ALEGRÍA DE MORIR
UN CARMELITA DESCALZO
CAPITULO XXXIII
EL INSTANTE DE LA MUERTE,
VISIÓN DE GLORIA
Y no es que los Santos deseen la destrucción del cuerpo, ni aun separarle del alma. Nadie que esté equilibrado en sus facultades puede desear su propia destrucción. Santa Teresa señala como una causa del temor natural a la muerte el sentimiento de la separación del alma y del cuerpo, donde parece que el cuerpo pide auxilio para no ser abandonado.
Llevamos en la naturaleza el deseo de ser, de estar mejor, de vivir más perfectamente, como la planta nace, crece y tiende a la hermosura de su floración y de su fruto.
Con hondo sentimiento poético y realidad cristiana cantaba Gabriel y Galán poco antes de su muerte:
¡Quiero vivir! Dios es vida
***
¡Quiero vivir! A Dios voy
y a Dios no se va muriendo (1).
El mismo San Juan de la Cruz, hablando del deseo que se tiene de morir y del gozo que en ello se siente, nos recuerda que desear la muerte es imperfección natural. La naturaleza no aspira nunca a morir, sino, como acabo de decir, al mejoramiento, a llegar a la perfección, a la transformación y permanencia sin pasar por la muerte si fuera posible. Mas como esto no puede ser, prevalece el deseo de ir a Dios, y pide la muerte, para llegar a la vida que siempre florece y nunca se marchita.
Esta es la causa por la cual en la Antigua Ley nadie quería ni pedía la muerte por amor a Dios, como en la Ley de Gracia; porque entonces no podían entrar en el Cielo ni ver a Dios hasta que se obrase la Redención, teniendo que esperar en el Limbo de los Justos, seguros ya —es cierto— de no faltar ni perder el Cielo, pero sin poder gozar de Dios ni colmar las ansias principales del alma.
Los Santos no deseaban perecer, sino transformarse en vida más perfecta. Porque tenían conocimiento más claro de lo que es la vida feliz e inmortal; porque veían que la terrena no es nada más que principio de vida y deseaban con mayor vehemencia tenerla perfecta y llegar al total desarrollo, pedían la muerte para ser transformados y levantados y entrar en la vida eterna absoluta, sin sombras ni imperfección alguna. Sólo Dios es la flor perenne de felicidad.
Sólo Dios es la grandeza, la majestad y el amor. Mi alma desea luz, horizontes infinitos, campo ilimitado de seguro amor y perpetua felicidad; y como todo esto es Dios, deseo con todas mis fuerzas verle y vivir en Él. Quiero la muerte para beber las aguas de la hermosura infinita y gozarme alabando al Señor. Me veo ahora como lámpara apagada, con el filamento negruzco, en espera de que el fluido de la gloria llegue, y entonces se tornará brillante, incandescente y luminoso, con la luz perpetua comunicada por Dios. Esto llena de ansias mi alma, anhelosa de perfección. Esto cantaba rebosando gozo Santa Teresa, como antes San Pablo, como los Santos todos.
No cantan los cautivos en su destierro duro y sombrío. David ponía en los judíos cautivos de Babilonia estas palabras: Allí colgamos de los sauces nuestros instrumentos músicos… ¿Cómo hemos de cantar (dijimos) en tierra extraña? ¡Ah! Si me olvidaré yo de ti, oh Jerusalén, seca quede mi mano diestra. Pegada quede al paladar la lengua mía, si no me acordare de ti (2).
Y el piadoso Calderón de la Barca ponía en boca de los cristianos cautivos en África estos versos:
Pues sólo un rudo animal
sin discurso racional
canta alegre en la prisión (3).
No cantan los cautivos en su dolor, cantan cuando reciben la suprema libertad o cuando con certeza la ven llegar. Cautiva se ve el alma en la tierra, y cuando recibe la noticia de que la muerte viene a sacarla del destierro para que vaya a su Patria del cielo, entona el himno de júbilo.
Santa Teresa cantaba de mil distintas maneras sus deseos y esperanzas. Dios le había mostrado algunos bellísimos rayos del Sol eterno y de la inenarrable hermosura suya, que tiene guardada para el Cielo, y cantaba la felicidad de la vida futura y de los años eternos:
¿Quién es el que teme
la muerte del cuerpo
si con ello logra
un placer inmenso?
***
En vano mi alma
te busca, oh mi Dueño;
Tú, siempre invisible,
no alivias mi anhelo.
¡Ay!, eso la inflama
hasta prorrumpir:
Ansiosa de verte,
deseo morir (4)
Y se remonta en subido lirismo a contemplar aquel momento soberano:
¡Qué gozo nos dará el verte!
¿Qué será cuando veamos
a la eterna Majestad?
Pues todos temen la muerte,
¿cómo te es dulce morir?
¡Oh, que voy para vivir
en más encumbrada suerte! (5).
Es aquél el instante de empezar la dicha inacabable y no puede menos de deshacerse el corazón en gozo, pensando que el abrazo de la muerte es el ósculo de Dios, que se llega al alma y la dice al oído: felicidad eterna.
Entonces se abre la hermosa flor del alma con toda su belleza y todo su aroma; empieza a lucir con luz hermosísima el foco que estaba como apagado hasta ese instante.
¿Qué será ese momento? ¿Qué será Dios? ¿Qué será la felicidad para siempre? Todo lo, creado y toda la penetración de la inteligencia más poderosa, aun de los Ángeles, y todo el conocimiento que pudieran tener todos los hombres unidos, pensando millones de años, es nada ante lo infinito de Dios y lo que en ese instante verá el alma en Dios.
Recordemos lo que vio Santa Teresa de Jesús y no tiene comparación con lo que allí se verá, porque aquí fue visión y en la muerte será sobrenatural realidad: «Se me representó muy en breve, sin ver cosa formada, mas fue una representación con toda claridad, cómo se ven en Dios todas las cosas, y cómo las tiene todas en Sí… La gloria que entonces sentí, no se puede escribir ni aun decir… Entendí estar allí todo junto lo que se puede desear… y mirar lo nonada que era todo en comparación de aquello» (6).
Con la muerte, ya no es una visión, es la realidad de ver a Dios en su gloria y poderse comunicar con los demás Bienaventurados en lenguaje de Cielo.
Dios glorificará al alma y con la luz de la gloria la dará capacidad para poderle ver a Él, que no sólo se hará presente al alma, sino que la saturará de Sí. En la luz de Dios veremos a Dios.
Veremos lo que nunca podíamos haber soñado. Mundos nuevos, luz nueva, belleza nueva en Dios. El entendimiento, siempre avaro de saber y conocer, quedará entonces saturado, y la potencia de amar, siempre insaciable, quedará llena, no en una ociosa pasividad, sino en la actividad más alta, más deliciosa y descansada, como ahora no es posible imaginar.
Siempre estará el alma viendo la esencia de Dios con novedad infinita; sin esfuerzo ni fatiga, siempre estará gozándose con nuevo gozo en las verdades nuevas. Siempre en deleite y admiración de alabanza y agradecimiento a Dios infinito; y por variadísimas novedades que el alma vea, siempre más sorprendentes, nunca podrá llegar a comprender las infinitas perfecciones ni todas las obras que Dios pudiera hacer.
¿Qué será Dios? ¿Qué verá y conocerá la inteligencia robustecida y agrandada de manera tan maravillosa?
El entendimiento creado del alma de Cristo ve y comprende más en un momento que todos los entendimientos de todas las criaturas juntas, por su unión hipostática con el Verbo, y su amor es incomparablemente mayor y de más felicidad que todos los amores de todos los seres reunidos.
El entendimiento humano de Jesucristo, tan inmenso como es, estará eternamente viendo novedades altísimas de Dios infinito, de la omnipotencia, sabiduría y hermosura de la esencia infinita de Dios, y su voluntad humana, de tan inmensa capacidad de amor, estará sintiendo un gozo y una intensidad de amor que sólo Dios y Jesús pueden comprender y sentir.
Este altísimo entendimiento humano del Verbo hecho carne, viendo siempre dilatadísimas, altísimas y hermosísimas verdades de Dios, no dejará eternamente de gozar nuevas magnificencias y grandezas, nuevas hermosuras y perfecciones, y así eternamente, sin llegar a conocer todas las perfecciones de Dios, porque es infinito, y está continuamente llenando a todos y a cada uno según su capacidad; y cada uno comprenderá o gozará el amor que tuvo a Dios en la tierra y según las virtudes que practicó y lo que deseó hacer y amar. Sólo Dios puede ser comprendido por Sí mismo; porque lo infinito no es posible que llegue a ser totalmente comprendido por lo finito.
Dios se comprende a Sí mismo siempre, total, y actualmente, teniéndolo todo presente, y se ama también con amor infinito en infinita felicidad y novedad eterna.
Dios hará participante al alma de esos tesoros inefables y eternos en el momento que se encuentre en su gloria.
Para el alma totalmente limpia y purificada, la muerte es el momento de la entrada en el Cielo y de la visión de Dios, y así como el foco irradia la cantidad de luz en proporción a su filamento, así el alma brillará y será feliz según la intensidad de su amor a Dios.
Desde ese dichoso momento el alma estará viviendo siempre en toda la plenitud el goce que su capacidad pueda recibir y en felicísima y variadísima felicidad.
La muerte santa nos pone en Dios y El nos llenará de su luz.
Sueña y gózate, alma mía, pensando en tan precioso instante. Remóntate y sube sobre toda belleza creada, sobre toda luz, sobre toda armonía, sobre todo humano saber, porque más verás y más serás tú.
Esfuérzate en conseguir vida limpia, de abnegación, de caridad y divino amor, porque según sean tus virtudes será tu gloria y la sabiduría y la felicidad que para siempre disfrutes.
Lucha para tener vida santa con esperanza de Cielo, para que al llegar esa hora bendita te encuentres limpia y purificada e inmediatamente te comunique el Señor su visión.
Tu Dios viene en el momento de la muerte por ti a examinarte en su amor. Si estás preparada, te transformará en luz, sabiduría y felicidad eterna.
«¿Y qué será cuando veamos a la eterna Majestad?»
Canta, alma mía, canta gozosa tanta gloria, tanta ventura.
Ven, muerte libertadora, y méteme ya en el infinilo saber e infinito gozar de mi Dios y mi glorificador.
(1) José María Gabriel y Galán, Poesías. Canción.
(2) Salmo 136.
(3) Pedro Calderón de la Barca, El Príncipe constante. Jornada I, escena I.
(4) Santa Teresa de Jesús, Poesías, VIL Cuan triste es vivir, Dios mío.
(5) Santa Teresa de Jesús, XXI. Si el padecer con amor.
(6) Santa Teresa de Jesús, Vida, caps. XL y XXXIX.
