P. CERIANI: SERMÓN DEL MIÉRCOLES DE CENIZAS

Inicio de la Santa Cuaresma

Con esta ceremonia de la Bendición e Imposición de las Cenizas comenzamos la Santa Cuaresma. Estos ritos nos recuerdan inmediatamente la muerte.

Si ahora, en este momento, se nos intimase la sentencia de muerte, ¿no pediríamos un plazo para ella? Prestemos atención…, pues decretada ya está, y el plazo concedido es tal vez muy breve.

El plazo es, por de pronto, la Cuaresma del presente año…, tal vez no entera… Con que, ¡pensémoslo bien y resolvámonos enseguida… Para ello nos debe ayudar la Imposición de la Ceniza con que da principio la Iglesia al santo Tiempo de Cuaresma.

Se trata de una ceremonia cuyo significado debiéramos traer más hondamente impreso en nuestra memoria. En efecto, ninguna función litúrgica más tétrica e impresionante que la de hoy… si la comprendemos bien…

Se deja oír desde el templo la voz dura e inflexible de la Iglesia, capaz de despertar al mundano del sueño más profundo: Acuérdate, hombre, de que eres polvo y de que en polvo te has de convertir.

Así habla hoy la Iglesia a todos los mortales. Iguales palabras pronuncia a los ricos que a los pobres, a los grandes que a los pequeños, a los sanos y fuertes que a los enfermos.

¡Qué meditación tan seria! Siempre se ha reconocido como altamente provechoso para el hombre el recuerdo de la muerte. La Revelación no hizo más en este punto que confirmar sus dictámenes.

De ahí la meditación de la muerte tan recomendada en todos los siglos por los maestros de perfección cristiana, y que ha llenado de penitentes los desiertos y los monasterios de edificantes cenobitas.

Idéntico objeto tiene, pues, la ceremonia de que nos ocupamos. Ciertamente, la imposición de la Ceniza sobre la frente del cristiano convida a serias meditaciones. Esta Ceniza negruzca y despreciable nos está diciendo el término a que han de reducirse al fin todas nuestras vanidades… Recuerda hombre

Fin ignominioso… Que eres polvo…, y que haría de nuestra existencia una broma harto pesada, si no llevásemos dentro de nuestro cuerpo de barro el alma que no muere.

Nada se escapará a la acción devoradora de la muerte… En polvo te convertirás…  Ni los cuerpos regalados de los voluptuosos, ni las bellezas admiradas por el mundo… Los gusanos se cebarán, un día, en los cuerpos muelles y roerán implacables la tez sedosa de la que, cual impúdica divinidad, expuso su cuerpo a pública adoración.

¿Para qué, pues, tanto mimo y regalo? ¿Interesa acaso dar suculento pasto a los gusanos? ¿A qué tanta vanidad y presunción? ¿No ha de acabar todo cuerpo en polvo de la tierra?

Un puñado de polvo se pisotea con desprecio; nadie se preocupa de él, a no ser para arrojarlo a la basura. Y ¿no nos desengañamos? Y ¿seguiremos rindiendo culto sacrílego a nuestro cuerpo, cortejándole y cumpliendo sus ilícitos deseos?

¡Qué reflexiones tan graves! ¡Qué lección tan dura! ¡Qué doctrina tan fecunda en luces orientadoras de la vida!

Todo eso nos está diciendo la Iglesia al imponernos la ceniza. Atendamos ahora al sentido de la ceremonia, a fin de sacar de ella todo el fruto posible.

La imposición de la ceniza es un resto de un rito antiquísimo, de la antigua disciplina penitenciaria. En los albores de la cristiandad los pecados públicos eran castigados públicamente, y hasta con la exclusión de la Iglesia los más graves. La Cuaresma era tiempo de pública reconciliación. Al principio de ella recibían los penitentes el vestido de penitencia: el saco y la ceniza.

En Roma tenía lugar esta ceremonia imponente en la Iglesia de Santa Anastasia. Desde allí se dirigían en procesión los penitentes junto con los catecúmenos y los demás fieles al templo de Santa Sabina, donde se celebraban los oficios divinos.

Esa procesión se repetía todos los días de la Cuaresma, sólo que se cambiaba el punto de reunión de los fieles (iglesia de la colecta) y el punto donde se celebraba la Misa (iglesia estacional). A la primera parte de la Misa, asistían todos; llegado el ofertorio, penitentes y catecúmenos abandonaban el templo, como indignos de asistir al Santo Sacrificio.

Cuando la piedad de los fieles se resfrió, cayó en desuso la pública penitencia; pero el rito de la imposición de la ceniza subsistió. Y ya no se redujo a los públicos pecadores. Todos, grandes y chicos, se acercaban a recibir el hábito de penitentes, porque todos sin excepción hemos pecado.

Al recibir la ceniza, pues, pensemos en el valor de esta ceremonia. Con ello declaramos que suplantamos durante la Cuaresma al grupo de penitentes del antiguo rito.

Recibamos la ceniza que se nos ha impuesto con plena conciencia de nuestra condición de pecadores, con la convicción de que este día se nos consagra penitentes; y aprovechemos luego la Cuaresma para hacer frutos dignos de penitencia.

Las profundas oraciones y las instrucciones de la Liturgia cuaresmal renovarán en nosotros los sentimientos que hoy nos inspira la seria y grave ceremonia a que hemos asistido.

Formemos ya firmes resoluciones para el santo tiempo que comienza. Resolvamos con qué ejercicios de penitencia lo santificaremos y justificaremos el hábito de penitente que hoy vestimos.

Toda la vida de la humanidad se mueve entre aquel triste primer Miércoles de Ceniza, cuando nuestros padres Adán y Eva escucharon la sentencia divina que les arrojaba del Paraíso y oyeron aquella voz terrorífica Polvo eres, y en polvo te has de convertir, y aquél otro día en que las trompetas de los Ángeles apocalípticos despertarán a los mortales del sueño de la muerte, anunciando el día de la resurrección.

La vida humana es, pues, una larga Cuaresma, tiempo de penitencia. Por eso, ningún otro ciclo litúrgico habla tan directamente al alma humana como el presente, el tiempo del destierro babilónico.

El espíritu humano no se aviene con gusto a esta verdad; canta con mayor placer las notas jubilosas del Aleluya, que las graves del Parce Domine. Pero esta es la realidad, y a ella nos hemos de atener.

Alimentemos, por tanto, el espíritu de penitencia que debe acompañarnos durante toda nuestra existencia. Los cantos y las oraciones litúrgicas nos ayudarán admirablemente a ello.

Al escuchar hoy las palabras que acompañaron la sentencia de condena de nuestros primeros padres, oigamos nuestra propia sentencia, y procuremos obrar cual conviene a nuestro estado de castigo, a fin de que algún día se nos abran las puertas de la terrible cárcel de corrupción, caigan de nuestros pies y manos los grillos que nos aherrojan, y se convierta en copiosa bendición la sentencia que un día contra nosotros se fulminó.

Al acercarnos hoy la primera vez al altar, se nos ha dicho que somos polvo, vasos de inmundicia. Al acercarnos por segunda vez, el sacerdote depositará en ese vaso de corrupción un germen de inmortalidad, que le da virtud para sobrevivir, para resucitar un día revestido de gloria. Conservemos cuidadosamente ese germen, para que obtenga su pleno desarrollo.

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La Santa Cuaresma es tiempo de penitencia.

Penitencia significa, en primer lugar, conocimiento de nosotros y de nuestros deberes, y de lo que a ellos ha faltado cada cual; y verdadero dolerse, como Dios manda, de haber faltado.

A esto se ordena el estudio de la divina ley y el examen de conciencia.

Penitencia significa, en segundo lugar, firme propósito de corregirse, siempre de frente a nuestro último fin.

A esto se dirigen los santos Sacramentos de Confesión y Comunión, que por riguroso precepto nos manda recibir la Iglesia en estos días.

Penitencia significa, finalmente, expiación y castigo por los excesos cometidos, pago temporal de deudas atrasadas, saludable preventivo para contrapesar las malas inclinaciones que tantas veces nos han hecho caer.

Esto se cumple con los ayunos y abstinencias que debe practicar todo fiel que no tenga suficiente motivo para creerse dispensado de ellos.

He aquí en breves palabras explicada la Cuaresma. Esto es y nada más: serio balance de la conciencia; Confesión y Comunión, fervorosas, recogidas; ayuno, que aflija la carne, que le cueste al cuerpo algo de verdadero sacrificio.

Esto debe ser la Cuaresma cristiana; y para auxiliar al buen resultado de todo esto se prescribe recogimiento interior, abstención de profanas diversiones, limosna a los pobres; graves pensamientos sobre Dios, el alma y la eternidad.

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En cuanto a la Confesión y Comunión, se trata de confesar y comulgar a lo menos una vez al año y para el Tiempo Pascual.

A nadie le parece tan pesada la ley de la Confesión y de la Comunión como a aquel que nunca la practica…

Pero, ¿de veras se nos hace cuesta arriba purificar nuestra alma y hacerla digna de la unión sacramental con Jesucristo?

O no lo necesitamos, y entonces somos prodigios sin igual sobre la tierra, santos; pero santos extraños que tienen horror a las cosas santas.

O lo necesitamos, y entonces somos…, no sé cómo decirlo…, somos malos cristianos.

Y ¿por qué no habíamos de confesarnos? ¿Es que no tenemos, acaso, de qué acusarnos? ¿Tan inocentes y sin mancha es nuestra vida que no necesite de vez en cuando una regular purificación? ¿O nos parece corto el plazo de un año para que no haya ya muchísimo que estorbe en nuestra conciencia?

¡Ah!…, si diese hoy para nosotros la hora de morir; si nos fuese intimado que dentro tres horas hemos de presentarnos ante el Soberano Juez para dar cuenta detallada y rigorosa de nuestra vida, no se nos haría tan cuesta arriba tomarnos esa pequeña molestia que se nos pide, cuando nos dice la Iglesia que vayamos a confesar.

Y este día llegará; y la Iglesia, que lo sabe, quiere que no vivamos desprevenidos; la Iglesia, que es madre y ama como tal, no puede ver que sus hijos estén dormidos al borde del abismo de la eternidad.

¿Es acaso que no sabemos por dónde empezar?

Examinemos nuestra conducta con respecto a Dios, con respecto al prójimo y con respecto a nosotros mismos, mirando lo que hemos mal pensado, mal deseado, mal hablado y mal obrado.

Examinemos luego el bien, si lo hemos omitido, realizado bien, con todas las circunstancias necesarias.

Luego, procuremos dolernos de ello por ser ofensa de Dios y daño de nuestra alma, y propongamos no volver a cometerlo.

Lo que encontremos después del examen, hemos de confesarlo con sinceridad y llaneza al confesor, sin aumentarlo ni disminuirlo.

Cumplamos la penitencia que nos imponga, y vayamos luego devotamente a recibir al Señor.

La cosa cuesta más emprenderla que dejarla lista y acabada.

No sueltes jamás aquella excusa a la vez necia e impía: Yo no me confieso más que con Dios.

Los que tan orgullosamente blasonan de confesarse sólo con Dios, es seguro que jamás se acuerdan de que Dios existe; porque es tan ridículo esto, como si un criminal convidado a presentarse a indulto ante las autoridades, dijera: Yo no me presento más que al rey.

¡Pero el rey no quiere que te presentes a él, sino ante los que él mismo ha elegido para representarle!…

Aplica al caso. Dios ha declarado no querer entenderse contigo sino por la intervención de sus sacerdotes.

Tienes, pues, el indulto a tu lado…

¿Qué te detiene? ¿La vergüenza acaso? Lo que no te sonrojas de cometer en público, aquello de que te alabas entre tus compinches, lo que sabe tal vez de ti toda la vecindad, eso te avergüenzas de decírselo al oído a un hombre solo, que no lo dirá a nadie…

¡Válgame Dios! ¿Y por tan frívolos motivos renuncias a la tranquilidad de tu vida, a una buena muerte y a la dicha de toda la eternidad?

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En cuanto al ayuno, es ley como todas las demás de la Iglesia.

Obliga severamente a todo fiel cristiano desde los veintiún años de edad hasta los sesenta, a no mediar falta de salud.

La abstinencia de carne en ciertos días obliga a todo fiel cristiano desde los siete, es decir, desde el uso de razón.

Ayunar es hacer una sola comida formal al día, bien sea al medio día, bien al anochecer.

En ambos casos no se puede tomar por la mañana más que un ligero desayuno, sin leche o sustancia de clase análoga, y en vez de la otra comida sólo se permite una frugal colación.

Esto desconsuela el estómago y mortifica el apetito, y por esto se llama mortificación, y se impone como mortificación, y como mortificación se debe practicar.

Si no fuese duro de hacer, ya no se impondría como castigo de nuestras culpas y como medio de satisfacer por ellas a Dios.

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Otra práctica cuaresmal es la de la limosna cristiana.

En el Evangelio no se habla del ayuno sin que a su lado se cite, como compañera inseparable, la limosna, hasta el punto de indicársenos que, si algo quitamos al regalo de nuestro cuerpo, es para que ese algo lo reciba de más la mano del indigente.

Y clara y sencillamente nos lo repite la Liturgia en varios pasajes:

Comparte con el hambriento tu pan, y tráete a tu casa para vestirlos al pobre y al desnudo.

Cuando veas a un pobrecillo desnudo, vístele y no desprecies aquella carne, que es carne tuya.

Deposita tu limosna en el seno del pobre, y ella rogará por ti a Dios.

Así como el agua apaga el fuego, así la limosna satisface por los pecados.

Podemos, pues, en cierto modo dejar consignado que la limosna es una de las obras de piedad especialmente prescritas a los católicos en la Santa Cuaresma.

Dar limosna de lo sobrante es un deber.

Y darla del modo que se debe es otro deber.

Son, pues, dos deberes distintos que vienen a constituir un solo deber verdadero: el de la limosna cristiana.

¿Qué entendéis por limosna cristiana? La limosna tal como la manda Cristo.

La limosna cristiana se da, más que con la mano, con el corazón.

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Si la Cuaresma es, para el católico verdadero, tiempo de mortificación, es evidente que debe ser para dicho católico tiempo de abstención de diversiones.

No se puede unir a un mismo tiempo la vida de penitencia y la vida de disipación. Esta y aquella se excluyen mutuamente.

La vida de penitencia es vida de recogimiento, de concentración y de retiro; es vida de conocimiento propio y de meditación de las verdades eternas.

Y mal se consigue este recogimiento asistiendo a las públicas diversiones que suelen tener poco de edificantes.

Practiquemos una SANTA CUARESMA, empleando todos los medios que la Santa Iglesia pone a nuestra disposición.