JOSÉ VICTORIO MARTIN: EL ANSIA DE SUPERVIVENCIA

Y por lo mismo, también podemos aseverar, que está más virulento que nunca, tal vez por la percepción del peligro de extinción que lo amenaza. Pero que no deja de ser un síntoma de decadencia o al menos crepuscular.

Nos referimos al deslumbramiento de la clase media aspiracional, con el paradigma yanqui, y su afán de progreso, por supuesto, económico, a la saga de ese modelo.

Podríamos encontrar antecedentes de esta tendencia, manifestada embrionariamente, en diligencia fabril y emprendedora, en antepasados cercanos inmigrantes, o en nuestros más remotos ancestros colonizadores.

Pero en ellos, era parte de un connatural impulso fundador; no tenían otra opción para sobrevivir.

Casi, nos atrevemos a decir, era más biológico que sociológico: o crecían o morían (al menos, al estándar mínimo de “civilizados”).

El mismo envión, por escapar de la miseria y su correlativa aversión, los lanzaba, con hambre visceral, a granjear riquezas. Lo que se resume en la célebre “fiebre del oro”.

No era cuestión propiamente de status, sino algo mucho más rudo y elemental, con alguna reminiscencia del mito de la selección natural darwiniana.

Este desafío suscitó una clase media robusta. Con una moral básica de convivencia, al menos económica. Que hacía hincapié, para resumir, en la honestidad, el esfuerzo y la decencia. Aborreciendo por contrapartida la vagancia, la roña, y la sinvergüenza.

Para ser más precisos debemos circunscribir el fenómeno apuntado en su geografía: la de nuestra Hispanoamérica.

Tal radicación da como resultado una tara sociológica, que nos regodeamos en denominar el sudakismo bananero.

Vendría siendo un complejo de inferioridad respecto al primer mundo, que, en las mejores épocas y exponentes, y mientras aún conservaba algo de buen gusto, miraba con envidia a Europa, y ha llegado a la bajeza de una resentida admiración por los EEUU.

Como dijimos al principio, el ansia de supervivencia, en esta avidez de emersión económica y social, es hoy más virulento que nunca, en una clase media, cada vez más asediada, que, escapando para adelante, se refleja en los espejismos de los modelos norteamericanos; muy especialmente en las áreas de finanzas y tecnología.

Consumen cursos de “cultura financiera” e “inteligencia artificial”, como nuestros pueblos originarios consumían espejitos de colores y agua ardiente.

Este celo admirable, puede haber sido más o menos justificable hasta los 90’ con el capitalismo tecnocrático bien acicalado, por los seductores cosméticos de la libertad de mercado, autorregulada por la eficiente y suprema ley de la oferta y la demanda, sin proteccionismos arancelarios ni regulación estatal.

Pero para la ciencia antropológica, se vuelve cada vez más indescifrable el fervoroso encantamiento, después de las triquiñuelas que provocaron la gran crisis financiera de Wall Street en 2007, cuyo terrorífico antecedente probeta fue la caída de las torres gemelas.

El “american way of life” comenzó entonces un morboso “streap tease” que, con cínico desenfado, dejó al desnudo la gran estafa en breve tiempo.

Hoy, en Argentina, tenemos un prominente caso de estudio e investigación para antropólogos, sociólogos y politólogos.

Antes que nada, un pantallazo general de las corrientes que nos forjaron como país: nacimos bajo el signo de la Cruz y la espada hispano–cristiana, cuya cultura se impuso y mestizó con los aborígenes.

Nos independizamos al grito de la ideología emancipadora de la revolución francesa, laica y liberal.

Fuimos abusados promiscuamente, con acceso legal, y preñados perpetuamente, por el endeudamiento, con el colonialismo financiero de la city de Londres.

Apareció un imprevisto y monstruoso movimiento popular, nacional justicialista.

El sipayismo colonial anglófilo lo combatió denodadamente, usando como infantería selecta a la oligarquía, el clero y las fuerzas armadas autóctonas.

Al monstruo, reducido al cautiverio del ostracismo, se lo domesticó, adaptándolo al formato de estereotipado partido político.

Alternó gobierno, sucesivamente con contrastantes propuestas liberales, que terminaron por aniquilarlo por desgaste y corrupción progre.

Hoy se le ha extendido su certificado de defunción.

Y, precisamente, canta victoria, bailando sobre su cadáver, la más tramposa y descarada mascarada, hipnotizada por las estertóreas contorciones pélvicas de los muñecos Musk y Trump y su entorno tech de Sillicon Valley.

Este macabro espectáculo de la Argentina, que podemos hacer extensivo a toda América, y que ya no deja ninguna esperanza humana de recuperación, nos autoriza, tranquilamente y sin prejuicios, ni tapujos, a reivindicar el más visceral y rancio sudakismo bananero subdesarrollado.

Podemos preguntarnos con todo desparpajo: ¿esforzarse, capacitarse, planificar, actualizarse, ahorrar: para ser del primer mundo desarrollado?

Con la privilegiada perspectiva, de los catastróficos resultados, del fin del ciclo libertario-marxista, que, arrancó en la revolución francesa y su autosuficiente iluminismo racionalista; estamos en condiciones de comparar ambos modelos y emitir un juicio crítico.

Convencidos que solo caben dos actitudes ante el espectáculo que nos ofrece el mundo, a esta altura de la historia:

– La desesperación, más o menos sedada por los narcóticos en boga y enchufada a la fidelidad y expectativa del progreso indefinido tecnológico.

– O una gran sensación de alivio metafísico, producida al descolgarse de los agobiados hombros semejante mochila de supersticiones modernas, o al evacuarlas en el escusado. ¡Elegid la metáfora que mejor os sepa!

Solo para una somera ilustración, enumeramos algunas: progreso, razón, libertad, igualdad, fraternidad, derechos humanos, institucionalidad, paz y justicia, ciencia y tecnología.

Nos engatusaron con que el modelo colonial católico, heredado de la antigua cristiandad europea, era oscurantista, castrador y retrógrado; que con la emancipación del mismo llegaba la civilización y el progreso.

Y que el subdesarrollo es una tara hereditaria del sifilítico antepasado del viejo mundo.

Huelgan los comentarios…

Por eso repito, o sucumbimos aplastados bajo el peso de las “exigencias exitistas” del modelo yanqui, que, en su mejor versión, ofrece como recompensa acumulación de bienes materiales, pero muy poco tiempo y mucha ansiedad para disfrutarlos.

O volvemos a ver con cariño nuestro destino sudamericano, con todos sus defectos, que al menos, por ser nuestros, sabremos cómo lidiar con ellos.

Pero también es preciso revisar y resignificar lo que nos han impuesto como vicios y virtudes, aptitudes y defectos.

Solo con nombrar algunas saltará a la vista el desfasaje: eficiencia, competitividad, nos tratan de inculcar como la panacea.

Y nos achacan conformismo y dejadez, como la lepra que nos carcome.

Pero, a pesar de la pobreza estructural, y la miseria moral, que aqueja a nuestro continente, no estoy tan seguro que vivamos en el peor de los mundos, en comparación con el “primer mundo”.

Y al final del recorrido, tengo mis serias dudas de que la aventura desarrollista haya valido la pena.

Y que nosotros nos hallamos perdido de algo.

En todo caso nuestras deficiencias y fracasos nos enfrentan de entrada y sin ansiolíticos a la precariedad de la condición actual de la humanidad.

Pero es la misma triste comprobación que enfrenta, desde Manhattan, cualquier accionista mayoritario de un fondo de inversión estratosférico, o en la distención de su yate en Saint Tropez, solo atenuada por las agradables burbujas de una copa de champagne francés.

Pero el resultado anímico puede ser diametralmente opuesto: como es opuesta la sorda desesperación a la simple resignación.

Tal vez sea menos traumático aceptar, de arranque, el “parto de nalga”, y partiendo de esa base, hacer lo posible para sobrellevar la malaria, disfrutando, agradecido, los frugales respiros, con los que, a veces, nos regala la vida; que haber comprado el modelo exitista, corrido una “gran carrera”, rendido los mejores dividendos, y en el piso 120, del rascacielos más glamouroso, con el paisaje de Central Park, desde un cómodo sillón y con un vaso de scotch, sentir el gélido remordimiento del vacío interior.

Y acá viene lo difícil.

Porque el diagnóstico es bastante evidente y ya muchos lo han apuntado. No hemos hecho más que replantearlo desde nuestra percepción.

La complicación radica en acertar la terapia. Metodológicamente, en la resolución de asuntos complejos, se prescribe comenzar por lo más evidente, que nos muestra el sentido común.

En esta línea, tener un buen cuadro de situación, es tener una gran parte del camino recorrido, es saber dónde uno está parado, y, por consiguiente, es estar bien orientado.

Se nos abre así una pista interesante.

La socio-patología en cuestión, tiene que ver con el activismo, caratulado y condenado, en ámbitos eclesiales, a principios del siglo XX, precisamente, como americanismo, que es lo característico del homo faber prometeico.

Este defecto radica en poner como principal actividad humana la “productividad serial”, “producir bienes y servicios”. Y medir o cifrar la propia valía por la eficiencia resultante.

Lo cual está muy bien descripto por René Guénon, en su libro “El reino de la cantidad”.

Así vemos cómo, si este es un defecto en la valoración de la actividad del hombre, podemos enfocar la investigación por otro aspecto más esencial de su actuar; a saber, su intelectualidad, su actividad más espiritual e interior, o sea más humana.

Entender pues, la situación en la que nos encontramos, dada por la circunstancia histórica, es la plataforma necesaria saludable, para encarar la propia realización como seres humanos.

E insistimos, en que la incardinación sudamericana, tiene sus ventajas en la carrera por alcanzar el estado de felicidad social y colectiva, que atávicamente busca todo hombre.

Estas ventajas, negativamente, se presentan en su cariz defensivo, como cúpula profiláctica, justamente de las utopías progresistas.

Ya lo hemos señalado, las frustraciones materiales nos obligan a una mirada introspectiva más sincera, al desnudo, lo cual es, sin duda, catártico.

Adecuarse a lo-que-hay. Y no negarlo, ni rehuirlo, escandalizado. Sino entenderlo como una etapa de un proceso, y como el campo de batalla, en el cual nos toca pelear.

Aquí también puede ser de gran ayuda la intuición, basada en la colosal reflexión colectiva, de encontrarnos muy cerca del fin, al menos del fin de un ciclo.

Agreguemos que, no solo le damos a la palabra “fin”, el sentido de “límite”, sino principalmente de “meta” o cumplimiento perfeccionador de un movimiento orgánico, previsto, planificado, decretado.

Hay un dicho que tiene que ver con el “fin” que dice: “quien mal anda, mal acaba”.

Y es preferible “no andar” que “andar mal”.

Sudamérica, después de la independencia, nunca funcionó. Quedó al margen, atrasada.

Nunca se adaptó a las instituciones liberales, especialmente a la democracia, al desarrollo económico.

Y es porque nunca estuvimos convencidos del fin que nos proponían como modelo.

Después nos lo impusieron con la propaganda y la educación, culturalmente.

Y es porque, como latinos, herederos de la civilización greco-romana, hemos ligado, como facultad destacada, “la inteligencia”, la capacidad contemplativa, que tiene por objeto principal, el fin.

Y cuando decimos “fin” nos referimos al arquetipo, al modelo propuesto por el orfebre o constructor.

El mundo tiene un propósito.

Ha sido diseñado en vistas de un fin.

Debe llegar a un estado ideal, óptimo y definitivo.

Es a lo que todo el mundo aspira, consciente o inconscientemente, está en el imaginario colectivo, y ha sido el leitmotiv de toda la literatura y el arte en general.

Es lo que los políticos de todos los tiempos, invariablemente, han prometido y, los más sinceros, han procurado.

Fue lo que inspiró al descubridor de América. Colón escribió un libro, para justificar ante los reyes católicos, su empresa.

El fin de la misión era la reconquista de los Lugares Santos, como disposición indispensable para que se cumplieran las profecías mesiánicas.

La conquista de América debía proveer recursos para ese ulterior cometido.

Muchos de los pocos que hayan llegado a esta altura de la lectura, tendrán dibujada en el rostro una sonrisa irónica, pensando ser estos razonamientos demasiado fantásticos y pueriles.

Pero la humanidad, después del atolondrado desatino de Eva, quedó herida de ingenuidad congénita. Que los lleva a reacciones dispares ante propuestas estelares: o se tragan el buzón con fanatismo idolátrico; o aceptan con sencillez infantil y esperanza ancestral la promesa de un paraíso que, aunque está momentáneamente perdido, si bien miramos se encuentra traspapelado, y solo se requiere una buena barrida y remoción de almohadones para que vuelva a aparecer, a la vuelta de la esquina.

Sudamérica no fue el resultado planificado de una empresa de las indian company. Sudamérica es el fruto azaroso, de una última aventura, de un maravilloso espíritu medieval desvelado, mitad marino, mitad exégeta, que sacó de un arrumbado desván, unas cartas de navegación ajadas, y las mezcló con citas bíblicas, algunas fórmulas matemáticas, tres cuartos de mitología griega y seis o siete leyendas de caballerías, sazonadas con algo de astrología.

Et voilá, apareció América, donde “la vida es un carnaval”. Un fresco equilibrio entre exuberancia y pobreza; donde una delgada línea separa la espontanea voluptuosidad de la devoción sincera; que pasa de la risa al llanto, y del baile a la pelea.

América donde se vive al día, y donde la muerte se asoma todos los días.

Estas son las claves, que nuestra idiosincrasia nos ofrece para sobrellevar, orgullosos de nuestro afincamiento, las borrascosas tempestades contemporáneas.

No son tiempos para autómatas rutinas sobre pesadas líneas de montaje; sino para ligeras habilidades oportunistas, como las de un guaraní chuzando un surubí; o la de un gordito pachorriento, que merodea el área, en un potrero, aprovechando, certero, un pase gol, y la clava al ángulo.