P. CERIANI: SERMÓN DEL CUARTO DOMINGO DE CUARESMA

CUARTO DOMINGO DE CUARESMA

La Santa Iglesia, por medio de su Liturgia, nos introduce, paso a paso, en el gran misterio de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo.

De este modo, en este Cuarto Domingo de Cuaresma, Domingo Lætare, presenta a nuestra consideración la primera multiplicación de los panes, cuyo relato está tomado del capítulo sexto del Evangelio según San Juan, y al cual sigue la Promesa de la Institución de la Santa Misa y de la Sagrada Eucaristía, que perpetúan el Santo Sacrificio de la Cruz.

Este Domingo Lætare constituye como el Introito de la Pasión y parece resonar en él el eco de las palabras del Salmo: Introibo ad altare Dei, ad Deum qui lætificat juventutem meam

San Juan nos dice que estaba cerca la Pascua, día de gran fiesta para los judíos; por este y otros datos, sabemos que Jesús no fue a Jerusalén ese año. ¿Y por qué no subió en el día de esa gran fiesta? Porque derogaba, poco a poco, la Ley Antigua, tomando ocasión para ello de la malicia de los judíos; y dejando adivinar a los que la observaban que, cuando llegaba la realidad, debía cesar toda figura.

Exactamente un año más tarde, Jesucristo sufrirá la Pasión en la misma festividad, después de haber instituido la Sagrada Eucaristía, Sacrificio y Sacramento de nuestros Altares.

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Entretanto, cuando las multitudes vieron el milagro que había hecho el Señor, se admiraban, porque todavía no habían comprendido que Jesús era Dios. Aquellos hombres, como eran carnales y todo lo entendían en sentido material, decían: Este es verdaderamente el profeta que ha de venir al mundo.

Al día siguiente, la gente buscaba a Nuestro Señor, y le dijeron: «Maestro, ¿cuándo llegaste acá?» Esta búsqueda y pregunta, permitió a Jesús pronunciar el Discurso más sublime y profundo de cuantos nos legara… el del Pan de Vida, que alegra nuestra juventud… Meditemos este hermoso texto.

Así, pues, les respondió, y dijo: En verdad, en verdad os digo: Que me buscáis, no por las señales que visteis, mas porque comisteis del pan y os saciasteis. Trabajad, no por la comida que perece, sino por la que permanece para vida eterna, la que os dará el Hijo del hombre.

El alimento temporal únicamente robustece la parte material del hombre exterior; mas el alimento espiritual subsiste siempre y produce la saciedad perpetua y la inmortalidad.

Discretamente insinúa que Él mismo es este alimento espiritual, como si dijera: me buscáis por otra cosa; buscadme por Mí mismo…

Jesús, Nuestro Señor, habla de sí de tal modo que se hacía superior a Moisés, porque Moisés nunca se había atrevido a decir que daría una comida que no concluiría jamás.

Sabía aquella gente todo lo que había hecho Moisés y querían ver cosas mayores. De modo que casi puede entenderse que decían al Señor: tú ofreces un alimento que nunca se acaba y, sin embargo, nada haces de lo que hizo Moisés; porque aquél no nos dio panes de cebada, sino maná bajado del Cielo…

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Llegó entones el momento de intentar atraerlos al alimento espiritual. Por esto les dice: En verdad, en verdad os digo, que no os dio Moisés Pan del Cielo. Mas mi Padre os da el Pan verdaderamente del Cielo. Porque el Pan de Dios es aquél que descendió del Cielo, y da vida al mundo

El maná sólo era figura y no realidad. En lugar de Moisés pone a Dios Padre, y en vez de maná se ofrece a sí mismo…: Aquel maná representaba la comida de que os he hablado antes, y todas aquellas cosas eran figuras mías…

Ellos le dijeron: Señor, danos siempre este Pan.

Y Jesús les replicó: Yo soy el Pan de la vida; el que viene a mí no tendrá hambre; y el que en mí cree, nunca jamás tendrá sed.

El Señor los inicia en el conocimiento de los misterios. En primer término, habla de su divinidad. Es un Pan, no de la vida ordinaria, sino de aquélla que no concluye con la muerte.

Los judíos se disgustaron. Mas Jesús les respondió: No murmuréis entre vosotros. Como si dijese: sé por qué no sentís esta hambre y por qué no comprendéis ni buscáis este Pan… Y agregó: Nadie puede venir a mí, si no lo atrajere el Padre que me envióEn verdad, en verdad os digo: que aquél que cree en mí tiene vida eternaYo soy el Pan de la vida. Vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron. Este es el Pan que desciende del Cielo, para que el que comiere de Él no muera. Yo soy el Pan vivo, que descendí del Cielo. Si alguno comiere de este Pan, vivirá eternamente. Y el Pan que yo os daré es mi Carne por la vida del mundo.

Se llama a sí mismo Pan de la vida, porque encierra en sí toda nuestra vida, tanto la presente como la venidera.

Pero como consideraban que el pan que Jesucristo les había dado era de poco mérito en comparación del que habían recibido sus padres, añadió: Este es el Pan que desciende del Cielo… El maná prefiguró a este Pan… y también el Altar del Señor.

Jesús garantiza: Mi vida es la que vivifica. Por esto dice: Si alguno comiere de este Pan, vivirá, no sólo en la vida presente por medio de la fe y de la santidad, sino que vivirá eternamente.

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A continuación, explica el Señor por qué se llama a sí mismo Pan, no sólo en lo que toca a la divinidad, que todo lo nutre, sino también en cuanto a la naturaleza humana, que asumió el Verbo de Dios: El Pan que yo daré es mi Carne por la vida del mundo.

El Señor concedió este Pan cuando instituyó el Sacramento de su Cuerpo y su Sangre; y lo dio a sus discípulos y cuando se ofreció a Dios Padre en el Ara de la Cruz.

Lo que recibimos en el Santísimo Sacramento no es la figura del Cuerpo de Jesucristo, sino el mismo verdadero Cuerpo de Jesucristo.

Tan claro fue el Señor, que comenzaron entonces los judíos a altercar unos con otros, y decían: ¿Cómo nos puede dar éste a comer su carne?

Mas Jesús les dijo: En verdad, en verdad os digo: que, si no comiereis la Carne del Hijo del hombre, y bebiereis su Sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi Carne y bebe mi Sangre, tiene vida eterna; y yo le resucitaré en el último día.

Para manifestar cuánta diferencia hay entre la comida y bebida material y el Santísimo Sacramento de su Cuerpo y su Sangre, añadió: Porque mi Carne verdaderamente es comida, y mi Sangre verdaderamente es bebida.

Y después manifiesta en qué consiste comer su Cuerpo y beber su Sangre, diciendo: El que come mi Carne y bebe mi Sangre, en mí mora, y Yo en él.

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Los que oían consideraban que el Salvador se refería a cosas que excedían sus posibilidades y dijeron: Duro es este razonamiento. ¿Y quién lo puede oír?

Y Jesús, sabiendo en sí mismo que murmuraban sus discípulos de esto, les dijo: ¿Esto os escandaliza? ¿Pues qué, si viereis al Hijo del hombre subir a donde estaba antes?…

Nuestro Señor, habiendo nacido de la Santísima Virgen María, empezó a existir aquí en el mundo cuando tomó carne de la tierra. Por lo tanto, cuando dice: Si viereis al Hijo del hombre subir a donde estaba antes, quiere que comprendamos que hay una sola Persona en Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, y no dos; y que lo mismo estaba el Hijo del hombre en el Cielo, que el Hijo de Dios estaba en la tierra. El Hijo de Dios en la tierra, en la Carne que había tomado; el Hijo del hombre en el Cielo, en la unidad de Persona.

Mas no se crea por esto que el Cuerpo de Jesucristo bajó del Cielo (como dijeron los herejes Marción y Apolinar), sino que es uno y el mismo el Hijo de Dios y el Hijo del hombre en la Perona del Verbo.

Luego agrega: El espíritu es el que da vida; la carne nada aprovecha, y así enseña que es necesario oír con el espíritu las cosas de Dios, porque quien las entiende de una manera carnal, nada aprovecha. Hay que ver todos los misterios con los ojos del espíritu, entenderlos en sentido espiritual.

Y era carnal el dudar acerca de cómo podría darnos a comer su Carne…

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Desde entonces, incluso muchos de sus discípulos volvieron atrás y no andaban ya con Él. Habló claro Nuestro Señor, y se quedó sin muchos. Pero no por esto se turbó. Es más, interpeló a los doce: ¿Y vosotros queréis también iros?

Y Simón Pedro le respondió: Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Y nosotros hemos creído y conocido que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios

Ahora bien, todavía hoy en día algunos se preguntan ¿cómo puede ser esto de la Eucaristía? Dura se les manifiesta esta realidad.

Como se trata de un misterio no podemos contestar satisfactoriamente. Nos basta responder como San Pedro: Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Y nosotros hemos creído y conocido que Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios

Pero, además, está uno tan habituado a ver y creer cosas muy verdaderas, y que, no obstante, nadie puede comprender, ni menos explicar cómo sean… Y me refiero a cosas naturales, que vemos con nuestros ojos y palpamos con nuestras manos todos los días, sin que hasta hoy haya habido quién sepa decir el cómo de ellas.

¡El cómo! ¿Es poco pedirles a las cosas el cómo? Mucho es que la ciencia logre decirnos algo de lo que ellas son. Pero explicar cómo son… Aún están por nacer los sabios, y aun están por organizarse las academias que sepan tanto…

Ni en física, ni en química, ni en geología, ni en mineralogía, ni en medicina, ni en otro cualquier ramo de las ciencias de observación se ha logrado por los más eminentes ingenios adivinar el cómo de la mayor parte de los fenómenos.

Lo que pasa se ve casi siempre, cómo pasa se conjetura alguna vez…, y se yerra ciento de veces…, porque se ignora casi siempre…

Presunción infantil de los que ignorándolo casi todo en lo que atañe al cómo de las cosas humanas, se alborotan y sueltan necias blasfemias, porque no se les explica, a la medida de sus cortas entenderás, el cómo de las cosas de Dios…

Se pregunta con irreverente curiosidad el cómo del Augusto y Sacrosanto Misterio de nuestros Altares…

¡Sea para siempre alabada y adorada tal maravilla de amor!; ante la cual sólo le toca al débil mortal inclinar sumisa la frente acatando la omnipotencia divina, y rendir fervoroso el corazón, agradeciendo rasgo tan inefable de bondad y misericordia infinitas.

¡Sea por siempre bendito y alabado el Santísimo Sacramento del Altar!

¡Sea por siempre bendito y alabado Jesús Sacramentado!

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¿Y esto es todo? Pero, ¿qué? ¿ha creído acaso el incrédulo que íbamos a huir el cuerpo a la discusión y que pretendíamos con simples actos de fe esquivar sus insolentes preguntas?

No permita Dios que demos jamás a nuestros pobres enemigos ocasión de cantar tan fáciles victorias. Vamos, pues, derecho al grano de la cuestión.

Enseña la Fe Católica, acorde con las Santas Escrituras y la Tradición perpetua de todos los siglos cristianos, que Cristo Nuestro Señor instituyó en la última Cena, horas antes de morir, el Sacrificio y el Sacramento de la Sagrada Eucaristía, en el cual, por virtud y eficacia de las palabras de la Consagración, el pan sobre el cual se pronuncian se convierte o transustancia en el Cuerpo verdadero de Cristo, y el vino se convierte o transustancia en su Sangre Preciosísima.

El pan consagrado no es ya pan, ni el vino consagrado es ya vino; conservan de eso nada más que las apariencias accidentales de color, olor y sabor, pero no la sustancia esencial; bajo las especies de pan y vino están el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, junto con su Alma y Divinidad.

Este cambio se llama en la doctrina católica transustanciación.

He aquí el qué de la cosa.

Me lo asegura Cristo en persona en repetidos lugares de las Santas Escrituras; me lo manda creer la Iglesia, instituida Maestra mía por el mismo Dios.

Razones suficientes para que yo crea con todo mi entendimiento y voluntad, aunque no lo vea con mis ojos materiales. Que incluso en lo puramente humano no siempre necesito ver las cosas para creer que existen. Muchas más son las que creo sin haberlas visto jamás ni tener probabilidad de verlas en mi vida. Conste que son muchísimas las cosas que, sin verlas ni poderlas ver, las creemos, porque nos dan fe de ellas personas fidedignas.

Pues bien. Como para nosotros es persona muy fidedigna la del Hijo de Dios, que ni puede equivocarse Él, ni a nosotros puede engañarnos, obramos muy cuerdamente y muy razonablemente y muy filosóficamente creyendo el misterio de la Santa Eucaristía, porque nos lo tiene dicho Él.

Sólo nos toca ahora averiguar, si realmente Él nos lo ha dicho.

Pero esta es puramente cuestión de crítica histórica, que podemos resolver con sólo abrir las Escrituras, o más breve aún, mirando si existe esta creencia en el depósito de creencias que la Iglesia tiene por inviolable y constante tradición recibidas de su Fundador.

Procedimiento rigurosamente filosófico y científico contra el que no puede oponerse la lógica más sutil y perfilada.

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Y siguen objetando: Admitamos que así sea. Pero ¿cómo puede ser?

Del modo que sabe y puede Dios. De un modo que no sabemos, ni podemos saber, si Él no lo explica. Y hasta la fecha, no ha querido explicarlos.

Y andan muy errados lo que presumen que la Revelación la ha dado Dios al mundo para satisfacer con ella vanos antojos y curiosidades de niño mal criado. Del seno de su Padre trajo Jesucristo a los hombres las verdades que estimó conveniente enseñarles para su dirección y salvación, y ningunas más. Creyentes nos quiere, y no temerarios escudriñadores. Dictó como Maestro lo que bien le pareció de sus tesoros de sabiduría sin límites; no pretendió sujetarse como discípulo a nuestros insolentes interrogatorios.

Eso hay, ni más ni menos. Sólo conformándose a eso se es católico de verdad.

Pero, tampoco es tan absolutamente cerrado el horizonte de la fe que no lo alumbren por todos lados mil rayos de luz, a favor de la cual, si no se logra ver claro y radiante el cómo de la cuestión, que eso lo veremos en el Cielo, se entrevé a lo menos algo de su posibilidad, lo bastante para que se le pueda contestar al incrédulo que nos interroga acerca de nuestra fe.

Sí, las maravillas de la Eucaristía son posibles, porque hay otras que experimentamos a todas horas. En efecto, las plantas asimilan los minerales; los animales asimilan los vegetales y las carnes de otros animales. Y en nosotros, el pan y el vino se convierten en sustancia nuestra, por el misterio de la digestión y de la asimilación…

De qué modo se hace esto, no lo sabemos; lo cual no impide que todos lo creamos perfectamente. ¡Oh portento y maravilla! ¿Qué importa que en nosotros se haga por medios naturales y en Jesucristo por un medio sobrenatural? Lo natural y lo sobrenatural no se distinguen muchas veces, por lo que a nosotros toca, más que en sernos lo primero más usual y acostumbrado, y lo segundo más novedoso y extraordinario.

Si lo milagroso aconteciese cada día, dejaría de serlo, en la común estimación de los hombres. Si lo natural aconteciese sólo raras veces y de un modo desacostumbrado, a esto llamaríamos milagroso.

Lo natural no es más fácil con relación al poder divino que lo sobrenatural; ni lo sobrenatural es más dificultoso que lo natural. Ante la acción de Dios todas las cosas tienen igual grado de factibilidad; las nociones al parecer contradictorias de hecho común y de hecho milagroso, sólo son tales en relación con la suma cortedad de nuestros alcances.

Igual poder divino se necesita para hacer que funcione nuestro estómago y tenga eficacia para asimilar el pan y vino que comemos, que para hacer que tengan eficacia las palabras de la Consagración en boca de un sacerdote para transustanciarlos en Cuerpo y Sangre del Salvador.

El hecho es análogo, por más que el procedimiento sea distinto. Lo que vemos con los ojos nos es garantía, pues, de la posibilidad de lo que con ellos no podemos ver.

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Creamos, pues; y no sólo creamos, sino también reverenciemos y adoremos. Humillemos nuestra frente y rindamos nuestro corazón ante la Hostia y el Cáliz consagrados, bajo cuyos accidentes de pan y vino ha querido el Redentor, para consuelo tuyo, comunicarnos enteros su Cuerpo y Sangre, Alma y Divinidad.

Misterio de fe llama la Iglesia a este Sacramento (misterium fidei)… La razón nos dice que es posible; la fe nos enseña que es verdadero.

¿Por qué, pues, habríamos de negar lo que la fe nos enseña, sólo por la necia razón de no comprenderlo, cuando tantas cosas están pasando todos los días que jamás nos será dado comprender?

Misterio de fe, sí, pero también misterio de amor y de sumo consuelo…

¡Amemos y adoremos, y conoceremos entonces cuán fácil, y cuán suave, y cuán deleitoso es creer!

Empecemos por hincar la rodilla y por hundir la frente, y veremos cómo y con qué inefables claridades se nos hace patente al través de la humildad este misterio del amor de Dios.

¡Sea por siempre y por todos los hombres bendito y alabado el Santísimo Sacramento del altar!

¡Bendito seáis, Señor, por esta inefable maravilla de vuestro amor!

Vos lo dijisteis y verdad es, Vos lo enseñasteis y no andamos engañados:

Tomad y comed, esto es mi Cuerpo; tomad y bebed, este es el Cáliz de mi Sangre.

El que come mi Carne y bebe mi Sangre permanece en Mí y Yo en él.

Estas son palabras de los Libros Santos. Así hablan de este misterio en diferentes lugares. Ningún otro ha sido revelado en las Sagradas Escrituras con mayor claridad.

Sean ellas las que pongan como el sello último a nuestra fidelidad a este augusto Sacramento.

Dentro de 18 días, Jueves Santo, hemos de conmemorar la Institución del Santísimo Sacramento. Tengamos en cuenta este hermoso Discurso Eucarístico de Nuestro Señor, y dispongámonos a recibirlo en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad para la salvación eterna de nuestra alma.