Por todos nuestros vivos, por todos nuestros muertos, elevo mi plegaria, Señor, de cada día. Por los que se han marchado sin pena ni alegría, por los que se han cansado de atravesar desiertos.
Por los que a ti se aferran como único baluarte en tiempos de desgracia buscando tu cobijo, por los que aman al Padre, por los que aman al Hijo y al Espíritu Santo sin cesar de buscarte.
Por quienes se desviven por ir tras tus pisadas, por los que se extravían en yermos laberintos, por los que, batallando con sus bajos instintos, con tu divino auxilio se vuelven llamaradas.
Por todos los que cargan con cruces aplastantes, por los que te rechazan y por los que te imploran, por todos los que ríen, por todos los que lloran, por tus más fieles hijos; por los ciegos y errantes.
Por todos los que buscan refugio en tu costado y a tu poder se rinden incondicionalmente, por todos los que evitan mirar la luz de frente y viven prisioneros del vicio y del pecado.
Por santos y devotos, por los llenos de dudas y aquellos que conservan sus lámparas prendidas, por los que se incorporan de trágicas caídas, por los que nunca besan con el beso de Judas.
Por los que se deslumbran con glorias terrenales, por los que en ti resumen su más preciado anhelo, por todos los que obtienen tu célico consuelo y los que solo aspiran a bienes temporales.
Por justos, por injustos, amigos y enemigos, por todos los que siguen tu voz y tu cayado, por el pródigo hijo que retorna a tu lado y los que con su sangre te sirven de testigos.
Por todos, sí, por todos, elevo mi plegaria Jesús, pues somos hijos de tu infinito amor. ¡Que sea al fin del tiempo, Divino Redentor, tu gloria nuestra eterna consolación diaria!