P. CERIANI: SERMÓN DE LA VIGILIA PASCUAL

VIGILIA PASCUAL

Se empieza sin luces, principiando el sacerdote por bendecir el fuego con que han de encenderse.

Encendidas a partir de él tres velas en memoria de la Santísima Trinidad, se saluda la aparición de la nueva luz, que simboliza a Cristo resucitado.

Se canta luego el Exultet, una de las mejores piezas de poesía y elocuencia sagradas.

El ministro de la Iglesia recoge las enhorabuenas del Cielo y de la tierra, y se las devuelve al mundo con regocijo y entusiasmo.

A medida que adelanta el canto van alumbrándose con la nueva luz, primero el Cirio Pascual, símbolo de la humanidad de Cristo, y de él va tomándose para las lámparas del templo.

Siguen las doce Profecías.

Luego se bendice el Agua Bautismal y se cantan las Letanías de los Santos.

La función es de suyo larga, y diríase que la Iglesia va prolongándola a propósito para que sea suspirado con más impaciencia el gozoso Aleluya.

Acabadas las Letanías empieza la Misa con solemnidad, y al entonar el sacerdote el Gloria in excelsis, rompe en verdadero estallido de júbilo lo que hasta entonces parecía comprimido por la tristeza.

Todo lo que tiene voz en la Iglesia la suelta alegre y regocijada…

La expansión de júbilo y entusiasmo es tan visible en los verdaderos cristianos como lo fue dos días antes el recato religioso y la santa tristeza.

El día grande y verdaderamente esplendoroso en la Iglesia de Dios es el domingo de Pascua.

La idea del triunfo de Cristo sobre sus enemigos lo llena todo.

Todas las frases del rezo eclesiástico y de la Misa son gritos de victoria entrecortados por repetidos Aleluyas: la Iglesia asemeja su lenguaje al de todo hombre poseído de viva satisfacción.

Hay una palabra que tiene veinte siglos en los labios la Iglesia de Dios; una palabra que continuará saliendo de ellos sin interrupción hasta la consumación de los tiempos.

Esta palabra es la que compendia en cierto modo toda la fiesta de hoy: ¡Aleluya!

Aleluya cantó la Iglesia mientras sus hijos espiraban uno a uno destrozados por las fieras en los circos romanos, o entregaban su cabeza a la cuchilla de los verdugos.

Oprimida, diezmada, chorreando sangre por todos sus miembros, frente a frente de un mundo poderoso que empleaba en destruirla un lujo horripilante de ferocidad, durante tres siglos de desigual combate mostró siempre en los ojos la luz de la esperanza, en los labios la sonrisa de la mansedumbre, y nunca cesó de repetir el Aleluya gozoso que aún hoy lanza al mundo del siglo XXI.

Ese Aleluya es un cántico de victoria.

¿Qué secreto poder es, pues, el de esa institución que, confesándose oprimida, vejada y destrozada, tiene no obstante valor y serenidad suficientes para desafiar a sus verdugos con tales alardes?

Respuesta sencilla.

Tiene el secreto poder que Dios ha dado en todos tiempos a la Verdad y al Bien; el de ser aparentemente vencidos siempre en su lucha eterna con el error y el mal, y ser realmente vencedores siempre en esta misma espantosa lucha.

Y como la Iglesia es la personificación más completa de la Verdad y del Bien sobre la tierra, de ahí que la Ella sea también en apariencia eternamente vencida en sus luchas con el mundo, pero en realidad eternamente vencedora.

Por lo primero, gime y gemirá perpetuamente en la tierra.

Por lo segundo, llenará siempre los ámbitos del mundo con el festivo y triunfal Aleluya.

¡Contradicción!, exclamará alguno.

No contradicción, sino misterio; pero misterio más claro que la luz del día.

Misterio que tiene en su favor por testigos todos los capítulos de la historia.

Misterio que es la desesperación del infierno, condenado a crucificar, y a matar, y a sepultar eternamente a la Iglesia, sin acabar jamás de dar cuenta de ella.

Misterio de consuelo para todo católico, que se siente alguna vez sobrecogido de abatimiento ante la ruda persecución que por todas partes nos embiste.

Nuestra Pasión es perpetua en la tierra.

Pero es también perpetua nuestra Resurrección.

Hay una mano infernal que empuja con fuerza la nave para sumergirla, pero hay otra mano divina que la sostiene constantemente a flote.

¿Es verdad o no?

Desde aquella tarde en que un grupo de fieros fariseos se preocupaba en cerrar herméticamente con los sellos públicos la entrada del sepulcro del Salvador, de donde había de salir la corriente de la Verdad a inundar las cinco partes del mundo; desde aquella tarde memorable en que ponían guardias a la puerta de la cueva para impedir que los discípulos robasen el cuerpo de Jesús, ¿cuántas veces imaginó el mundo acabar presto, muy presto con la obra del Crucificado?

¿Y cuántas y cuántas otras un enérgico Aleluya ha venido a demostrarle que lo que él creía sepultado, andaba todavía lleno de vida, radiante como siempre de gloria y de majestad?

¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Aleluya! Repitámosla hasta cien veces, recuerdo de nuestras victorias de ayer y prenda de nuestras victorias de mañana y de siempre…

¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Cómo llena el corazón, cómo lo ensancha, y lo abre y lo desahoga esta gloriosa palabra!

Pensemos en la inmensidad de las alegrías del Cielo…

¿Qué será la alegría del Cielo?…

La alegría de un Aleluya sin fin…