ALEGRÍA DE MORIR – UN CARMELITA DESCALZO: CAP XXIX: LAS NOTICIAS DE DIOS ENCIENDEN EN DESEOS DE VERLE

ALEGRÍA DE MORIR

UN CARMELITA DESCALZO

manos rezandoCAPITULO XXIX

LAS NOTICIAS DE DIOS

ENCIENDEN EN DESEOS DE VERLE

Dios comunica su luz a las almas humildes, que se le entregan en divino silencio de profunda soledad, la cual se transforma en suavísimas claridades y en la más dulce compañía.

Dios se da a Sí mismo de un modo maravilloso al alma que lo ha dejado todo y se renunció a sí misma por poseer a Dios en más perfecto amor, y la hace participante de su vida infinita, comunicándole luz de soberana gloria.

El Señor puede y quiere hacer un cielo del alma fiel, que todo lo ha dejado por su amor y sólo quiere seguirle a Él; que abandonó el mundo y el trato de criaturas; que renunció hasta a tener deseo de las cosas y aun a la ciencia, para sólo conocerle a Él y estar continuamente amando muy a solas al Amado.

La soledad es la íntima y dulce compañía y el continuo trato del Esposo con el alma enamorada que lo perdió todo, por Él.

No se puede explicar lo que estas almas gozan de la intimidad a solas con Dios y lo que Él tan soberana y paternalmente las enseña y comunica. Ni puede el entendimiento de quien no lo ha vivido formarse idea de la altísima sabiduría con que Dios las hermosea, ni la lengua lo sabe decir.

Los filósofos descreídos no están capacitados para comprender la existencia de esta verdad. Por mucha erudición que tengan y muy detallado análisis que hagan de las cosas y de las palabras; por elegante que sea la forma con que expresen esas ideas en exquisita dicción, siempre estarán a ras de tierra sin poderse remontar a la contemplación ni al estudio de la verdad suprema; vivirán fuera de la auténtica filosofía, sin llegar a ver la causa origen de todo cuanto existe. Desde los griegos para acá, siempre se llamaron filósofos los amantes de la sabiduría y la verdad, los que indagan la causa de los seres; y sofistas los que juegan con las palabras vacías de verdad.

Quien niega o no admite la verdad de Dios personal e infinito con perfecciones infinitas, no puede llegar a ver la causa primera y creadora de todos los seres y verdades que existen, ni es propiamente filósofo. Que no es filosofía la que enseña el error como verdad.

Esa pseudo-filosofía no tendrá poder ni fuerza para pasar del rocoso promontorio duro, árido e inhabitable, desde el cual sólo será posible vislumbrar entre brumas algo de una más alta y misteriosa verdad, y después de vivir como ateos, lo más que llegan es a decir, con el alma helada y muerta al amor eterno, las palabras de triste nostalgia Dios a la vista. Pero ni conocen a Dios, ni quieren estudiarle, ni aman al Padre de infinito amor y de luz eterna, iluminadora de todos los seres.

Si no admiten a Dios infinito y personal, ¿cómo han de amarle? ¿Cómo han de admirar ni entender sus perfecciones? ¿Cómo han de saborear lo más alto, bello y delicado que existe? ¿Cómo han de tener esperanza de gozar de la felicidad eterna? ¿Cómo es posible puedan entregarle su vida y su Corazón?

Bien decía ya San Agustín de los falsos filósofos: ¡Ay de aquellos que te abandonan a Ti, que eres su guía, oh luz divina, y que se extravían en sus caminos; que aman tus huellas, en vez de amarte a Ti mismo, y que se olvidan de tus enseñanzas! ¡Oh dulcísima luz, sabiduría del alma pura! Tú no cesas en efecto de insinuarnos cuál es tu naturaleza y cuán grande cosa eres y que tus huellas Son la hermosura de las criaturas… Los que aman tus obras en vez de amarte a Ti son semejantes a aquellos que, oyendo a un sabio de grande facundia, pierden el contenido principal de sus pensamientos, cuyos signos son las palabras que oyen, por poner demasiada atención y avidez en lo suave de su voz y en la estructura cadenciosa de los períodos ¡Ay de los que se retiran de tu luz y se adhieren dulcemente a su propia oscuridad! Como si te volvieran las espaldas, hacen asiento en las obras de la carne, como en su propia sombra, y, sin embargo, aun lo mismo que allí les causa placer, lo reciben del resplandor de tu luz. Pero las sombras, cuando se aman, causan más debilidad en los ojos del alma y las hacen más incapaz de gozar de tu vista, por lo cual tanto más y más se hunde el hombre en las tinieblas cuanto con más gusto sigue todo aquello que más dulcemente acoge su debilidad, y de aquí que comience a no poder ver lo que es el Bien Sumo ya no poder considerar como un mal lo que engaña su imprudencia, o seduce su entendimiento, o le atormenta en su esclavitud, bien que todo lo padezca en justo castigo de su perversión (1).

Dios se comunica a los humildes, tiene su complacencia en poner su luz inextinguible de verdad suprema en el alma de los sencillos, que le buscan llenos de amor, se le entregan confiadamente, le acompañan en silencio y le prestan toda su atención, dejando todo otro cuidado y todas las demás cosas por estar a solas con Él.

Bienaventurada el alma a quien Dios por Si mismo enseña. Con toda verdad repite gozosa las palabras de David: He comprendido yo más que todos mis maestros, porque tus mandamientos son mi meditación continua. Supe más que los ancianos, porque fui investigando tus preceptos (2).

Nuestro Señor Jesucristo, complaciéndose en la sabiduría y experiencia de cielo que Dios pone en estas almas humildes -sabiduría que no pueden alcanzar ni la ciencia ni la erudición descreída ni aun la ciencia meramente curiosa-, daba gracias a Dios por tal misericordia diciendo: Yo te glorifico, Padre mío, Señor de cielos y tierra, porque has tenido encubiertas estas cosas a los sabios y prudentes del siglo, y las has revelado a los pequeñuelos. Sí, Padre mío, alabado seas por haber sido de tu agrado que fuese así (3).

Bienaventuradas las almas a las cuales Dios enseña por Sí mismo, porque les comunica la ciencia que de ninguno otro pueden aprender; que enciende en amor e inflama el conocimiento sobrenatural.

Según sea esta sabiduría recibida del Señor, sabrán de Él y de los seres de la creación, en Dios.

Dice también San Agustín: Infeliz, en verdad, del hombre que sabiendo todas las ciencias humanas te ignora a Ti; y feliz, en cambio, quien te conoce, aunque ignore aquéllas. En cuanto a aquel que te conoce a Ti y a aquéllas, no es más feliz por causa de éstas, sino únicamente es feliz por Ti, si, conociéndote, te glorifica como a tal y te da gracias y no se envanece en sus pensamientos (4).

Bienaventuradas las almas que tienen fuerza de voluntad para aislarse del mundo y atender a las enseñanzas de Dios, en humilde silencio y continuada oración. Dios las llena de su sabiduría.

Estando una vez en oración -dice Santa Teresa de Jesús- se me representó muy en breve, sin ver cosa formada, mas fue una representación con toda claridad, cómo se ven en Dios todas las cosas y cómo las tiene todas en Sí. Saber escribir esto, yo no lo sé, mas quedó muy impreso en mi alma (5).

La gloria que entonces en mí sentí no se puede escribir ni aun decir, ni la podrá pensar quien no hubiere pasado por esto. Entendí estar allí todo junto lo que se puede desear, y no vi nada. Dijéronme, y no sé quién, que lo que allí podía hacer era entender que no podía entender nada, y mirar lo nonada que era todo en comparación de aquello (6).

Con estas altas noticias de sabiduría divina sobre la majestad y perfecciones de Dios comunicadas por Él mismo, se convierte el alma en un ciego de felicidad y deleite, y siente crecer impetuoso anhelo por llegar pronto a la total y gloriosa posesión de Dios. Pues si sólo vislumbrar esa luz da tanto gozo, ¿qué será entrar en su posesión? ¿Qué luz, ni qué belleza, ni qué alegría o contento pueden compararse a ello? ¿Quién podrá enseñarle verdades más altas, más hermosas que las que ha aprendido en el mismo Dios? ¿Quién podrá comunicarle nada más cierto, más íntimo ni más espiritual?

Dichosa y mil veces dichosa el alma a quien Dios por Sí mismo enseña. La fe la descubre mundos nuevos y altísimos de hermosura no conocida.

No es posible que haya en las cosas meramente naturales y terrenas alegría ni contento que ni de lejos puedan compararse con este gozo sobrenatural, que sólo Dios puede comunicar y que pone en lo íntimo y más delicado del alma, haciendo nacer una nueva vida, que no se conocerá en la tierra, pues es de Cielo.

Cuando el alma espera preparada con virtudes, humilde y constante en la oración, ofreciéndose en amor y diciendo con la Virgen sin mancilla: He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra (7), el Señor acude siempre con sus dones.

La teología y la filosofía discurren sobre los atributos divinos y con razones firmes demuestran que son lo sumo de la perfección y que sus efectos son maravillosos; pero no pasan de ser meras razones científicas que no tienen la virtud de calentar el corazón. Cuando Dios comunica sus noticias sobre estas mismas perfecciones, las almas que las han recibido se deshacen en admiración y alabanzas al Señor, no encontrando términos para expresar sus magnificencias y el gozo de que se han inundado ante la Luz divina y se encuentran decididas a dar mil vidas en los mayores tormentos porque Dios sea alabado de todos y por tener el gusto de confesarle con su vida por el martirio. Se ven en el mundo como solas con Dios, envueltas en su luz y en su amor. Sólo aspiran a llegar a su total visión en el Cielo, rotos los lazos del cuerpo.

Cuando las plumas van cubriendo a los pajarillos recién nacidos y sus alas se hacen resistentes para volar, empiezan a moverse y ensayar el vuelo aspirando a la anchura de la atmósfera y no se están quietos hasta conseguirlo; de semejante modo se mueve y suspira esta alma por volar a la vida de sobrenatural belleza, y no puede dejar de desearlo, encontrando nido opresor este mundo.

Bellamente lo dice Santa Teresa de Jesús: La palomica o mariposilla… siempre gime y anda llorosa… Es la causa, que como va conociendo más y más las grandezas de su Dios, y se ve estar tan ausente y apartada de gozarle, crece mucho más el deseo; porque también crece el amor mientras más se descubre lo que merece ser amado este gran Dios y Señor (8).

Y San Juan de la Cruz, que lo vivía y era poeta, dirigiéndose al Señor, le dice:

Acaba ya si quieres,

Rompe la tela de este dulce encuentro.

«Pues eres la divina luz de mi entendimiento con que te puedo ya mirar;… la fortaleza de mi voluntad con que te puedo amar y gozar; eres la gloria y deleite y anchura de ella;…acaba ya de consumar conmigo perfectamente el matrimonio espiritual con tu visión beatífica…

Pero son tales las asomadas de gloria y de amor, que en estos toques se traslucen quedar por entrar a la puerta del alma, no cabiendo por la angostura de la casa terrestre, que antes sería poco amor no pedir entrada en aquella perfección y cumplimiento de amor (9).

El alma iluminada con la luz de Dios y habiendo gustado algo de la suavidad divina, no puede menos de desear, y desear ardientemente morir, que es ir a Dios y «muere porque no muere» o se siente «tan deseosa de gozarle del todo… que vive con harto tormento, aunque sabroso» (10).

Porque toda la alegría que puede recibirse del mundo y de las criaturas no puede ser sino muy limitada, muy pobre, muy deficiente y pasajera; alegría pintada, no viva.

El goce que Dios comunica al alma que le trata es alegría del mismo Dios, puesta directamente por Él; es obra del Paráclito para encender la llama de la divina caridad, placer de Ángeles que supera toda aspiración y que ha sido puesta en el centro del alma, inundándola toda.

Nunca puede haber comparación proporcionada entre la criatura y el Criador; siempre permanece la diferencia infinita. Sin embargo, Dios levanta al alma hasta el abrazo de su amor.

Anda, pues, alma mía; esfuérzate por emprender el vuelo muy animosa, como las avecicas tiernas, para subir en alas de la humildad y del recogimiento hasta tu Dios. Pídele que venga por ti para llevarte y ponerte en su luz, pues para tanta dicha has sido criada y especialmente elegida. La fe te enseña ser tan alto tu fin. Que llegue, pues, el día en que se rompa el capullito en que estás encerrada y sujeta, y, transformada por la misericordia divina de gusano en bella mariposa, volarás hacia la luz de Dios.

¿Cuándo será esto, Dios mío?

(1) San Agustín, Del libre albedrío, lib. II, capítulo XVI.

(2) Salmos 118, 99, 100.

(3) San Mateo, XI, 25.

(4) San Agustín: Confesiones, lib. V, cap. IV.

(5) Santa Teresa de Jesús, Vida, cap. XL.

(6) Santa Teresa de Jesús, Vida, cap. XXXIX.

(7) San Lucas, I, 38.

(8) Santa Teresa de Jesús: Moradas, VI, cap. XI.

(9) San Juan de la Cruz, Llama de amor viva, can. I.

(10) Santa Teresa de Jesús, Moradas, VI, capítulo VI.