TERCER DOMINGO DE CUARESMA
En aquel tiempo: estaba Jesús echando un demonio, el cual era mudo. Cuando hubo salido el demonio, el mudo habló. Y las muchedumbres estaban maravilladas. Pero algunos de entre ellos dijeron: “Por Beelzebul, príncipe de los demonios, expulsa los demonios.” Otros, para ponerlo a prueba, requerían de Él una señal desde el cielo. Mas Él, habiendo conocido sus pensamientos, les dijo: “Todo reino dividido contra sí mismo es arruinado, y las casas caen una sobre otra. Si, pues, Satanás se divide contra él mismo, ¿cómo se sostendrá su reino? Puesto que decís vosotros que por Beelzebul echo Yo los demonios. Ahora bien, si Yo echo los demonios por virtud de Beelzebul, ¿vuestros hijos por virtud de quién los arrojan? Ellos mismos serán, pues, vuestros jueces. Mas si por el dedo de Dios echo Yo los demonios, es que ya llegó a vosotros el reino de Dios. Cuando el hombre fuerte y bien armado guarda su casa, sus bienes están seguros. Pero si sobreviniendo uno más fuerte que él lo vence, le quita todas sus armas en que confiaba y reparte sus despojos. Quien no está conmigo, está contra Mí; y quien no acumula conmigo, desparrama. Cuando el espíritu inmundo sale de un hombre, recorre los lugares áridos, buscando donde posarse, y, no hallándolo, dice: “Me volveré a la casa mía, de donde salí.” A su llegada, la encuentra barrida y adornada. Entonces se va a tomar consigo otros siete espíritus aun más malos que él mismo; entrados, se arraigan allí, y el fin de aquel hombre viene a ser peor que el principio.” Cuando Él hablaba así, una mujer levantando la voz de entre la multitud, dijo: “¡Feliz el seno que te llevó y los pechos que Tú mamaste!” y Él contesto: “¡Felices más bien los que escuchan la palabra de Dios y la conservan!”
El miércoles pasado, Fiesta de San José, propusimos dos sermones, uno para ese día y otro para hoy, este Tercer Domingo de Cuaresma.
Como ya lo dije, el material lo extraigo del Devoto Mes a San José, compuesto por el Padre Félix Sardá y Salvany y publicado en 1884.
Ya hemos considerado al Buen San José como honor y gloria del matrimonio cristiano, de la virginidad cristiana, de la paternidad cristiana, del magisterio cristiano, del trabajo cristiano y de la pobreza cristiana.
Hoy lo presentamos como, primero como ejemplar de paciencia, de firme confianza en Dios, de paz interior; y luego como consuelo de necesitados, de tentados, de enfermos, de moribundos y de las Almas del Purgatorio.
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San José, ejemplar de paciencia
Lucha y contradicción es la vida para todo hombre, pero lo es de un modo particular para el fiel servidor de Dios. El buen cristiano, además de las aflicciones naturales y comunes a todos los hijos de Adán, sufre sobre sí al recio embate de los enemigos de su fe; de los que no saben ni pueden perdonarle el ser, con su vida cristiana, muda reprensión de la suya carnal y diabólica.
Además, no son pequeña causa de pena y malestar las tristezas que le causa al corazón sanamente católico ver en todo el mundo perseguida la causa de Dios, blasfemado insolentemente su Santo Nombre, encadenada su Iglesia por tiránicas potestades, civiles y eclesiásticas, víctima de toda clase de corrupciones la incauta masa popular.
¡Cuántos de esos ocultos dolores no desgarran el alma del buen cristiano en los críticos tiempos que atraviesa el mundo de hoy? He aquí por qué es otra de las indispensables virtudes la perfecta paciencia.
De ella fue insigne ejemplar nuestro pacientísimo José.
Fuerte ante la persecución como solidísima peña de granito; pero blando como cordero y resignado a la divina voluntad para no perder la calma en medio de los más desatados furores.
Sednos abogado, oh Glorioso San José, para alcanzar para nuestras almas esta virtud de la paciencia, hoy más que nunca de suma necesidad.
Atormentan y afligen: el mundo con el continuo espectáculo de su escándalo y desmoralización; la insolencia de la impiedad con el predominio que ha logrado alcanzar para humillar a la Iglesia Santa; el extravío de tantos hijos seducidos por la moderna herejía.
Desconsuela ver en todas partes feroces Herodes aborreciendo por falsa política al divino Rey, y con brutal atropello arrojándolo de las sociedades como usurpador e intruso…, ¡ellos los viles intrusos y usurpadores!…
¡Glorioso San José! ¡Alcanzadnos paciencia en tan recia contradicción! ¡Alcanzadla a todos los que, como Vos, sufren, luchan y mueren por Cristo, Nuestro Rey y Señor!
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San José, ejemplar de firme confianza en Dios
Base de la paciencia cristiana es la filial y firmísima confianza en Dios.
Dios es Dios, y su palabra es palabra de Dios, y su promesa es promesa de Dios, la fuerza con que acoge a sus siervos afligidos es la fuerza de todo un Dios.
Sobre estos fundamentos inconmovibles ha de asentar el fiel cristiano el edificio de su más firme confianza.
Si el saber que la tribulación es dispuesta o simplemente permitida por Dios nuestro Señor, es motivo suficiente para que la suframos pacientes y resignados; el saber que esa tribulación o lucha lleva consigo la promesa infalible de una asistencia divina ahora, y de un divino galardón después, ha de sernos motivo suficiente para sobrellevarla seguros y confiados.
Y ambas promesas son infalible verdad, así la que asegura para hoy el auxilio, como la que asegura para mañana el premio.
Miremos a nuestro Buen San José, y aprendamos en él esta virtud de la más serena e inconmovible confianza.
Todo parecía faltarle en este mundo; pero nunca dudó, porque sabía que nunca había de faltarle Dios.
En la escasez, en la persecución, en el destierro, levantaba al Cielo tranquilos y siempre esperanzados el corazón y los ojos, sabiendo que allí estaba su fortaleza, y allí se le guardaba inmortal recompensa.
No confió en tesoros que engañan; ni en poderosos que mienten falaz protección; ni en recursos de humana sabiduría que tantas veces tornan en humo las mejor cimentadas esperanzas… En Dios puso su corazón, y Dios acredita siempre y los que los que en Él esperan no serán confundidos.
¡Benditísimo Patriarca! Vacilantes y desalentados nos tiene muy a menudo la flaqueza de nuestra fe. Robusteced en nosotros esta virtud divina, para que, vigorosos con ella, vivamos firmes y tranquilos en la seguridad de la divina protección.
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San José, ejemplar de paz interior
La paz interior es don soberano de Dios, fruto de resignación y de la firme confianza en Él.
Don excelente y preciosísimo; anticipada fruición de la Bienandanza del Paraíso; galardón con que ya en este valle de lágrimas se complace a veces el Señor en premiar los servicios de las almas que le son fieles.
De esta paz celestial era vivo ejemplar el Corazón bondadosísimo del Patriarca San José.
Se la veía pintada en el rostro, retratada en su mirar, reflejada en la calma y sosiego de sus suaves palabras. Más aún, como sucede a todos los verdaderos poseedores de esta paz, la comunicaba a cuantos con Él familiarmente trataban.
No se la perturbaron las más difíciles situaciones de la vida; ni el arcano y oscuridad que rodeó en los primeros momentos el estado de su virginal Esposa; ni los apuros del precipitado viaje a Belén; ni la miseria y ruindad del establo; ni los terrores de la persecución; ni las penalidades del destierro.
Dios se complace en derramar, como brisa suavísima, la paz del Cielo sobre las almas que tiene acongojadas el continuo batallar de la vida.
Con mano blanda como de madre enjuga Él los sudores que se derraman en su servicio, y cambia en dulce descanso la perturbación y fatigosa alarma de los combates que se sostienen por su honor.
Dad, Señor, a nuestros agitados corazones esa preciosa paz que el mundo no puede dar, y que es la señal más visible de vuestros escogidos.
Pedídsela por nosotros al Divino Niño, Glorioso San José, que tan apacible la gozasteis en vida y tan serena la mostrasteis en los crepúsculos de vuestra última hora.
¡Glorioso San José! Rogad al Señor conceda a todos sus fieles servidores este celestial tesoro de la paz interior.
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Pasemos ahora al San José Consolador.
San José, consuelo de necesitados
Muchas dificultades rodean al hombre durante su peregrinación sobre la tierra; y para todas ha querido Dios tuviésemos eficaz consuelo en implorar la protección de sus Santos, pero muy especialmente de San José.
Duros son los padecimientos del pobre necesitado, a quien aquejan escaseces y privaciones.
Doloroso es contemplar en torno de sí, atormentados, seres queridos a quienes se quisiera siempre ver rodeados de apacible bienestar y de medianas comodidades.
Cuando falta el trabajo con qué ganar el pan; cuando se presenta la enfermedad en el hogar; cuando por azarosas circunstancias se ven disminuir los recursos, sin divisarse medio humano para conjurar los horrores de la penuria, entonces es lamentable la condición del pobre; grande y heroica virtud necesita éste para no sucumbir a la tentación del odio o de la desesperación.
Compadezcamos también a aquel padre de familias, a aquella madre desvalida, a aquella joven abandonada. Compadezcámoslos, porque el demonio puede aprovechar la noche de su tristeza para tender toda clase de lazos a su salvación.
Socorrámoslos con limosnas, consolémoslos con cariño, abrámosles horizontes por donde puedan vislumbrar un rayo de esperanza; pero, sobre todo, encomendémoslos y hagamos que se encomienden a San José.
San José, más que nadie, es consuelo y protección de los pobres indigentes. Lo fue Él, y debe de sentir por esa clase a que perteneció, especial simpatía. Comió el pan amasado con duro trabajo, recibido tal vez de limosna en el destierro, mojado quizá con lágrimas que surcaban su rostro venerable.
Se le vio pidiendo de puerta en puerta un asilo en Belén, y le fue negado; se le vio dirigirse a un establo de bestias, y tan sólo allí encontró hospitalidad.
Pobres, ¡amad a San José! Pobres, ¡sed devotos de San José! Pobres, ¡consolaos pensando en San José! Pobres, ¡invocadle en vuestras necesidades! Y veréis cómo, por un lado u otro, os auxilia la mano bondadosa del Buen San José.
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San José, consuelo de tentados
Debe reputarse como uno de los más crueles géneros de persecución, la del espíritu maligno y la de los propios desordenados apetitos, lo cual se llama en el idioma cristiano tentación.
También a los tentados llama dichosos el oráculo divino, como a los pobres y a los perseguidos, pues dice: Bienaventurado el hombre que padece tentación, porque habiendo sido probado, recibirá la corona de la vida que prometió el Señor a los que le temen.
San José pasó, como todos los buenos servidores de Dios, por la dura prueba de la tentación, lo cual no debe maravillarnos cuando el mismo Hijo de Dios permitió ser tentado tres veces en el desierto por el diablo.
Tentado fue el gran Patriarca cuando, ignorando el misterio que acababa de realizar el Espíritu Santo en su virginal Esposa, sentía impulsos de abandonarla.
El Ángel del Señor se apareció entonces en sueños al justísimo Patriarca, y le reveló el arcano celestial, y desvaneció con una sola palabra las dudas del afligido y fidelísimo Esposo. Convirtió su pesar en regocijo, confirmándole en el cargo de ayo y padre legal del Hijo divino que traía en el seno su casta Esposa, y le reveló, en calidad de padre, qué nombre le había de imponer.
Así socorre Dios Nuestro Señor a sus fieles amigos sometidos por secreto designio suyo a la dura prueba de la tentación. Fiel es Dios, y no permitirá sea tentado ninguno de ellos más de lo que puedan sobrellevar sus fuerzas; antes, de la misma tentación les hará sacar provecho para mejor resistir y vencer.
¡Almas afligidas por interiores combates! ¡Corazones apesadumbrados por dudas e inquietudes! ¡No desmayéis en estas luchas, aunque son ciertamente las más congojosas y amargas a que puede verse sometido el valor de un alma cristiana!
El mismo Dios contempla vuestros rudos combates, y es Él quien invisiblemente os presta favor y gracia para que no seáis vencidos.
Hay más provecho y más mérito en una hora de tentación, que en años y años de sabrosos consuelos. Peleando gana sus grados el soldado, no en el ocio descansado del cuartel. Así quiere Dios que adelantemos en su santa milicia, y dar a nuestro espíritu temple y perfección que no nos darían las dulzuras de la paz.
¡Gran Patriarca San José! Velad desde el Cielo sobre las almas tentadas, para que, firmes en la fe de estas verdades, sostengan a pie firme y sin vacilar el duro fuego de la tentación.
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San José, consuelo de enfermos
El cuerpo corruptible apesadumbra al alma… De esta manera expresaba el Apóstol una de las aflicciones más comunes en esta vida y a la que es poco menos que imposible se sustraiga alguno de nosotros: la enfermedad.
Sí, la condición deleznable de nuestro frágil barro continuamente nos molesta por infinidad de achaques; y el espíritu, aprisionado en esta su incómoda cárcel, no puede menos de sentir sus inmundicias y corrupción.
Enfermaremos un día u otro, y gemiremos en el lecho del dolor, y conoceremos la mano del Señor que nos visita por medio del achaque y de la dolencia corporal.
Tendremos entonces necesidad de consuelo espiritual, cuando tan insuficiente es el humano… Y, ¿a quién podremos entonces dirigirnos con más segura confianza de hallarlo que al Benditísimo San José?
Su dulce imagen, colocada en nuestra habitación, la iluminará con los reflejos de su celestial paz; la bondadosa figura de aquel manso Anciano derramará sobre nuestras horas de tedio y melancolía tesoros de suavidad y resignación.
Se nota que todos los enfermos, incluso los poco piadosos, experimentan por el Santo Patriarca especial devoción, y que ninguno hay que no se sienta con ella maravillosamente consolado.
¡Glorioso Santo nuestro! Vos nos veréis un día en tan lamentable estado; y os invocamos para entonces, y Vos entonces no nos abandonaréis.
A la cabecera de nuestro lecho, en las enojosas noches de insomnio, en los crudos días de aflicción y desconsuelo, cuando todo se enturbie y ennegrezca ante nuestra imaginación abatida por el dolor, brillaréis Vos como lucero celestial de consoladora esperanza, enviado del Cielo para iluminar las tinieblas de nuestra alma con sonrisas de bienandanza y paz.
Vos nos inspiraréis desapego del mundo, ansia del Cielo, amor a la Cruz, abandono en los brazos de Dios.
Más que el consuelo de los amigos y la eficacia de los humanos remedios endulzarán nuestras amarguras los de vuestra poderosísima protección.
¡Glorioso San José! Consuelo y abogado de pobrecitos enfermos, no les olvidéis, y no nos olvidéis en aquella hora de tribulación.
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San José, consuelo de moribundos
Es forzoso que la enfermedad agote un día del todo nuestras fuerzas y que se oiga al pie de nuestro doloroso lecho aquella triste sentencia: El enfermo se va.
La dolencia, en efecto, se habrá convertido en agonía, y el pobre enfermo no será ya más que un desahuciado moribundo.
Serán aquellos nuestros supremos instantes; los de los más tremendos combates; los de las más fieras incertidumbres.
Agonía no significa otra cosa que lucha; y es realmente espantoso este último trance por lo que en él habernos de luchar.
Lucha el cuerpo acongojado, agotando sus últimas fuerzas contra las del mal que tienden a rendirle; lucha el alma con los últimos asaltos del enemigo infernal que procura perderla.
Incierto el infeliz moribundo entre el mundo que va faltándole ya debajo de los pies, y la eternidad que abre para recibirle sus desconocidos abismos; necesita más que nunca quien le inspire valor y confianza y quien le dé como amigo la mano para dar apoyo en aquel horrible salto.
Allí está la Iglesia con sus Sacramentos e Indulgencias, las buenas almas con sus oraciones, el Buen San José con su nunca desmentida protección en tan espantoso trance.
Abogado especial de moribundos es, en efecto, el Glorioso San José; como quien tuvo la dicha de tener junto a sí en el lecho de muerte la asistencia visible y corporal de María Santísima y del divino Jesús.
¡Cuán bien descansada la cabeza abatida del humilde Carpintero de Nazareth en tan blanda almohada como le tenían preparada los Sagrados Corazones del Hijo y de la Esposa!
¡Cuán suave ´habrá sido el postrer suspiro, cuán dulce la última mirada, cuán amorosa la última palabra de aquel varón justo que en tan regalados brazos tenía la dicha inefable de espirar!
¡Sean así nuestros últimos momentos; sean así, como los vuestros, nuestros postreros instantes, Glorioso San José!
Venid Vos a nuestra cabecera con vuestra Esposa y el dulce Jesús para endulzarnos aquellas horas de congoja y recibir nuestra alma, como recompensa de nuestra tierna devoción a Vos.
¡San José, Abogado y Consolador de nuestros devotos moribundos! Amparad y consolad a estos humildes devotos vuestros en la hora de su más terrible necesidad.
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San José, consuelo de las almas del Purgatorio
Si a los sobrevivientes queda el consuelo de San José para endulzarles el amargor por la pérdida de sus objetos más amados, al alma que sale de este mundo y a los que en él ruegan por ella quédales también otro último consuelo en la eficacia de la intercesión de San José por las pobres prisioneras del Purgatorio.
Gran abogado, en efecto, debe de ser el Glorioso San José de las Almas del Purgatorio.
Su alma benditísima al salir de este mundo, dejando su cuerpo mortal en brazos de María y de Jesús, no voló inmediatamente al Cielo, sino que estuvo detenida con los demás justos de la Antigua Ley en el lugar llamado Seno de Abrahán, de donde fue á redimirla y a sacarla gloriosa el divino Salvador el día de su triunfante resurrección, tal vez uniéndola con el cuerpo glorificado, si es cierta la opinión de algunos que creen que fue san José uno de los que resucitaron con el divino Salvador.
En este concepto, ¡cuán vivo interés no debe de tener el Santo por aquellas benditas cautivas que esperan como Él esperó, y suspiran como Él suspiró por el deseado momento de la visión clara de su Dios y Señor!
Bien harán, pues, las personas devotas del Santo, y devotas a la par de las Almas del Purgatorio , en fundir como en una sola pieza estas dos tan saludables devociones y en acordarse del Purgatorio siempre que recen ante San José, y en acordarse de encomendarlas a San José siempre que recen por las Almas del Purgatorio.
Este nuevo lenitivo les proporcionará a los corazones afligidos por la muerte de los suyos la devoción al Santo Patriarca, y este nuevo estímulo tendrán los amigos del Santo Patriarca para dirigírsele siempre con todo fervor.
¡Padres, hermanos, amigos míos! ¡todos los que ha robado a mi cariño la muerte, fieles todos los que gemís allá! mi anhelo de aliviaros y de apresurar el dichoso instante de vuestra libertad me mueve a encomendaros día y noche al valioso Patrocinio de San José.
¡Glorioso San José! Por las Benditas Almas del Purgatorio ofreced vuestros méritos y súplicas ante la misericordia de Dios.

