DOMINGO DE RAMOS
Hemos llegado a la Semana Santa, que también llama la Iglesia Semana Mayor, y que fue antiguamente llamada Semana de los grandes misterios.
Todo, efectivamente, es grande y misterioso en ella. Lo son los hechos que recuerda, lo son las ceremonias con que los conmemora, lo son los sentimientos que inspira.
Se abre esta Semana con el Domingo de Ramos, hermosa conmemoración de la triunfal entrada de Jesucristo en Jerusalén, pocos días antes de su muerte.
Nada le faltó a aquella sencilla demostración para que fuese un verdadero triunfo. Entusiasmo popular, mantos tendidos alfombrando el camino, laureles y olivos en torno del victorioso Rey, cánticos y vítores en bocas tiernas e inocentes.
Alborozo y alegría que anduvieron mezclados con lágrimas de aflicción, pues el Salvador, objeto de tantos obsequios, se vio precisado a derramarlas sobre la ciudad veleidosa que se los tributaba, previendo su inconstancia y los muy diferentes gritos con que dentro de pocos días iba a pedir su muerte.
En las ceremonias de la Liturgia se retrata este doble aspecto del misterio, una melancólica alegría. Los cánticos son de regocijo, mas los ornamentos son morados y escaso el adorno del altar.
Para recordar aquella entrada de Jesucristo ha prescrito la Iglesia una sencilla procesión. Se cierran durante la misma las puertas del templo. Ante ellas se detiene la comitiva a su regreso, y se canta un himno cuya letra y música estremecen. Simbolizando las puertas del Cielo, ellas se abren al ser golpeadas por la Santa Cruz.
Sigue luego la Misa; y en ella la historia de la Pasión.
De este modo, en los divinos Oficios las ceremonias, hoy más que nunca simbólicas y misteriosas, ofrecen un conjunto conmovedor, hiriendo con fuerza al ánimo más indiferente.
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Retengamos este triunfo de Jesús por la Santa Cruz.
Nuevamente el Viernes Santo, Ella aparecerá como el emblema principal de la Semana Santa…; y debe serlo de toda la vida del hombre cristiano.
La Santa Cruz es como un libro sublime que, en estos días más que nunca, se ostenta de par en par abierto a los ojos de todo el mundo; libro en el cual hasta los más ignorantes pueden leer, y con el cual pueden llegar a ser completamente sabios; libro en el cual han de venir a estudiar los más intelectuales, so pena de quedarse profundamente ignorantes en lo que más les interesa.
Conocer este libro es poseer la más calificada ciencia de cuantas pueden ilustrar y esclarecer el humano entendimiento.
Mucho sabía de cuanto en el siglo se enseña el gran Apóstol de las gentes San Pablo, que no era rudo pescador de Galilea como algunos de sus compañeros, sino sapientísimo doctor de la Antigua Ley; y, no obstante, después de su maravillosa conversión, declaró no querer entender ni enseñar otra cosa que este libro de que hoy tratamos. Conocer a Jesucristo, y a éste crucificado, decía.
Descifremos en profundidad el sentido de esta alegoría.
Este libro es Jesucristo crucificado.
Subamos al Calvario, que este es hoy y siempre nuestro propio lugar, del que no le es lícito a ningún buen cristiano apartar la atención, y menos en tan solemnes días.
Pavorosa oscuridad rodea el lúgubre montecillo, a las afueras de Jerusalén, destinado para las ejecuciones de la pena capital.
Todo y todos, alrededor del patíbulo que allí acaba de levantarse, dan muestras harto elocuentes de que no es un reo común el que allí agoniza y espira.
Diríase que es duelo general el que por Él revisten todas las criaturas… es como un recogimiento de todos los seres en muda consideración del objeto que se les ofrece clavado en aquella Cruz.
El Eterno Padre oscureció los eternos luminares, para que con esta oscuridad quedase el santo monte hecho un oratorio celestial, dando materia de contemplación con aquel santo y vivo Crucificado que allí agonizaba.
Aprovechemos nosotros de esta misteriosa penumbra; subamos al Monte Calvario y, al pie de la Cruz, ante el Salvador ensangrentado y moribundo, como en libro extendido y de par en par abierto sobre el atril, estudiemos y aprendamos…
No se nos prohíben en este monte, como a Moisés en el Sinaí, atrevidas miradas… Aquí se nos permite leer sin reparo; más aún, se nos manda escudriñar…
No en tablas de piedra se nos presenta escrita la ley por el dedo de Dios, sino en páginas de carne viva, surcadas con caracteres de sangre por la mano pesada y feroz de nuestras propias maldades.
Quien aquí no acierte al menos a deletrear, que se dé por irremediablemente desahuciado.
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Leamos aquí, y consideremos nuestro ser de hombre pecador, porque esas llagas y esa sangre nos están diciendo de quién son obra y a qué expiación y justo castigo fueron debidas.
Leamos aquí y consideremos nuestra condición de hombre redimido, porque todo eso hemos costado y todo eso pesamos y valemos en la balanza justiciera de Dios Padre, que para contrapesarnos no ha querido poner en ella menos que su propio Hijo.
Leamos aquí y consideremos cuál debió de ser la inmensidad del agravio que nuestra caída infirió a la Divina Majestad, cuando para repararlo se resolvió el mismo Verbo Eterno a someterse a tan dolorosas penas.
Leamos aquí y consideremos cuán grande y nobilísimo es nuestro rango actual, pues para hacernos de su familia el Unigénito de Dios no ha vacilado en escribirnos con su propia Sangre y en su propio Cuerpo ese título de nobleza.
Leamos aquí y consideremos lo magnífico de nuestro porvenir en el Reino de los Cielos que nos aguarda, pues para conquistárnoslo como a punta de lanza ha salido nuestro Redentor tan gloriosamente herido y maltrecho de esta rigurosa batalla.
Leamos aquí, por fin, y consideremos lo espantoso de nuestra responsabilidad, y el compromiso terrible en que nos ponen esa Sangre derramada, ese Cuerpo lacerado, esas agonías de muerte, esa afrentosa Cruz.
Después de lo cual no nos es dado ya escoger más que entre dos extremos, y esos tan distantes entre sí como el Cielo y el abismo: o por los méritos de esa Cruz ser eternamente con Cristo salvados y reinar con Él gloriosamente, o por el juicio tremendo de esta Cruz ser por Cristo eterna e irremisiblemente condenados.
La Cruz y la Sangre de Cristo Dios o para siempre nos han de salvar, o irremediablemente nos han de perder.
Serán para nosotros lo que queramos, lo que por nuestras obras queramos…; alentémonos, si somos fieles…, estremezcámonos, si somos malvados…Eso que por nuestras obras queramos, eso seremos…
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Libro de par en par abierto y sobre el atril de la Cruz extendido a los ojos de toda generación.
Libro cuyos misteriosos sellos acaba de romper la muerte, haciendo patentes al mundo sus secretos de eterna salvación o condenación.
Día y noche vendremos nosotros a leerte y a estudiarte.
¿A quién iremos? Tú solo tienes palabras de vida eterna.
Tedio y aburrimiento nos da leer y escuchar tantas cosas como por ahí cada día se dicen…
Callen los doctores, enmudezcan los sabios; háblanos Tú, Tú solo, Verbo del Padre, Verdad esencial, Verdad sustancial en ese sublime libro revelada…
Y en el recogimiento y soledad silenciosa de semana solemnísima; alejados del ruido del mundo y de sus vanas disputas y de sus presuntuosas enseñanzas; desierto el Calvario de los que indiferentes le olvidan o rencorosos le aborrecen; unidos nosotros al reducido grupo leal que al pie de la Cruz creyó, amó y esperó, serás acá nuestra luz, nuestro consuelo, nuestra esperanza; y dentro de poco, en más serena región, nuestra inmortal recompensa, si somos fieles.
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Tres horas pendió Cristo en la Cruz; a Ella ha subido el Sumo Sacerdote como a su Altar, y allí consumó su gran Sacrificio.
Tres horas permanece allí acongojado y moribundo; tres horas en que expresamente prolonga Él su amarguísimo padecer; tres horas en que no se resuelve a acabar de despedir del Cuerpo su Alma benditísima; tres horas que, si por su tormento pudieron parecerle tres siglos, por su amor pudieron tal vez parecerle tres solos instantes; tres horas que entretiene y dilata, paladeando y saboreando, al parecer con rara fruición, todas las gotas de aquella acerba agonía.
No nos asombre la dilación; está el gran Sacerdote en el punto más importante de su Misa, y se goza, fervoroso, en prolongarla. Está haciendo, a solas con su Padre celestial, los preciosos mementos de ella.
Es esta su Misa, su gran Misa… El Altar es la Cruz… Son su sacrosanto Cuerpo y Sangre la hostia y el cáliz… Es el amor que le inmola su propio Sacerdote…
Sacrificador y sacrificado a la vez…, Sacerdote y Víctima…, oblación y oferente… Cristo Dios, en aquella hora solemne, presenta a su eterno Padre su Cuerpo y su Sangre como precio de la Redención humana.
Empezó tal Misa cuando en el Huerto inició su dolorosa Pasión; la concluirá cuando, inclinada la cabeza, lance el postrer suspiro.
Y estas tres horas de agonía, interrumpida sólo por alguna que otra palabra de altísima significación; estas tres horas entre el luto de los cielos y el pavoroso estremecerse de la tierra; estas tres horas en las que permanece la augusta Víctima en recogido e interior coloquio con su Padre celestial, son, como hemos dicho, los mementos de este su penoso sacrificio.
Lo supo acertar bien aquel dichosísimo ladrón, que tal coyuntura aprovechó para recomendarse a sus intenciones, y logró al punto verse satisfecho.
Memento mei, le dijo, y mereció especial y particular memento del Hijo de Dios.
¿Nos parecen largos los plazos que en tal ocupación emplea el Sacerdote divino?
Consideremos lo inmenso y sin fin de las intenciones por las que aplica aquella su primera Misa.
Pero no, no nos perdamos en esta consideración…. Una sola cosa dígase cada uno a sí mismo…. Es reflexión sublime y que no puede menos que hacernos honda impresión…
El divino Sacerdote ora en aquellos instantes… Y ora por cada uno de nosotros…
Sí…, por mí, como si por mí solo orase; porque la oración de Dios no se divide ni disminuye porque se haga por otros, ni le es distinto hacerla por uno o hacerla por mil…
Ora, pues, por mí, como si en toda la extensión del mundo y de los siglos no viese más que a mí…
Ora por mí, a quien ve desde lo alto de su Cruz, en el decurso de los tiempos futuros, para Él eternamente presentes…
Ora por mí, a quien conoce clara y distintamente, como al ladrón que tiene a su lado, o como a su Madre a la que tiene a sus pies…
Ora por mí, a quien divisa entre mil y entre millones; a quien llama por mi nombre; a quien conoce por mi fisonomía; de quien sabe el punto y hora del nacimiento, del bautismo, de la elección de estado y del morir…
Ora por mí, a quien ama y compadece, para quien prepara auxilios, y de quien perdona injurias, y de quien le afligen pasadas y futuras negras infidelidades…
Ora por mí, en mí piensa, en mí se fija, a mí atiende…
¡Gran cosa debo de ser, cuando en mí se ha fijado el más importante pensamiento de este moribundo, que es Hijo de Dios!
No es posible sondear toda la profundidad de este pensamiento, agotar su infinita dulzura…
Pero, ¡cuán terrible ha de ser, en la última hora, tenerlo clavado en el corazón, como acusador de una vida ingrata a Dios!
¡Qué horrible derecho dará eso a la justicia de Dios!
Tan horrible derecho le dará a su justicia, como severísimo es el que le ha dado a mi amor.
Debo, pues, elegir… O el amor de Dios o su justicia… O el eterno abrazo del Padre, o la eterna reprobación del Juez…
¡Oh Señor! ¡Oh Padre! ¡Oh Juez! Memento mei, Domine, cum veneris in regnum tuum… Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino…
Con estas disposiciones, participemos de la Semana Santa, especialmente del Triduo Sacro.

