ALEGRÍA DE MORIR
UN CARMELITA DESCALZO
CAPITULO XXXII
SANTA TERESA Y LOS SANTOS NOS
ENSEÑARON A DESEAR LA MUERTE
Al cerrar los ojos del cuerpo en la tierra y abrir los del alma, empezamos a recibir luz de la gloria.
«En tu luz, oh Dios mío, veremos la luz» (1).
Al presente no vemos a Dios sino como en un espejo y bajo imágenes oscuras; pero entonces le veremos cara a cara. Yo no le conozco ahora sino imperfectamente; mas entonces le conoceré con una visión clara a la manera que soy conocido (2).
El alma vive donde ama, y si tiene puesto todo su amor en Dios, la muerte hará que el alma vaya a gozar del Amado sin limitaciones y para siempre.
Sueña, alma mía, sueña en la hora del encuentro con el Esposo de soberanas perfecciones. Sueñen otros con quimeras de riquezas, de ciencia, de hermosura; tú, alma mía, sueña con aquel momento felicísimo de la muerte, cuando los ojos divinos se fijen en ti y tú, levantada a la luz de la gloria, veas la infinita belleza de Dios y seas sumergida en un océano de sabiduría y felicidad. Gózate en aquel momento y sube muy alta en alas de la humildad y de la fe hasta tu Dios; pide a tu Criador que te meta ya en su luz y te dé a beber de la fuente de aguas vivas.
Pero has de tener en la tierra vida de amor para que estés limpia en aquel momento; practica ahora las virtudes, para que llegues purificada a entrar sin espera a los brazos del Señor, porque sólo los limpios de corazón verán a Dios.
Si las almas fieles a las llamadas del amor vivían tan iluminadas por la fe y con el corazón fuera de las cosas y aficiones del mundo, ¿no habían de desear la muerte? ¿Qué hacían ya en la tierra, sino esperar y acabar de reunir nuevos tesoros de virtudes y amor para ir al Amor? ¿Qué se les daba ya de lo criado, sino de que todos amasen a su Dios y de vivir totalmente para Él? Mientras les llegaba su hora, que es la de su muerte, vivían llenas de divina impaciencia. Se deshacían en gozo pensando en la hora de entrar, aunque indignas, en la Patria prometida.
Cuando una noche Santa Teresa del Niño Jesús sintió en su tierna juventud un vómito de sangre, nos dice con candor: «Creí que me iba a morir y mi corazón se partió de alegría» (3).
Ya líneas antes había escrito: «Gozaba entonces de una fe tan viva, que el pensamiento del cielo hacía toda mi dicha y me transportaba de alegría la esperanza de ir al cielo.»
En la misma Historia de un alma hay una escena preciosísima de la Santa, ya casi moribunda. El padre Capellán me ha dicho: «¿Está resignada a morir?», y yo le he contestado: «¡Ah, Padre mío!, creo que sólo se necesita resignación para vivir… Para morir lo que experimento es alegría» (4).
¿Cómo podría ni aun ocurrírseles a los «amantes del Señor querer prolongar unos días más el destierro en este mundo ante la eternidad gloriosa del cielo?
San Estanislao, Obispo de Cracovia, hizo en su vida un milagro delante de todo el pueblo, para defenderse de una acusación hecha por el mismo rey contra él. Necesitaba poner por testigo a un hombre muerto hacía ya tres años, llamado Pedro. Recogido en oración y súplica al Señor durante unos días, se fue a la sepultura del difunto, le mandó salir y le llevó para que declarase ante el rey.
Habiendo el resucitado hecho su declaración a favor del Obispo, con estupefacción del pueblo y del soberano, preguntó el Santo a Pedro si quería continuar viviendo algunos años, que se lo alcanzaría del Señor; mas Pedro le respondió que no; que estaba ya terminando sus penas del Purgatorio y prefería aquella seguridad a la vida (5).
¡Cómo se consuela y alienta mí espíritu leyendo las vidas de los Santos! ¡Cuán dulce y delicadamente cantaban su himno de agradecimiento a Dios cuando sabían ya cierto que los llevaría enseguida consigo!
Los ejemplos se agolpan en la hagiografía cristiana. Pregunta el Señor a San Eustasio si prefería vivir treinta días lleno de dolor sin alivio ninguno, o cuarenta sin dolor alguno, y respondió humilde el Santo que escoge vivir sólo treinta días lleno de dolores (6).
San Esperanza ha pasado cuarenta años ciego, llevándolo con la mayor paciencia y recobrando la vista muy poco antes de su muerte; manda reunir a los monjes y canta el himno de gracias a Dios con el mayor fervor, porque le llega la hora de gozar del Cielo.
Doña Sancha de Carrillo, rica y hermosa dama, ha pasado su juventud muy retirada y en penitencia extraordinaria. Un día, siendo joven aún, le comunica el Señor que de allí a un año exacto moriría, y la santa joven, preguntada por su hermano sacerdote por qué se lamentaba y estaba triste, le contesta que no podía llevar se tardara tanto en venir la hora de su muerte; antes, pensaba que de un día a otro moriría, pero ahora, al saber que faltaba todo un año, le pareció demasiado largo el tiempo por las ansias vehementes que tenía de ir al Cielo y daba amorosas quejas al Señor por su prolongado destierro (7).
La Sierva de Dios Isabel de la Trinidad, apenas salida de la niñez, hizo una peregrinación a la Virgen del Estanque por haber oído que concedía la primera gracia que se la pidiera, y le suplicó morir joven.
Pocos días antes de su muerte estaba con su Priora y oye tocar las campanas de la ciudad anunciando la fiesta de Todos los Santos. Este toque de gloria le impresionó hondamente, considerándolo como su partida para el Cielo, y dice conmovida a la Superiora: «Oh Madre mía, esas campanas me dilatan el espíritu; tocan para mi partida. Van a hacerme morir de alegría. Vámonos.»
A los pocos días, con la última sonrisa y entreabriendo los ojos como quien mira un objeto precioso, pudo aún pronunciar con su último aliento: «Voy a la luz, al amor, a la vida» (8).
«¿De dónde a mí este favor de morir?», se pregunta el alma que va a Dios como se preguntaba la Hermana María Teresa de San Juan de la Cruz.
Como la vida de los Santos era pura y apta para recibir las gracias del Señor, la fe obraba maravillosamente en ellos y vivían llenos de divina ilusión mientras se les acercaba esa hora tan deseada.
Siempre pensaban en la luminosa hora de despegar hacia el Cielo y en la llegada a Dios; en entrar en la luz infinita.
Santa Teresa lo gustaba en sus recuerdos y lo vivía gozosa. «Sólo mirar al cielo recoge el alma…, y acaéceme algunas veces ser los que me acompañan y con los que me consuelo los que sé que allá viven, y parécenme aquéllos verdaderamente vivos, y los que acá viven tan muertos, que todo el mundo me parece no me hace compañía.
Todo me parece sueño lo que veo, y que es burla, con los ojos del cuerpo; lo que he visto con los del alma es lo que deseo, y como se ve lejos, este es el morir» (9).
Para no alargar estas páginas, quiero reunir los deseos de todos los Santos en los deseos y enseñanzas celestiales de Santa Teresa de Jesús y de San Juan de la Cruz. Ellos sabrán ilustrar nuestro entendimiento y poner dulcísimas mieles en nuestro paladar para que codiciemos, como ellos, tanta hermosura y tanto bien.
Los dos Santos Carmelitas hablan con tanto entusiasmo y vehemencia de sus ansias de morir, de irse a Dios, y nos presentan la muerte tan llena de luz y de encanto, como mensajera de bien tan perfecto y de riqueza tan colmada, que el ánimo se deja contagiar muy gustoso, e insensiblemente tiende los brazos a tan espiritual belleza y desea también entrar en los inmensurables goces de Dios, ofreciéndose confiadamente a la bondad divina.
¿Cuándo, Dios mío, me vestiréis de vuestra luz y me introduciréis en vuestro reino de amor y me sumergiréis en vuestra infinita hermosura? cuán delicioso, santo y meritorio es desear y pedir tal muerte y ofrecerse al Amor divino
¡Cuán bueno eres, Padre mío, para los que te aman y ponen su vida en tus manos! ¡Cómo levantas a inmensa gloria las almas que voluntaria y amorosamente se te entregan!
Santa Teresa deseaba su muerte y la pedía al Señor. Muchísimos son los textos de sus obras que lo expresan. Sólo pondré unos pocos. Parece en ella este deseo como una santa obsesión:
«¡Oh vida enemiga de mi bien, y quién tuviese licencia para acabarte! ¡Súfrote, porque te sufre Dios… Con todo esto, ¡ay de mí, Señor, que mi destierro es largo!… ¡Oh, cuándo será aquel dichoso día que te has de ver ahogado en aquel mar infinito de la suma verdad!» (10).
Su pensamiento y su deseo es ver a Dios y entonces se olvida de todos los peligros del Infierno o del Purgatorio; como ama, sólo piensa en el Señor:
«Toda el ansia, escribe, es morirme entonces; ni me acuerdo de purgatorio, ni de los grandes pecados que he hecho, por donde merecía el infierno. Todo se me olvida con aquel ansia de ver a Dios» (11).
Pide al Señor la dé algún remedio para sobrellevar el verse apartada en este destierro de Él y de los Bienaventurados, con quienes ya en cierta manera convive, y «ningún remedio ve sino la muerte, que con ésta piensa gozar del todo a su Bien» (12).
Y en otra parte dice: «Yo estaba pensando cuán recio era el vivir que nos privaba de no estar así siempre en aquella admirable compañía, y dije entre mí: Señor, dadme algún medio para que yo pueda llevar esta vida» (13). «El remedio es la muerte, y ésta no puedo tomarla.» Sólo piensa «irse luego a la muerte» y no es poca misericordia del Señor hallar quien se la dé (14), «ya que mis deseos son morir por Él» (15).
Lleva tan grabada esta idea en el alma, que no puede verse libre de ella, ni dejar de desear sobre todas las cosas a Dios y la felicidad eterna. De un horno encendido sólo pueden salir bocanadas de calor y llamaradas de fuego. Las plantas crecen y se desarrollan hacia arriba en busca de la luz y tienden a su floración perfecta; la piedra no puede estar sin gravitar hacia el centro de la tierra y el corazón del que ama a Dios tiende hacia El y no puede estar sin desearle.
Y lo procura no como algo triste y el vacío; no es eso el Señor, sino como la cumbre y suma de toda alegría y plenitud de todo bien, como el alborear de la luz y de todo gozo y felicidad, como la atmósfera del amor soñado y ya a punto de conseguir, y por eso gusta de la muerte como de dulcísimo regalo.
No sólo no ve en ella horror, sino dulzura inmensa, y su recuerdo hace saborear el principio de todo bien, pues por ella empieza, De aquí que la broten estas palabras: No sabe de dónde pudo merecer tanto bien, vése con un deseo de alabar al Señor, que se querría deshacer, y de morir por Él mil muertes (16). «Queda el alma tan deseosa de gozar del todo al (Señor)… que vive con harto tormento, aunque sabroso; unas ansias grandísimas de morirse, y así, con lágrimas muy ordinarias pide a Dios la saque de este destierro» (17).
Y, por fin, en los Conceptos del Amor de Dios escribe: «No tema perder la vida de beber tanto, que sea sobre la flaqueza de su natural. ¡Muérase en ese paraíso de deleites! ¡Bienaventurada tal muerte que así hace vivir! » (18).
Morir, deseos inextinguibles de morir, de gustar la muerte, es la obsesión del alma enamorada de Dios.
¿Cuál no será la belleza encerrada en la muerte? ¿Qué hermosura no verá esa alma al entregarse u ofrecerse a Dios? Todo lo demás lo olvida, como se olvida una lamparilla cuando luce el sol espléndido.
Lo dice Santa Teresa de Jesús, lo confirman las muertes de los Santos.
Ni piensa entonces que puede condenarse, aunque estuviese persuadida que ha merecido el infierno. Una contrición íntima y un dolor de corazón vivificados por el amor y por la confianza en Dios y en la pasión de Jesucristo, la enseñan a ponerse en las manos divinas y a mirar a Dios como Padre amorosísimo y misericordioso, como se había sentido antes hija fidelísima. Le ama con todo el corazón y con todas las fuerzas y le ve como a Padre de infinito amor. Ni el Señor quiere ser mirado de otro modo.
Mira con seguridad —con la certeza que da el amor y la humildad— el camino luminoso del Cielo. Muere ofrecida al amor de Dios y va confiada en poseerle plenamente. Llama con ternura Padre al Señor y va a cantar las misericordias y bondades suyas para siempre en su compañía, con los Ángeles y los Bienaventurados.
¡Hermoso y meritorio es desear ir al cielo!
Bien nos lo expresaba Raimundo Lulio cuando decía del Amigo: «Pensaba el Amigo en la muerte y temió mucho hasta que se acordó de la noble ciudad de su Amado, de la cual son puerta y entrada la muerte y el amor» (19).
Mientras llega ese ansiado momento, se goza el alma pensando en Dios y en el instante en que la ha de tomar en sus brazos; alaba a Dios repitiendo las palabras de la Iglesia: Porque sólo he amado al Autor de la vida y Él me ha mostrado tesoros incomparables, y hermoseó mis mejillas con su propia sangre y ha unido su cuerpo a mi cuerpo (20).
Porque Dios, en amor inapreciable, le había mostrado algo de sus infinitas perfecciones, decía: «Estos grandes deseos de ver a Nuestro Señor aprietan algunas veces tanto, que es menester no ayudar a ellos» (21).
Así pedía:
Venga ya la dulce muerte,
el morir venga muy ligero,
que muero porque no muero (22).
Y nos expone que, como el mayor sacrificio que podía hacer, ofreció al Señor continuar viviendo en la tierra desterrada del cielo (23).
(1) Salmo, 110.
(2) San Pablo. I A los Corintios, XIII. 12.
(3) Santa Teresa del Niño Jesús, Historia de un alma, cap. IX.
(4) Santa Teresa del Niño Jesús, Historia de un alma, cap. XII.
(5) Lecciones del Breviario, mayo.
(6) Año Cristiano, 29 de marzo, y Leyendas de Oro.
(7) Vida y maravillosas virtudes de Doña Sancha de Carrillo, por el P. Martín Roa, de la Compañía de Jesús, lib. II, cap. IX.
(8) M. M. Philippon, O. P., La Doctrina espiritual de Sor Isabel de la Trinidad, cap. I, par. III. Año Cristiano Carmelitano, por el Padre Dámaso de la Presentación, C. D., tomo III, día 9 de noviembre.
(9) Santa Teresa de Jesús, Vida, cap. XXXVIII.
(10) Santa Teresa de Jesús. Exclamaciones XVII.
(11) Santa Teresa de Jesús, Vida, cap. XX.
(12) Santa Teresa de Jesús, Vida, cap. XXIX.
(13) Santa Teresa de Jesús, Relación, 56.
(14) Santa Teresa de Jesús, Moradas, VII, cap. IV.
(15) Santa Teresa de Jesús, Relaciones, III.
(16) Santa Teresa de Jesús, Moradas. V. cap. II.
(17) Santa Teresa de Jesús, Moradas, VI, cap. VI.
(18) Santa Teresa de Jesús, Conceptos del Amor de Dios, cap. VI.
(19) Raimundo Lulio. Libro del Amigo y del Amado, núm. 334c
(20) Breviario. Oficio de Santa Inés, 21 de enero.
(21) Santa Teresa de Jesús, Moradas, VI, cap. VIII.
(22) Santa Teresa de Jesús. Poesías, I. Vivo sin vivir en mí.
(23) Santa Teresa de Jesús, Relaciones II. Y la mayor cosa que yo ofrezco a Dios por gran servicio, es cómo siéndome tan penoso estar apartada de Él, por su amor quiero vivir. Relación, III y XXI.
