en su nombre.
Estamos en el Domingo In Albis, pasada la primera semana de Pascua, su Octava.
Repasemos para nuestra edificación los hechos llevados a cabo por Nuestro Señor, sus diversas apariciones.
La aparición de Jesús resucitado a su Madre, María Santísima
Enseña una piadosa tradición, y no lo contradice el Sagrado Evangelio, que la primera visita la hizo Jesús resucitado a su Madre Benditísima.
La razón para ser Ella honrada con esta distinción fue por ser quien más de cerca había participado de las angustias del Calvario y con más perseverancia había rogado por la Resurrección de su Hijo.
Sabiendo que al tercer día debía realizarse este feliz acontecimiento, estaba la celestial Señora recogida en su habitación la madrugada del domingo, entregada a fervorosas súplicas y suspirando por el dichoso momento de abrazar de nuevo al objeto de su amor, el dulcísimo Jesús.
Cuando he aquí que, de repente, brillantes resplandores inundan aquel humilde aposento, y Jesús, radiante de gloria, esplendorosas como cinco soles las cinco llagas de su cuerpo, se presenta ante sus ojos.
Dos solas palabras interrumpieron el silencio de aquellos solemnes momentos: ¡Madre! ¡Hijo!… Y, junto con ellas vuelan de corazón a corazón, mutuos encendidos afectos de júbilo y de amor.
¡Afortunada Señora! no es ya aquella triste entrevista que tuvisteis con Él antes del jueves de la Cena, cuando os pidió licencia y bendición para ir a padecer; ni es aquella otra sobre toda ponderación dolorosísima que despedazó vuestro corazón en la calle de la Amargura. Ni es aquella voz moribunda con que le oísteis confiaros desde la cruz al discípulo fiel, o quejarse de sed, o encomendar al Padre eterno su espíritu.
Es vuestro Hijo glorioso, inmortal, vencedor ya de todos sus enemigos, triunfante de la muerte, del pecado y del infierno para no padecer ni morir ya más.
Gozaos, Madre feliz; pero acordaos que sois también nuestra Madre, y que lo sois de muchos hijos que no han resucitado todavía, por medio de la Confesión y Comunión pascual, del sepulcro de la culpa. Orad por su resurrección como orasteis por la de vuestro divino Jesús. Haced que como a Vos os apareció en tal día, así se aparezca también a estos desventurados, llame a su corazón, los alumbre con su luz y los saque de las tinieblas del pecado a la claridad hermosa de la divina gracia.
La aparición a Santa María Magdalena
La pecadora pública que había acompañado al divino Salvador en el duro trance del Calvario y había permanecido firme al pie de la Cruz al lado de María Santísima en aquella hora angustiosa, debía ser también una de las primeras favorecidas con la visita del Señor resucitado.
El arrepentimiento es a los ojos de Dios una segunda inocencia.
Así quiso mostrarlo el divino Jesús cuando, después de haberse aparecido a su divina Madre, purísima e inocentísima entre todas las mujeres, se dignó otorgar igual consuelo a María Magdalena, que había escandalizado con sus desórdenes a toda la ciudad.
Consideremos cuál sería el júbilo interior de aquella alma dichosa, viendo de tan sorprendente manera realizado el objeto de sus ardientes deseos.
Le buscaba muerto, y le tenía allí vivo; lo pedía a los Ángeles para ungirlo piadosamente, y Él mismo se le presentaba para que, como en otro tiempo, derramase sobre sus pies el tesoro de sus lágrimas.
¡Oh dulzuras inefables del arrepentimiento y del retorno a Dios! ¡Oh Dios mío!, si os conociesen tan amoroso como sois los que de Vos viven alejados por la culpa! Llamad, Dios mío, llamad con esa vuestra voz dulce y cariñosa a tales almas olvidadas de Vos en el ruido del mundo o en el sueño de sus placeres; llamadlas, oh buen Jesús, con aquel tan dulce llamamiento con que os descubristeis en tal ocasión a vuestra enamorada Magdalena; y os conocerán, Dios mío, por lo que sois ahora, padre, esposo, amigo fiel, solícito pastor, luz y consuelo de nuestra vida, y no tendrán que conoceros por lo que habéis de ser un día, Juez airado, riguroso Señor, vengador justiciero.
Haced que acudan a una santa Confesión y Comunión los rebeldes y los distraídos, y nunca más se separen de vuestro amoroso rebaño.
La aparición a San Pedro
San Pedro, el primero de los discípulos del Señor, tan impetuoso en su celo que sacó la espada por Él en el huerto de Getsemaní, y tan flaco luego en la casa de Caifás que tres veces le negó por miedo a una infeliz mozuela, se hallaba desde la hora de su pecado en el mayor desconsuelo.
El canto del gallo le hizo recordar la triste palabra del Salvador, que profetizó su inconstancia; y dice el Evangelio que en cuanto lo oyó, salió fuera y lloró amargamente.
Retirado en lo más oscuro de su habitación, no daba treguas al llanto, y en cuanto iba llegando a su noticia todo lo relativo a la Pasión, muerte y sepultura de su Maestro, se avivaba más y más en él el recuerdo de su falta y el dolor de ella. Ardía en deseos de pedir perdón de su flaqueza a Jesús.
Impaciente por saber de Él, voló al sepulcro con Juan el discípulo amado, y entrando el primero en el hueco de la peña, no halló ya el cuerpo, sino sólo las sábanas y sudario con que fuera envuelto; lo cual afirmó a ambos en la seguridad de su Resurrección, noticiada ya por las piadosas mujeres.
Se volvió, pues, y se le apareció Cristo resucitado, como se saca de aquellas palabras que según San Lucas se decían unos a otros los Apóstoles: Resucitó el Señor, y apareció a Simón.
¡Con qué humildad y ternura recibiría el Apóstol infiel la visita de su amado Maestro! ¡Con qué ríos de lágrimas se echaría a sus pies y le pediría olvidase su momentáneo extravío! ¡Con qué consuelo interior oiría de su boca palabras parecidas a las que en otra ocasión se dirigieron a la Magdalena: ¡Perdonado te ha sido tu pecado, pues has amado mucho!
¡Si hubiese imitado el infeliz Judas esta conducta humilde y arrepentida de su hermano en el apostolado! ¡Si hubiese llorado su crimen y se hubiese encomendado a la misericordia de su Maestro en vez de colmar la medida de la iniquidad con la desesperación y el suicidio!
¡Oh infeliz pecador, a quien trae desconfiado y quizá desesperado la inmensidad de tus desórdenes! vuelve a Dios, que guarda para ti en la santa Confesión y Comunión el más regalado abrazo. Llora como Pedro y reconoce tu maldad, que si traidor fuiste para negar con tu mala vida a tu Maestro; misericordioso es Él para olvidarlo y admitirte otra vez a la tan suspirada paz y reconciliación.
La aparición a los Discípulos de Emaús
Dos de los muchos discípulos que tenía el Salvador, además de los doce Apóstoles, iban por aquellos días a un caserío inmediato a Jerusalén llamado Emaús. Y conversaban de los últimos sucesos que acababan de tener lugar en dicha ciudad. Jesús se les reunió en traje de viajero, y tomó parte con ellos en la conversación.
Al llegar a Emaús aparentó despedirse para dejarlos allí y seguir Él su viaje; mas los dos, que con la compañía le habían cobrado ya cierto amor, le rogaron les acompañase aquella noche y se hospedase en su casa, pues era ya cerca de anochecer.
Admitió cortésmente el Salvador, y llegado a la casa se sentó con ellos a la mesa y tomó el pan, lo bendijo, y se lo distribuyó, y en esto le conocieron…; pero, al punto, les desapareció.
Se quedaron los dos asombrados, y se decían uno a otro: ¿No es verdad que sentíamos ya enardecerse nuestro corazón cuando hablaba con nosotros en el camino y nos descubría el sentido de las sagradas Escrituras? Y luego salieron y refirieron a todos cómo habían visto a Cristo resucitado, y le habían reconocido por tal en el acto de partirles el pan.
¡Afortunados discípulos! Andaban tristes y melancólicos por lo que en Jerusalén habían visto padecer al Salvador, y anhelaban saber lo que había sido de Él y de sus promesas de resucitar al tercer día; y su buena fe y sencillez de corazón fueron recompensadas por la presencia del mismo Señor, a quien tanto amaban.
¡Oh pobres pecadores! Jesucristo viaja también a vuestro lado en esta corta peregrinación de la vida, y se os hace el amigo y os da conversación por medio de la palabra de su Iglesia, y sólo espera que le digáis: Quédate con nosotros, para darse a conocer del todo y darse todo a vosotros en el pan de su preciosísima Eucaristía, que es su verdadero Cuerpo.
¡No desairéis al buen Jesús, que por todas partes se os hace encontradizo! ¡No le desairéis, so pena de que no podáis dar con Él, cuando tal vez un día se haya apartado ya para siempre de vosotros, dejándoos en el endurecimiento! Decidle como estos dos sencillos discípulos: Quédate, Señor, con nosotros, que anochece ya y va de caída el día.
Un soplo es nuestra vida; vecina anda la muerte, que es noche perpetua para el pecador; cae ya la tarde de nuestra edad, y pronto no habrá ya más luz para proseguir la brevísima jornada… Quédate, Señor, con nosotros, y no te separes ya más de nuestro hospedaje.
¡Dios mío! Buscad, buscad a esos infelices viajeros que hacen solos el peligroso viaje de la vida a la eternidad; buscadlos, llamadlos siquiera a última hora, y revelaos a su corazón para que os conozcan y os amen y os sirvan y os gocen por toda la eternidad.
La aparición a los Apóstoles juntos
El mismo día de la Resurrección se hallaban los Apóstoles reunidos en el Cenáculo, cerradas las puertas por temor de los judíos, y se les apareció el Señor resucitado, presentándose en medio de ellos, sin necesidad de que le abriesen.
La primera palabra que les dijo fue: La paz sea con vosotros. Yo soy. No temáis.
Turbados y atemorizados pensaban ver un espíritu fantástico, y entonces les añadió: Mirad mis manos y mis pies, porque Yo mismo soy; el espíritu no tiene huesos ni carne, como veis que Yo tengo… Y diciéndoles esto, les mostró las manos, los pies y el costado, y se alegraron los discípulos viendo al Señor.
Las primeras palabras que hace oír Jesús Sacramentado en el corazón de los que debidamente se acercan a recibirle en la Sagrada Eucaristía, son estas mismas que dirigió a sus Apóstoles: La paz sea contigo. Yo soy. No temas.
¿Qué saludo puede dirigirse más amoroso? Óiganlo los pobrecitos pecadores alejados quizá por muchos años de Dios y de sus Sacramentos, en busca siempre de una paz que el mundo engañoso les promete y no les puede dar. Paz piden a sus disipaciones, paz piden a sus avaricias, paz a sus venganzas, paz a sus criminales amistades… Allí piensan hallar a todas horas la paz…
¡Y la paz, Dios mío, no está sino en Vos y en el cumplimiento de vuestra divina ley!
Negádsela, Dios mío, a los tristes y desvariados que andan buscándola lejos de vuestros caminos; negádsela, sí; dadles siempre turbación, remordimiento y perpetuo desasosiego, para que así conozcan lo vano de los dioses a quienes sirven, y se vuelvan a Vos, único y supremo dispensador de la paz, Príncipe de la paz…
Y cuando contritos y arrepentidos se acerquen a confesar sus culpas a vuestro ministro y a recibiros en la Santa Comunión Pascual, abridles entonces todos los tesoros de paz que encierra vuestro Corazón Sacratísimo, derramádsela a torrentes en el suyo, decidles con amorosa y suavísima voz: Acercaos, amigos míos, la paz sea con vosotros. Yo soy, no queráis temer.
Si conociesen los distraídos del siglo las dulzuras inefables de esta paz… Roguemos para que se la haga desear y conocer Dios a nuestros prójimos que viven apartados de Él…
¡Divino Jesús! Sed para con nuestros hermanos pecadores verdadero Dios de paz y de reconciliación, para que con ellos podamos nosotros lograr la paz eterna de vuestra gloria.
La aparición a Santo Tomás Apóstol
Santo Tomás, uno de los Apóstoles, no estaba con ellos cuando se les apareció el Señor. Le dijeron ellos: Hemos visto resucitado al Señor. Respondió él: No lo creeré si no viere con mis propios ojos las aberturas de sus manos y pies, y metiera mis dedos por ellas, y mi mano en la herida de su costado.
Se compadeció Jesucristo de esta dureza de corazón de su Apóstol, y se dignó desvanecer sus dudas favoreciéndole con una especial aparición. Con este fin se presentó otra vez en medio de sus Apóstoles, cerradas también las puertas, y después de haberles saludado, llamando a Tomás le dijo: Mete tu dedo por aquí y mira mis manos; llega tu mano y éntrala por mi costado, y no quieras ser incrédulo, sino fiel.
Confundido Santo Tomás, exclamó: ¡Señor mío y Dios mío!
Y le replicó Jesús: Porque me viste, oh Tomás, creíste… ¡Bienaventurados los que no vieron y creyeron!
¡Oh dignación del Salvador! Ningún medio le parece demasiado para acabar de tranquilizar y consolar al espíritu agitado que se acerca a Él. Si lo comprendiesen los desdichados que por pretextos quizá levísimos dejan de presentarse a su divina Mesa…
Mas atendamos a otra observación. Dicen algunos contemplativos que el favor especial concedido por Cristo a Santo Tomás lo fue a ruegos de los demás Apóstoles, contristados en cierta manera por la dureza de corazón de su compañero.
¡Qué lección para nosotros! ¡Tal vez quiere el Señor que la dureza de corazón de alguno de nuestros prójimos sea vencida por nuestras oraciones!
¡Cuántos Tomases, duros e incrédulos hay entre nosotros! ¡Cuántos que rehúsan prestar su asentimiento a las verdades de nuestra fe, so pretexto de que no pueden verlas con sus ojos o palparlas con sus manos!
Alumbrad, divino Señor, a esos pobrecitos ciegos de corazón, guiad a esos tristes extraviados, apareceos y decidles: Mira, ve, toca cuán dulce es mi ley, cuán ciertos mis misterios, cuán eficaz mi gracia, cuán positivos mis bienes, cuán bienaventurada mi paz… Palpa y ve, que Yo soy el Señor…
Concedednos, Señor, la conversión de dichos hermanos nuestros, y juntos gocemos con Vos de la clara vista y posesión de vuestra sacratísima Humanidad glorificada en el Cielo.
La aparición a los Apóstoles en Tiberíades
Estaban pescando San Pedro con San Juan y otros cinco Apóstoles en el mar de Tiberíades. Era la noche borrascosa, imagen de este mundo siempre agitado y revuelto, y los esfuerzos de los pescadores absolutamente ineficaces.
Por la mañana, se les apareció en la ribera el divino Jesús, y les preguntó si habían pescado algo para comer. Le respondieron que no. Entonces les dijo: Echad vuestra red a la derecha de la barca, y pescaréis. Lo hicieron así, y fue tan rica la pesca, que no podían sacar a la playa la red por la abundancia de ella.
Tal es muy a menudo la situación del hombre en el mar revuelto y alborotado de esta vida. Tal es muy en particular la de las almas celosas que en él trabajan para la gloria de Dios y conversión de sus prójimos. Las obras del apostolado católico parecen muchas veces estériles… Tras horas, días y años enteros de incansables afanes; en medio de mil dificultades y contradicciones; en la noche de los más densos errores, se siente desalentada el alma por la escasez de sus frutos, por la ineficacia de su oración, y se vuelve al Señor como en amorosa queja: ¡Dios mío, trabajando andamos toda la noche sin conseguir resultado!
Seguid, seguid sin desalentaros, almas fieles que trabajáis, oráis o gemís por la conversión de vuestros hermanos. Seguid sin cansaros, seguid sin desfallecer. Pasará la noche, llegará la alborada, y a la orilla de ese mar tempestuoso oiréis la voz del Salvador que os alienta… Y hallaréis entonces vuestras redes henchidas de preciosísima pesca, y rica con ella entrará vuestra barca en el puerto de la feliz eternidad.
Orad sin intermisión, orad. No os es conocido tal vez por ahora el efecto de vuestras súplicas, os lo será algún día. ¿Quién sabe cuántos corazones, hoy endurecidos, sentirán en su hora postrera la influencia de ese ruego que dirigís hoy al Cielo por tantas necesidades anónimas?
Nada se pierde ante Dios. Si no alcanza la salvación del prójimo, asegura por de pronto la nuestra, y es siempre un homenaje que tributamos a la gloria de Dios.
La aparición a todos los discípulos en Galilea
Además de los Apóstoles tenía el Señor muchos discípulos, a los cuales había llegado también la nueva de su feliz Resurrección. Más de quinientos de ellos se recogieron a instancia de los Apóstoles en una montaña de Galilea esperando allí la visita de su Maestro resucitado.
El divino Jesús no quiso reducir el gozo de sus apariciones a la corta compañía de sus Apóstoles, sino hacerlo extensivo a los demás que ya en aquellos días participaban de su fe y de sus dulces esperanzas.
Sabía, además, que cuantos más fuesen los favorecidos con su vista, tantos más serían los testigos que tendría por todo el mundo la verdad de su doctrina. Y así vemos que más tarde el Apóstol San Pedro, para convencer de ella a los obstinados judíos, les dice que fue visto el Salvador resucitado por más de quinientos hermanos.
Observemos que todos estos discípulos fueron conducidos al monte por invitación de los Apóstoles, a quienes debieron la suerte de poder gozar de la presencia de Jesucristo vivo y glorioso.
Consideremos cuál será nuestra dicha si nuestras oraciones en el presente logran ganar para el servicio de Dios y para la Confesión y Comunión pascual algunas almas extraviadas, o siquiera una sola…
La que por nuestras súplicas haya alcanzado de Dios la gracia de su salvación, la deberá, en cierto modo, a nosotros, y aunque lo ignore en esta vida, lo sabrá y nos lo agradecerá por toda la eternidad.
A nosotros serán debidos en gran parte los buenos ejemplos que el convertido dé al mundo con su nueva vida; y él y los que por él a su vez se conviertan, y toda la descendencia de justos que de ahí puede originarse, serán otros tantos testigos que predicarán la gloria del Señor, como aquellos quinientos discípulos convocados por los Apóstoles al monte de Galilea lo fueron de su Resurrección.
Y serán, además, testigos en favor nuestro en el juicio postrero, y hablarán en favor de nosotros y nos ayudarán a alcanzar misericordia ante el supremo Juez por las faltas que tuviésemos.
¡Oh dichosa el alma que con celo fervoroso se haya dedicado a tan santo apostolado! Dulce será su muerte, tranquilos sus últimos suspiros, alegre su entrada en la región pavorosa de la eternidad.
Concédanos a todos esta dicha y la de trabajar incansablemente para merecerla el divino Jesús resucitado, a quien con el Padre y el Espíritu Santo sea todo honor y toda alabanza por los siglos de los siglos. Amén.

