LA IGLESIA CRUCIFICADA
Los recuerdos históricos de la Pasión del Señor traen más que nunca en estos días a la memoria del fiel cristiano las presentes amarguras de la Iglesia crucificada.
En cruz, sí, vedla en cruz a la inocente víctima que, como su Maestro, lleva sobre sí las iniquidades de todos, inmolándose de continuo por la salvación de todos.
El mundo moderno es el Calvario de este nuevo y desapiadado deicidio; acerquémonos al teatro de la dolorosa tragedia, atendamos a las acusaciones que arroja el inicuo proceso.
Nada más irritante, pero también nada más instructivo; la Cruz es un cadalso, pero es también una cátedra; y las lecciones que en torno de ella se recogen, compensan bastante lo angustioso de las lágrimas que la indignación hace derramar a los corazones generosos.
El espectáculo del suplicio y de sus circunstancias tiene aquí una elocuencia que deseamos hoy más que nunca no pase desapercibida.
Que el mundo moderno se halla en abierta y tenaz rebeldía contra la Iglesia Católica, fuera decir poco, si no añadiéramos que esta rebeldía es ya clara y desenmascarada persecución.
Persecución, sí, y nadie se asombre de la entereza con que repetimos la palabra.
Persecución, sí; la Iglesia Católica se halla, no ya sólo desatendida y despreciada, no únicamente tolerada como institución mortificante y enojosa, sino verdaderamente perseguida como contraria al bienestar general, nociva a los públicos intereses, incompatible con lo que se llama la civilización y el progreso moderno.
No tenemos para qué pasar revista para cerciorarnos de esta verdad. Con mayor calma lo hará por su cuenta cada uno de nuestros lectores; nos contentaremos con dejar perfilados los rasgos generales del cuadro, al que añadirán ellos los convenientes detalles.
¿Qué ha hecho la Iglesia Católica para que la maltrate como vemos el mundo moderno? Libros debiéramos escribir, que no artículos, para contestar cumplidamente a esta pregunta.
Para hacerlo como en cifra y abreviatura, diremos que no ha hecho más que bien.
Considerémoslo, aun bajo el aspecto meramente humano, ya que éste es el que toman por blanco del ataque sus enemigos, y veremos que nunca se vieron mayores bondades pagadas con más negras ingratitudes.
Tuvo durante muchos siglos el ascendiente de la autoridad y reconocida cierta alta dirección sobre todos los poderes del mundo, y la ejerció siempre en bien de los débiles y de los oprimidos.
No hubo abuso del poder que ella no anatematizase, ni antojo despótico a que se rindiese, ni atropello público o privado contra el cual no protestase.
En los siglos de su odiada preponderancia desempeñaba con grandiosa majestad el papel de tribuno del pueblo, y a la vez que con una mano colocaba y aseguraba sobre la frente de los reyes la corona, trazábales con la otra una valla severa que los contenía en los límites del respeto a la ley de Dios y a los derechos de la dignidad humana.
Tuvo el ascendiente del genio, y derramó a manos llenas los tesoros de la ciencia sobre las naciones; creó museos, formó bibliotecas, protegió las artes, puso en las manos del hijo del pueblo el libro, el pincel y el buril, antes de que conocieran siquiera estas cosas los que en daño suyo quieren alzarse hoy con el monopolio de toda ilustración y de todo progreso.
Tuvo el ascendiente de las riquezas, y las empleó siempre en beneficio de los pueblos, proporcionando consuelo a todo dolor y alivio a toda miseria.
Fue la tesorera de los pobres en el más hermoso y exacto sentido de la palabra.
Todo lo que se ha hecho en el mundo, de veinte siglos acá, en materia de beneficencia pública y particular, es obra suya.
De todo puede reclamar, con los títulos en la mano, la exclusiva paternidad.
Agregad a esto beneficios de orden superior, aunque menos tomados en cuenta por nuestro mundo moderno, groseramente materialista: el nombre de Dios conocido y glorificado; las costumbres purificadas; la naturaleza humana elevada a la santidad; la autoridad paterna ennoblecida; el nudo conyugal santificado; la mujer elevada al rango de compañera del hombre; el esclavo rotas sus cadenas de cuarenta siglos; nuevo derecho internacional, nuevas leyes de humanidad en la guerra, nuevo espíritu en la legislación; nueva civilización, en una palabra, en lugar de la civilización pagana, egoísta, opresora, brutal, degradante; y todo, todo obra suya, todo debido a la eficacia de sus Apóstoles, todo debido al lento trabajo de sus Pontífices, todo fruto del perseverante cultivo de su clero, todo, en una palabra, milagro y puro milagro de su intrínseca divina virtud.
Imagen del divino Fundador; así como Éste vino al mundo principalmente para salvar las almas, pero no se desdeñó por esto de curar los cuerpos, así ella, cuya misión esencial es la de dirigir a Dios los corazones y labrar su felicidad eterna, no se ha desdeñado de labrar al mismo tiempo su bienestar temporal y hacerse tutora eficaz de sus mismos intereses humanos.
Y a todo esto, ¿qué se le da por paga? ¿cómo se le agradecen tantos desvelos? ¿cómo se le recompensan tanta abnegación y sacrificio?
¡Ah! Presente nos figuramos estar hoy día en la plaza de Jerusalén, y oír la destemplada gritería del pueblo judío, cuando nos fijamos en los que llama nuestro siglo órganos de la opinión pública (reyesuela del mundo por más señas); cuando leemos sus periódicos, escuchamos sus oradores, observamos las maquinaciones de sus diplomáticos.
Aquí, como en Jerusalén, son contradictorias las acusaciones, y se refutan uno a otro los falsos testigos.
Escuchadlos con vuestros oídos; ¿quién no los oye cada día?:
«La Iglesia es enemiga de la libertad; es aliada natural de todas las tiranías; es hora de que se alcen a una contra ella todos los pueblos, si han de ser libres».
«Es enemiga de los Gobiernos; seduce las turbas; perturba las conciencias; alborota las masas; socava todos los poderes; ninguna precaución es poca contra ella».
«Es atrasada; es ignorante; aborrece la luz; quiere volvernos al oscurantismo; es opresora del pensamiento».
«Quiere para sí el monopolio de la instrucción para mejor avasallar las inteligencias; por eso pide libertad para su enseñanza».
«Inculcando el desprecio de los bienes terrenos, es enemiga de la prosperidad de las naciones; fomenta la pereza; nos quiere sumir en ocioso misticismo, hacer del mundo un monasterio».
«Es activa, tenaz, acaparadora de bienes mundanales; dejadla, y todo irá a parar a sus manos».
«Hay que guardarse de ella; es una conspiración universal contra la civilización; se agita en todas partes, hoy como nunca, el monstruo del clericalismo».
¡Y es este el proceso contradictorio! Y no hay otro. Y es este el proceso absurdo por el cual se la sentencia a muerte, y se carga sobre sus espaldas la Cruz, se la conduce cuesta arriba de un doloroso Calvario, y se la crucifica y se la sacia de hiel y vinagre entre blasfemias, sarcasmos y rechifla de la multitud, seducida por quienes tienen sobrado interés en mantenerla en tales errores y preocupaciones.
¡Y son estos los cargos que pesan sobre la frente de la augusta víctima, y por ellos la tienen clavada en cruz como malhechora, a Ella la madre del género humano, a Ella la eterna amiga y protectora del pueblo, a Ella la enviada del Cielo, la hija excelsa de Dios!
¡Ah! sí, en cruz está; en cruz, arrostrando todas las iras y sobrellevando con divina resignación todos los ultrajes.
La turba, acaudillada por escribas y fariseos, hace befa de sus amarguras; los buenos (¡dichosos ellos!), agrupados al pie de la cruz recogen sus palabras de vida y se asocian a sus padecimientos, y se muestran más firmes y leales cuanto la ven más villanamente combatida.
Pero… ¿qué veo?… Mirad a su alrededor; mirad el cuadro del mundo; mirad si no se reproducen también en él los pavorosos síntomas que acompañaron la crucifixión del Salvador.
En cruz está la Iglesia; pero mirad perturbada la paz del mundo; revueltos en la sociedad todos los elementos; eclipsado el sol de la civilización con densos y ensangrentados nubarrones; preocupados de vago terror todos los pechos; desquiciado todo; bamboleando todo, la familia, la propiedad, el orden público, los tronos; sufriendo todo recio y desecho temporal.
En cruz está la Iglesia; pero no están por eso tranquilos sus enemigos; azorados se les ve, como los fariseos en el Calvario, correr de una a otra parte, como si bajo sus pies sintiesen retemblar el suelo y abrírseles la tierra vengadora de su iniquidad.
En cruz está la Iglesia; pero firme, firmísima, Ella sola serena, Ella sola esperanzada, Ella sola derramando paz y consuelo sobre los suyos, Ella sola faro del incierto porvenir, Ella sola luz nunca oscurecida, nunca palideciente en medio de la negrura del horizonte que la rodea.
En cruz está; pero aun estando en cruz conquista almas y rinde voluntades y subyuga corazones, y vienen cada día uno tras otro antiguos enemigos suyos a postrarse a sus pies y a decirle, golpeando sus pechos como el Centurión: «Verdaderamente el Catolicismo es la religión verdadera».
¡Ah! Dejad, dejad, amigos míos, dejad que pase esta breve tarde de Viernes Santo con sus angustias y tinieblas.
En cruz está la Iglesia, sí, en cruz está, pero la cruz en que está crucificada la ha clavado a su vez Dios como una cuña en el corazón del mundo, y por más que forcejee este mundo para arrancársela de sí, y por más que en esta empresa le ayude el infierno con todos sus furores, no temáis, la cruz no será arrancada.
La Cruz en que vive crucificada la Iglesia es a la vez el Trono con que reina sobre el universo y el Yugo con que enfrena bajo sus pies todo el poderío de Satanás.
Lo prometió Dios, y lo muestra desde hace más de veinte siglos la historia, y lo canta en estos días con sublime magnificencia la Iglesia: Regnavit a ligno Deus.
