P. CERIANI: SERMÓN DEL DOMINGO DE PASIÓN

DOMINGO DE PASIÓN

Decía Jesús a los judíos: ¿Quién de vosotros me argüirá de pecado? Si os digo la verdad, ¿por qué no me creéis? El que es de Dios, oye las palabras de Dios. Por éso vosotros no las oís, porque no sois de Dios. Los judíos respondieron, y le dijeron: ¿No decimos bien nosotros que tú eres samaritano, y que estás endemoniado? Jesús respondió: Yo no tengo demonio, mas honro a mi Padre; y vosotros me habéis deshonrado. Y yo no busco mi gloria, hay quien la busque y juzgue. En verdad, en verdad os digo, que el que guardare mi palabra no verá la muerte para siempre. Los judíos le dijeron: Ahora conocemos que tienes al demonio. Abraham murió y los profetas; y tú dices: el que guardare mi palabra, no gustará la muerte para siempre. ¿Por ventura eres tú mayor que nuestro padre Abraham, el cual murió, y los profetas, que también murieron? ¿Quién te haces a ti mismo? Jesús les respondió: Si yo me glorifico a mí mismo, mi gloria nada es; mi Padre es el que me glorifica, el que vosotros decís que es vuestro Dios, y no le conocéis, mas yo le conozco; y si dijere que no le conozco, sería mentiroso como vosotros. Mas le conozco y guardo su palabra. Abraham, vuestro Padre, deseó con ansia ver mi día; le vio y se gozó. Y los judíos le dijeron: ¿Aún no tienes cincuenta años y has visto a Abraham? Jesús les dijo: En verdad, en verdad os digo, que antes que Abraham fuese, yo soy. Tomaron entonces piedras para tirárselas; mas Jesús se escondió y salió del templo.

Las cuatro semanas de Cuaresma nos han conducido al tiempo litúrgico de Pasión, que se caracteriza por revivir las circunstancias que han preparado y rodeado la muerte del Redentor.

El título de esta Domínica, Domingo de Pasión, expresa ya que hemos entrado en una nueva etapa del período preparatorio para la Pascua.

Tiempo de Pasión se llama, y comprende dos semanas. La Primera está dedicada a meditar la Pasión interna de Jesús, la del alma y corazón, que tiene por verdugo principal la inquina de los judíos. Por eso, todas las Misas de esta semana, menos la del jueves, que es más reciente, nos hablan del odio del judaísmo oficial contra el Redentor.

Al entrar en la Segunda Semana de Pasión, la Semana Santa, la Liturgia expondrá a nuestra consideración el cuadro de la Pasión externa del Divino Maestro, sin olvidar sus dolores internos.

Durante las semanas precedentes hemos visto crecer cada día la malicia de los enemigos del Salvador. Su sola presencia les irrita; y se siente que este odio reprimido aguarda el momento propicio para estallar.

La bondad, la dulzura de Jesús continúa seduciendo las almas puras y rectas; al mismo tiempo la humildad de su vida y la inflexible pureza de su doctrina humilla más y más al judío soberbio que sueña con un Mesías conquistador, al fariseo que no tiene escrúpulos en traspasar las leyes para hacer de ellas un instrumento de sus pasiones.

Sin embargo, Jesús continúa el curso de sus milagros; sus discursos están llenos de energía desconocida; sus profecías amenazan a la ciudad y al templo famoso de los que no quedarán piedra sobre piedra.

Los doctores de la ley tendrían, al menos, que haber reflexionado, examinado sus obras maravillosas que daban testimonio al Hijo de David, y haber releído tantos oráculos divinos cumplidos hasta ahora con la más absoluta fidelidad. ¡Ay! estos oráculos se debían cumplir hasta la última tilde. David e Isaías no hicieron sino predecir las humillaciones y los dolores del Mesías, que estos hombres ciegos no dudarán en realizar.

En ellos se cumple esta palabra: «al que blasfema contra el Espíritu Santo, no se le perdonará el pecado ni en esta vida ni en la otra”.

La Sinagoga corre a la maldición. Obstinada en su error, no quiere escuchar, ni ver nada; ha torcido su juicio a su gusto; ha apagado en sí misma la luz del Espíritu Santo; y vamos a verla descender por todos los grados de la aberración hasta el abismo.

Siguiendo los relatos evangélicos de esta semana podremos asistir a este triste espectáculo.

+++

El domingo vemos que el furor de los judíos ha llegado al colmo, y Jesús se ve obligado a huir ante ellos. Pronto le matarán.

Consideremos con qué severidad les habla el Salvador: Vosotros no escucháis la palabra de Dios porque no sois de Dios. No obstante esto, hubo un tiempo en que fueron de Dios, porque el Señor da a todos su gracia; pero ellos han hecho estéril esta gracia; se agitan en las tinieblas y ya no verán la luz que han rechazado.

Decís que Dios es vuestro Padre; pero no le conocéis. A fuerza de desconocer al Mesías, la Sinagoga ha llegado a no conocer tampoco al mismo Dios, único y soberano, cuyo culto le enorgullece; en efecto, si conociese al Padre, no rechazaría al Hijo. Moisés, los Salmos, los Profetas, son para ella letra muerta; y estos libros divinos pasarán muy pronto entre las manos de los pueblos, que sabrán leerlos y comprenderlos.

Si yo dijere que no le conozco, sería mentiroso como vosotros. Por la dureza del lenguaje de Jesús se adivina ya la cólera del Juez que bajará el último día para estrellar contra la tierra la cabeza de los pecadores.

Jerusalén no conoció el tiempo de su visita; el Hijo de Dios salió a su encuentro, y tiene ella la desvergüenza de decirle que está poseído del demonio. Echa en cara al Hijo de Dios, al Verbo eterno, que prueba su origen por los prodigios más evidentes, que Abrahán y los Profetas son mayores que Él. ¡Extraña ceguera que procede del orgullo y de la dureza de corazón!

La Pascua está próxima; estos hombres comerán religiosamente el cordero simbólico; saben que este cordero es una figura que debe realizarse. El Cordero verdadero será inmolado por sus manos sacrílegas y no lo reconocerán. La Sangre derramada por ellos no les salvará.

+++

El Evangelio del lunes (San Juan, VIII, 32-39) nos hace ver que los enemigos del Salvador no sólo han pensado en lanzarle piedras, sino que quieren quitarle la libertad, y envían esbirros para prenderle.

En esta ocasión Jesús no juzga oportuna la huida; ¡pero qué terribles palabras les dirige!: Voy al que me envió; vosotros me buscaréis, pero no me encontraréis.

El pecador que durante mucho tiempo ha abusado de la gracia, en castigo a su ingratitud y desprecios, tal vez no pueda encontrar a este Salvador con quien ha querido romper.

Después de la muerte y resurrección de Jesús, mientras la Iglesia extendía sus raíces por el mundo, los judíos, que crucificaron al Justo, buscaban al Mesías en cada uno de los impostores que se levantaban entonces en Judea, y causaron tumultos que llevarían la ruina de Jerusalén.

Cercados por todas partes por la espada de los romanos y por las llamas del incendio que devoraba el templo y los palacios, clamaban al Cielo, y suplicaban al Dios de sus padres que enviase, según su promesa, al Salvador esperado.

Ni se les ocurrió que este Libertador se había manifestado a sus padres, aun a algunos de ellos, que le habían matado, y que los Apóstoles habían ya llevado su Nombre hasta los confines de la tierra.

Esperaron aún hasta el momento en que la ciudad deicida se derrumbó sobre los que no habían inmolado la espada del vencedor; los sobrevivientes fueron arrastrados a Roma para adornar el triunfo de Tito. Si se les hubiese preguntado qué es lo que esperaban, habrían respondido que al Mesías. Vana esperanza: el tiempo había pasado.

+++

Los hechos referidos en el pasaje del Evangelio del día martes (San Juan, VII, 1-13) se relacionan con una época anterior de la vida del Salvador, y la Iglesia nos los propone ahora a causa de la relación que contiene con los que hemos leído en estos días, porque es evidente que no sólo al acercarse la Pascua, sino desde la fiesta de los Tabernáculos, en el mes de septiembre, el furor de los judíos conspiraba ya su muerte.

El Hijo de Dios tenía que viajar a ocultas, y para entrar con seguridad en Jerusalén, le era preciso tomar algunas precauciones.

Adoremos estas humillaciones del Hombre-Dios, que se ha dignado santificar todos los estados, aun el del justo perseguido y obligado a ocultarse a las miradas de sus enemigos. Le habría sido fácil deslumbrar a sus adversarios con milagros inútiles, como los que deseó Herodes y forzar así su culto y su admiración.

Dios no procede así; no obliga; obra a los ojos de los hombres; mas para conocer la acción de Dios, es necesario que el hombre se recoja y se humille, que haga callar sus pasiones. Entonces la luz divina se manifiesta al alma; esta alma ha visto bastante; ahora cree y quiere creer; su dicha y su mérito está en la fe; está en disposición de esperar la manifestación de la eternidad.

La carne y la sangre no lo entienden así; gustan la ostentación y el ruido.

El Hijo de Dios en su venida a la tierra no debía someterse a un abatimiento tal sino para que los hombres viesen su poder infinito. Tenía que hacer milagros para apoyar su misión, pero en Él, hecho Hijo del Hombre, no debía ser todo milagro. La mayor parte de su existencia estaba reservada a los humildes deberes de la criatura; de otro modo, no nos había enseñado con su ejemplo, lo que tanto necesitábamos saber.

Sus parientes habrían querido tener su parte en esta gloria vulgar, que querían para Jesús. Le dan motivo para que les dijese esta palabra que debemos meditar en este santo tiempo, para acordarnos más tarde de ella: el mundo no os odia a vosotros; pero a mí, sí me odia. Guardémonos pues, en adelante, de complacernos con el mundo; su amistad nos separaría de Jesucristo.

+++

Después de la fiesta de los Tabernáculos, vino la de la Dedicación, y Jesús se quedó en Jerusalén. Así lo relata el Evangelio del día miércoles (San Juan, X, 22-38).

El odio de sus enemigos aumentaba continuamente; y reuniéndose alrededor de Él, quieren obligarlo a decir que es el Mesías, para enseguida echarle en cara el usurpar una misión que consideraban que no era la suya.

Jesús desdeña responderles, y les remite a los milagros que le han visto obrar y que dan testimonio de Él.

Por la fe, y solamente por ella, puede el hombre acercarse a Dios en este mundo. Dios se manifiesta por las obras divinas; el hombre que las conoce debe creer la verdad que atestigua tales obras, y así creyendo, tiene al mismo tiempo, la certeza de lo que cree y el mérito de su fe.

El judío soberbio se rebela; querría dictar la ley al mismo Dios, y no quiere saber que su pretensión es tan impía como absurda.

Con todo eso, es necesario que la doctrina divina siga su curso, debe excitar el escándalo de estos espíritus perversos. Jesús no habla solamente para ellos, sino que tiene que hacerlo también por los futuros creyentes.

Entonces dijo esta gran palabra que nos revela no sólo su categoría, no sólo de Cristo, sino también su divinidad: Mi Padre y Yo somos uno.

Sabía que hablando así excitaría el furor de los judíos; pero tenía que revelarse a la tierra y confundir de antemano a la herejía.

Arrio se levantará un día contra el Hijo de Dios y dirá que solamente es la más perfecta de las criaturas. La Iglesia responderá que es uno con el Padre, que le es consubstancial; y después de muchas revueltas y crímenes la secta arriana se extinguirá y caerá en olvido.

Los judíos son aquí los precursores de Arrio. Han comprendido que Jesús se ha declarado Hijo de Dios, y quieren apedrearle.

Por una última condescendencia Jesús quiere prepararlos para gustar esta verdad, indicándoles por sus escrituras, que el hombre puede algunas veces recibir en su sentido restringido, el nombre de Dios, por razón de las funciones divinas que ejerce; después les recuerda los prodigios que tan altamente testimonia la asistencia que le ha dado su Padre; y repite con nueva firmeza que el Padre está en Él y Él en el Padre.

Nada puede convencer a estos corazones obstinados; el castigo del pecado que han cometido contra el Espíritu Santo pesa sobre ellos.

¡Qué diferente es la suerte de las ovejas del Salvador! Escuchan su voz, le siguen; les da la vida eterna, y nadie les arrebatará de sus manos. ¡Dichosas ovejas! Creen porque aman; por el corazón se abre paso la verdad, así como por el orgullo del espíritu penetran las tinieblas en alma del incrédulo y se establecen para siempre.

El incrédulo ama las tinieblas; las llama luz, y blasfema sin sentirlo… El judío llega hasta crucificar al Hijo de Dios pensando rendir homenaje a Dios.

+++

La Liturgia del día jueves trae la lectura del Profeta Daniel (III, 25 y 34-45) con la oración de Azarías.

De esta manera, Judá cautivo en Babilonia, desahogaba su corazón en el Señor, por boca de Azarías. Sion, privada de su templo y de sus solemnidades, la desolación había llegado allí al colmo: sus hijos, desterrados en un país extranjero, debían morir sucesivamente hasta el año 70 del destierro; después Dios se acordaría de ellos y los devolvería a Jerusalén por la mano de Ciro. Entonces tendría lugar la construcción del segundo templo que vería al Mesías.

¿Qué crimen había cometido Judá para ser sometido a tal expiación? Se había entregado a la idolatría, había roto el pacto que le unía al Señor; sin embargo de eso, su crimen fue reparado por esta cautividad de un número limitado de años; y Judá, vuelto a la tierra de sus padres no volvió más al culto de los falsos dioses. Cuando el Hijo de Dios vino a habitar con él se encontraba puro de idolatría.

Aún no habían transcurrido cuarenta años desde la Ascensión de Jesús cuando Judá emprendió de nuevo el camino del destierro. No era llevado de nuevo a Babilonia, sino que se dispersaba en grandes masas por todas las naciones. Y no solamente 70 años, sino 20 siglos lleva «sin jefe, sin profeta, sin holocausto, sin sacrificio y sin templo».

¡El crimen cometido por Judá es más grave que la idolatría, puesto que después de tantas desgracias y humillaciones, la justicia del Padre no se ha apaciguado!

Es que la sangre derramada en el Calvario por el pueblo judío, no es sólo la sangre de un hombre: es la Sangre de Dios.

Es necesario que toda la tierra lo sepa y lo comprenda con solo ver el castigo de los verdugos.

Esta terrible expiación de un crimen infinito debe continuar hasta los últimos tiempos; entonces el Señor se acordará de Abrahán, Isaac y Jacob; una gracia extraordinaria descenderá sobre Judá y su vuelta consolará a la Iglesia, afligida por la deserción de tantos hijos.

El espectáculo de un pueblo entero cargado con la maldición para todas sus generaciones, por haber crucificado al Hijo de Dios, debe hacer reflexionar al cristiano. Esto nos enseña que la justicia de Dios es terrible, y que el Padre pide cuenta hasta de la última gota de la Sangre de su Hijo, a aquellos que la han derramado.

+++

El viernes retoma el Evangelio según San Juan (XI, 47-54). La vida del Salvador está ahora más que nunca en peligro. El Consejo de la nación se ha reunido para tratar de deshacerse de Él.

Estos hombres, a quienes domina la más vil de las pasiones, la envidia, no niegan los milagros de Jesús; están pues en condiciones de dar un juicio sobre su misión y este juicio debería ser favorable. Mas no se han reunido con este fin, sino con el de hallar los medios para hacerle perecer. ¿Qué pensarán para sí mismos: ¿Qué sentimientos manifestarán en común para legitimar esta resolución sangrienta?

Osarán poner de por medio la política y un supuesto interés de la nación. Si Jesús continúa manifestándose y obrando estos prodigios pronto se levantará la Judea para proclamarle su rey, y los romanos no tardarán en venir a vengar el honor del Capitolio ultrajado por la más débil de las naciones del imperio.

¡Insensatos que no comprenden que, si el Mesías fuera rey al modo de este mundo, todos los poderes de la tierra hubieran sido impotentes contra Él!

No se acuerdan de la predicción de Daniel, que anunció que en el correr de 70 semanas de años a partir del decreto para la reedificación del templo, Cristo había de ser condenado a muerte, y que el pueblo que ha renegado de Él no será ya en adelante su pueblo; y que después de esta perversidad un pueblo capitaneado por un jefe militar vendrá y arrasará la ciudad y el templo; que la abominación de la desolación penetrará en el santuario; y que la desolación sentará sus reales en Jerusalén para permanecer allí hasta los últimos tiempos.

Dando la muerte al Mesías van a aniquilar con un mismo hecho a su patria.

Mientras tanto el indigno sacerdote que preside los últimos días de la religión mosaica, se reviste el efod, y profetiza, siendo su profecía verdadera. No nos admiremos. El velo del templo no se ha rasgado todavía; la alianza entre Dios y Judá no se ha roto aún. Caifás es un criminal, un cobarde, un sacrílego, pero es pontífice: Dios habla por su boca.

Escuchemos a este nuevo Balaán; Jesús morirá por la nación y no sólo por la nación, sino también para juntar y reunir a los hijos de Dios que se hallan dispersos.

Así, la agonizante Sinagoga se ve obligada a profetizar el nacimiento de la Iglesia por el derramamiento de la Sangre de Jesús.

Después que la Sangre de la Alianza universal se haya derramado, después que el sepulcro haya devuelto al vencedor de la muerte, apenas pasados cincuenta días, Pentecostés convocará, no ya a los judíos en el templo de Jerusalén, sino a todas las naciones en la Iglesia de Jesucristo.

Caifás no se acuerda ya más del oráculo que él mismo ha proferido; ha restablecido el velo del Santo de los Santos que se había rasgado en dos en el momento de expirar Jesús sobre la cruz; pero este velo no cubre más que un reducido desierto. El Santo de los Santos ya no está allí…

«Se ofrece, sin embargo, en todo lugar una ofrenda pura»… Y las águilas de los vengadores del Deicidio no han aparecido todavía sobre el monte de los Olivos, cuando ya los sacrificadores han escuchado que en el fondo del santuario repudiado resuena una voz que dice: «Marchémonos de aquí».

+++

Finalmente, el Evangelio del sábado (San Juan, XII, 10-36) nos muestra que los enemigos del Salvador han llegado a un grado de furor tal, que les ha hecho perder los sentidos. Tienen ante sus ojos a Lázaro resucitado; y en lugar de hallar en él una prueba incontrastable de la misión divina de Jesús y de rendirse a la evidencia de los hechos, tratan de hacer desaparecer, a este testigo irrecusable, como si Aquél que lo ha resucitado ya una vez, no pudiera devolverle de nuevo la vida…, o que quien resucitó a un muerto no pudiese resucitar a un asesinado…

La recepción triunfal que el pueblo tributó al Salvador en Jerusalén vino a exasperar su furor y su ira. No adelantamos nada, se decían; todo el mundo va tras él.

Pero ¡ay!, a esta ovación momentánea seguirá muy pronto uno de esos cambios bruscos a los que tan inclinado se halla el pueblo. En efecto, hasta los mismos gentiles se presentan para ver a Jesús. Es el anuncio del próximo cumplimiento de la profecía del Salvador. El reino de los cielos os será arrebatado para entregarlo a un pueblo que produzca frutos. Entonces el Hijo del Hombre será glorificado. Todas las naciones protestarán con su sumiso homenaje al crucificado en contra de la ceguera de los judíos. Pero antes es necesario que la simiente divina sea arrojada a la tierra y muera en ella; después vendrá el tiempo de la recolección y el grano rendirá el ciento por uno.

Jesús con todo eso experimenta en su humanidad un instante de turbación, al pensar en su muerte. No ha llegado todavía la agonía del huerto; mas un escalofrío se apodera de Él. Escuchemos este grito: ¡Padre, líbrame de esta hora!

Pide el verse libre de este destino que ha previsto y querido. Pero, añade, para esto he venido yo, Padre, glorifica tu nombre.

Su corazón está tranquilo a pesar de todo. Acepta de nuevo las duras condiciones de nuestra salvación.

En virtud del sacrificio que va a ofrecer, Satanás será destronado, el príncipe de este mundo va a ser arrojado por tierra.

Mas la derrota del demonio no es el único fruto de la inmolación de nuestro Salvador; el hombre, este ser terreno y depravado, va a dejar la tierra y se va a elevar hasta el Cielo. El Hijo de Dios, como un imán celeste, lo atraerá en adelante hacia sí. Cuando sea levantado de la tierra, cuando sea crucificado atraeré hacia mí todas las cosas.

No piensa más en sus tormentos, en aquella muerte terrible; no ve sino la ruina de nuestro enemigo, nuestra salvación, nuestra glorificación por su Cruz.

+++

Tenemos, pues, en estas palabras todo el Corazón de Nuestro Redentor; si las meditamos, bastan ellas solas para disponer nuestras almas a gustar los misterios de los que está llena la Semana Santa.

Tenemos trabajo por delante…