ALEGRÍA DE MORIR: UN CARMELITA DESCALZO – CAP. XXXI – ALEGRE ANSIA DEL ALMA POR IR A VER A DIOS

ALEGRÍA DE MORIR

UN CARMELITA DESCALZO

manos rezandoCAPITULO XXXI

ALEGRE ANSIA DEL ALMA

POR IR A VER A DIOS

Las almas no pueden encontrar su descanso hasta haber entrado en la posesión de Dios en el Cielo, como no puede estar una enorme piedra suspendida en la atmósfera sin sentir la atracción hacia la tierra.

Si el alma naturalmente no puede tener la paz total sin llegar a la posesión de Dios en el Cielo, el alma de vida espiritual siente una atracción irresistible hacia su centro, que es Dios. Ni puede querer otra cosa y esto lo estima como gracia especialísima y, en verdad, es superior a otras gracias y principio de todas.

Yo sé, y tengo certeza por la fe, que mientras estoy en la tierra vivo en el Señor; que Dios está en mí, infinito, perfecto, personal; que está en lo íntimo mío y en la esencia de mi alma, simplismo e inmenso, y que está por esencia, presencia y potencia dándome el ser y cuanto tengo; que yo no conozco la esencia de mi alma ni de mi ser, pero Dios me la ha creado y está en ella conociéndome y continuamente mirándome; que estoy envuelto y sumergido en la inmensidad y en la omnipotencia y luz de Dios; que si estoy en gracia, Dios me ama con especialísimo amor, como yo no sé ni puedo amarle a Él, aunque le ofreciera mil vidas si las tuviera; pero la impotencia de mi cuerpo no me deja ver a Dios, ni vislumbrar la hermosura del Cielo, y me detiene en las tinieblas de este destierro; por esto os suplico, Dios mío, por el amor que me tenéis, descorráis este velo del cuerpo en que vivo, me iluminéis con la luz de la gloria y os manifestéis a mi alma; vea yo, Señor, aunque indigno, vea yo ya la luz de vuestra esencia. Ciérrense mis ojos para que os vea mi alma.

Deseen otros no salir de este mundo. Mi alma dice con la Imitación de Cristo: «¿y cómo se puede amar una vida llena de tantas amarguras, sujeta a tantas calamidades y miserias? ¿Y cómo se puede llamar vida la que engendra tantas calamidades y pestes? Con todo esto se ama y muchos la quieren para deleitarse en ella» (a).

Mi alma os suplica vivamente, Señor, que abráis ya, con una santa muerte, la puerta por donde ha de venirme vuestra luz y por la que he de entrar a la visión de vuestra gloria, y viéndoos a Vos, tomaré posesión de los tesoros infinitos vuestros, que son vuestras perfecciones y misericordias.

Diciendo Misa el Carmelita sevillano Padre Juan de Jesús María, miraba fervorosamente y lleno de fe la Sagrada Forma durante el Memento de Difuntos, y oye que Jesús le dice, escondido en el Sacramento que tiene ante sus ojos: ¿Quieres que corra los velos?, y el Padre contestó con humildad y agradecimiento, lleno de ansias de verle y poseerle totalmente en la gloria: «No, Señor, si no es para siempre» (2).

Es propio del alma enamorada desear, como San Pablo, verse libre del cuerpo y estar para siempre en la celestial Jerusalén.

Sabía bien este religioso, y así lo había experimentado y escrito, que «no hay cosa de mayor deleite que estarse a solas en un rinconcito con Dios. Pero en esto, añadía, no hago nada; porque sobrepujan los deleites y gustos que allí siento a cuantos el mundo y la carne y todas las criaturas de la tierra pueden dar».

Sólo podía saciar su deseo y sus anhelos viendo a Dios en la gloria y eso suplicó humildemente.

Quien vive en gracia de Dios, está envuelto en la segura y riente luz de la fe y de la esperanza, vive lleno de grandes deseos del mismo Dios y confía que irá a la felicidad eterna y quizás muy pronto. La confianza será tan firme como sea fuerte su amor.

El espiritual encuentra su solaz en considerarse bajo la mirada de Dios, pero amorosa y continuamente atento a Dios y disfrutando de su compañía.

Como el cazador espera sin moverse la salida de la codiciada pieza, así espera él la hora en que el Señor llegue para llevarle consigo a la clara visión, recordándole, mientras espera, que le ha prometido venir pronto a buscarle, saltando su corazón de gozo cuando percibe algunos indicios de la llegada.

Ni parece se pueda uno figurar la emoción tan henchida de gozo y el dulce sobresalto, al sentir el rumor de los pasos del Amado: He aquí que llega el Esposo, y con voz suavísima dice: Mira que vengo en seguida. Fuera de sí el alma por el gozo, contesta humildísima: Venid, Señor, que estoy esperando (3).

No cabe ya más alegría en mí que oír vuestra voz; hasta que lleguéis, estoy haciendo mi obra, que es la vuestra: estoy amándoos.

Y como la obra de Dios es amar, hace su obra en el alma amándola en la oración. En un divino silencio de palabras, está Dios maravillosamente escondido en el centro del alma, enseñándola en oscuridad de fe y vistiéndola de claridad de gloria, haciendo de ella un verdadero Cielo; mientras el alma, también en silencio, recibe tantas maravillas y riquezas, mira a su Dios y le ofrece su vida.

De este modo lo vivía la Hermana Teresa de San Juan de la Cruz días antes de llegar su partida, en el convento de Carmelitas Descalzas de Sevilla. Al sentir una especial fragancia dijo: «Estos son los olores de mi Esposo, que viene a llevarme. ¡Qué Pascuas tan felices voy a tener!» Y al notificarle que era su última hora, exclamó: «Pero ¿es posible, Dios mío? ¿Es verdad que me voy a morir? ¿De dónde este favor? ¡Qué beneficio tan grande!» (4).

No es raro este caso de muerte tan jubilosa.

¿Quién no se llena de apacible consuelo cuando Santa Teresa del Niño Jesús le recordaba al Señor con palabras de la Sagrada Escritura que viniera pronto a robarla? y la Sierva de Dios Isabel de la Trinidad, al oír las campanas tocando a gloria, sentía se la dilataba el corazón y creía morir de alegría oyendo su llamada.

Recordemos las palabras de Santa Teresa de Jesús, porque son palabras que han hecho suyas muchas almas: «¿Hasta cuándo esperaré ver vuestra presencia? ¿Qué remedio dais a quien tan poco tiene en la tierra para tener algún descanso fuera de Vos? ¡Oh vida larga! ¡Oh vida penosa! ¡Oh vida que no se vive! ¡Oh qué sola soledad!, ¡qué sin remedio! ¿Cuándo, Señor, cuándo? ¿Hasta cuándo? ¿Qué haré, Bien mío, qué haré? ¿Por ventura desearé no desearos?… Alma tan encarcelada desea su libertad… Quered, gloria mía, que crezca su pena o remediadla del todo. ¡Muerte, muerte! ¡No sé quién te teme, pues está en ti la vida! ¿Mas quién no temerá habiendo gastado parte de ella en no amar a su Dios?» (5).

Y San Juan de la Cruz, remontándose hasta la esfera de la luz divina en vuelo de fe, decía en explosión de incontenible amor: «Señor, Dios mío y única esperanza mía: Acaba ya si quieres, rompe la tela de este dulce encuentro.»

«Sintiéndose… el alma a la sazón… tan al canto de salir a poseer acabada y perfectamente su reino, en las abundancias de que se ve estar enriquecida… y como no falta nada más que romper esta flaca tela de vida natural, en que se siente enredada, presa e impedida su libertad, con deseo de verse desatada y verse con Cristo, haciéndole lástima que una vida tan baja y flaca la impida otra tan alta y fuerte, pide que se rompa diciendo: «Rompe ya la tela de este dulce encuentro» (6).

Se dirá que ésta es la muerte de los Santos, y es verdad. Sirven de modelo, porque aspiraron a Dios con todo su corazón y le amaron con fidelidad muy delicada.

La muerte de los pecadores y de los tibios no se describe aquí, porque ellos ni quieren vivir amando a Dios ni, por esto mismo, piensan en la muerte ni entienden que pueda ser hermosa y vestida de luz. Es verdad clarísima que quien desecha a Dios y se abraza con su amor propio y el pecado, no quiere nada con el Señor ni desea su venida.

Pero tú y yo, sí, ciertamente deseamos que nos lleve el Señor a su gloria, y nos complacemos en pensar cuán amables serán los momentos de la muerte y cuán llenos de hermosura, pues viene el Esposo a llevarnos con Él, y nos gusta recordar cómo las almas santas, con su recogimiento y esfuerzo, llegaron al abrazo del amor, y llamaban a la muerte para que las llevase a vivir con Dios transformadas y gloriosas.

San Francisco de Asís pasaba noches enteras repitiendo el Dios mío y todas las cosas. Todo lo veía en el Criador y abrazaba la belleza de todas las criaturas en el abrazo de Dios.

San Francisco de Paula se quedará largos ratos suspendido y atento a Dios, repitiendo y gustando la palabra amor, divina caridad, mientras sus ojos están fijos en el Cielo, que le atrae y hace gozar de la otra luz.

Santa Catalina de Sena no se cansaba de repetir su palabra favorita de Verdad, Eterna Verdad, y en ella lo verá y lo encontrará todo.

Será su mensajera y llorará porque aún no entra a poseerla en su misma fuente.

Y remontando su corazón sobre los hombres y sobre la naturaleza, gustará Santa María Magdalena de Pazzis de pronunciar una y otra vez: ¡Oh Verbo! ¡Oh Sabiduría Eterna! ¡Oh Amor!, y con asombro y pena decía: No es amado el Amor, para entregarse ella por todos los hombres a amar y ofrecerse a su Dios.

Y San Andrés Apóstol entonará el himno triunfal y vibrante a la vista de la cruz en que va a ser suspendido y entregar su vida a Dios, porque de los brazos de la cruz saltará victorioso y glorificado a gozar eternamente del Señor a quien amaba y por quien daba su vida.

Y San Juan de la Cruz se dirigirá suplicante al Verbo, preguntándole: ¿A dónde te escondiste, Amado?, para contestarse y consolarse a sí mismo, diciendo: «Pues estás escondido en el seno del Padre, que es la esencia divina, muéstrame esa esencia; y como no puede ser viviendo en la tierra, llévame contigo al cielo.»

Es ésta el ansia en todos los enamorados del divino amor.

No es de extrañar que encontremos con relativa frecuencia maravillas en la muerte de los Santos, y que aún externamente cuantos les acompañan vean una suavidad y una luz de Cielo que sobrenaturaliza el ambiente y que se trasparenta en el rostro ya casi sin vida, pero sereno.

Esta apacible alegría llena de paz sobrecoge a todos los que rodean al moribundo y es la aurora dichosa del Sol divino, que empieza a proyectar la vida eterna y las armonías que no conoce el mundo, pero que día y noche había presentido el que muere mirando a Dios en el centro del alma.

Las oyó Santa Catalina de Sena, cuando llegó a las puertas del Cielo, como las oyeron aún externamente todos los que presenciaron la muerte de Santa Isabel de Hungría.

(1) La Imitación de Cristo, lib. II, cap. XX.

(2) Año Cristiano Carmelitano, por el Padre Dámaso de la Presentación, C. D., tomo I, día 10 de abril.

(3) Apocalipsis, 22, 20.

(4) Año Cristiano Carmelitano, por el Padre Dámaso de la Presentación, C. D., tomo III, día 29 de diciembre

(5) Santa Teresa de Jesús, Exclamaciones VI.

(6) San Juan de la Cruz, Llama de amor viva. c. I.