DOMINGO DE QUINCUAGÉSIMA
En aquel tiempo: tomó Jesús aparte a los doce, y les dijo: Mirad, vamos a Jerusalén y serán cumplidas todas las cosas que escribieron los profetas del Hijo del hombre. Porque será entregado a los gentiles, y será escarnecido, y azotado, y escupido. Y después que le azotaren le quitarán la vida, y resucitará al tercer día. Mas ellos no entendieron nada de esto, y esta palabra les era escondida y no entendían lo que les decía. Y aconteció, que acercándose a Jericó estaba un ciego sentado cerca del camino pidiendo limosna. Y cuando oyó el tropel de la gente que pasaba, preguntó qué era aquello. Y le dijeron que pasaba Jesús Nazareno. Y dijo a voces: Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mí. Los que iban delante le reñían para que callase. Mas él gritaba mucho más: Hijo de David, ten misericordia de mí. Y Jesús parándose, mandó que se lo trajesen. Y cuando estuvo cerca le preguntó, diciendo: ¿Qué quieres que te haga? Y él respondió: Señor, que vea. Y Jesús le dijo: Ve, tu fe te ha hecho salvo. Y luego vio, y le seguía glorificando a Dios. Y cuando vio todo esto el pueblo, alabó a Dios.
En el Evangelio de este Domingo de Quincuagésima, la Santa Liturgia nos descubre el misterio del tercer anuncio de Jesucristo de su Pasión: He aquí que subimos a Jerusalén, y se cumplirá todo lo escrito por los Profetas acerca del Hijo del Hombre, pues será entregado a los gentiles, y será escarnecido, y azotado, y escupido. Y, después que le hayan azotado, le matarán, y al tercer día resucitará.
Los Apóstoles no comprenden estas palabras del Cristo paciente… Ellos no entendieron nada de lo que el Señor les predicó acerca del Reino de Dios, que no es de este mundo, que no se basa en el poderío y en las grandezas políticas y nacionales, sino solamente en la cruz y en el dolor.
¡Qué ciegos están todavía, a pesar de haber permanecido en tan largo contacto con la Luz que vino a este mundo!
¿Qué hizo Nuestro Señor para intentar curar esta enfermedad en sus Apóstoles? Realizó el milagro de la curación del ciego de Jericó, Bartimeo, hijo del miedo…
Esto nos permite hablar sobre los milagros.
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Los milagros son posibles y son reales. Es decir, puede haber milagros y, además, realmente los hubo.
¿Puede Dios hacer milagros? Es decir, ¿puede derogar alguna vez las leyes que ha establecido?
La pregunta establece clara e irrefragable la razón de que sean posibles los milagros. ¿Cuál?
Muy sencillo. La de que es imposible probar que Dios no puede alguna vez suspender las leyes que Él mismo ha impuesto a la naturaleza.
Por ejemplo, cuando Dios concedió al fuego la propiedad de quemar, ¿pudo, si tal hubiese querido, quitársela y hacer que no quemase? Es evidente que pudo. Pues bien, si pudo quitársela entonces, puede quitársela hoy y tantas veces como guste.
Más claro. Quien puso a las criaturas reglas generales, pudo desde el principio imponerles determinadas excepciones, porque el milagro no es más que una excepción de la regla general.
Si desde la eternidad, o ahora mismo (que para Dios es igual), dispone Dios que no me moje el agua a mí aunque ande sobre ella, o que se detenga su corriente, como sucedió en el Jordán al paso de los hebreos; o no me abrase el fuego aunque me echen en él, como a los jóvenes de Babilonia; o se me ponga oscuro el sol sin ser día de eclipse, como sucedió en la muerte del Redentor, ¿dónde está la filosofía, dónde está el criterio, dónde está el sentido común del que diga: Dios eso no lo puede hacer?
Quedamos, pues, en que son posibles los milagros.
Vamos a la segunda pregunta: ¿Hubo milagros?
Los católicos decimos que sí, y citamos muchos; los incrédulos dicen que no, y los niegan todos.
Tenemos por de contado como más autorizados los milagros referidos por el Evangelio y sobre todo la Resurrección del Salvador.
Pero los racionalistas lo niegan. Cuesta poco negar sin consideración alguna; lo importante sería probar que se niega con razón.
Los milagros de Jesucristo tienen tres clases de testimonios en su favor: el de sus amigos; el de sus enemigos; el del mundo entero.
Tienen, en primer lugar, el testimonio de sus amigos. ¡Claro está que éstos no los habían de negar! Cierto…, si no les hubiese estado nada comprometido en el lance…, pero les iba en ello la vida… Es decir, morían si no los negaban, y, no obstante, murieron por afirmarlos.
¿Merece confianza el testimonio de quien muere por sostener lo que atestigua? ¿Parece, entonces, sin importancia el testimonio de los amigos?
Vamos al de los enemigos. Los tuvo Jesucristo, y tales y tan fieros que no pararon hasta dar con Él en la Cruz. Juzgue quien quiera si les hubiera venido bien poder desmentir sus milagros.
¿Lo intentaron? Nunca; prueba cierta de que aquellos escribas y fariseos, que eran malvados pero no tontos, vieron claro que los hechos eran demasiado notorios para tratar de oscurecerlos. Así que, lejos de negarlos, atribuían su poder al demonio y hacían hincapié en sus milagros para resolver su muerte.
Y cuando supieron la maravilla sin igual de su gloriosa resurrección, no la negaron; sólo trataron de echar tierra al asunto, y con el mismo recurso que se emplea hoy para tales tapujos: con el dinero.
Tenemos, pues, que sus enemigos más declarados, con su propia declaración y con su propia conducta, acreditaron los milagros de Cristo.
Vamos al testimonio del universo entero. Todo el universo, menos los incrédulos, como se supone, declara que son ciertos los milagros de Jesucristo.
¿Dónde y cómo? Por todas partes y con el siguiente raciocinio que no tiene escape.
El mundo era pagano y hoy es cristiano: no creía en Cristo Dios y hoy cree en Él. ¿Cómo se ha hecho el cambio? ¿Con milagros o sin milagros?
Si lo primero, ya se concede que los milagros son ciertos; si lo segundo, esa conversión, sin saber cómo y sin saber por qué, es el milagro mayor de todos.
En efecto. Si Cristo no obró milagros, ni resucitó, ¿por qué creyeron en Él los primeros cristianos? ¿por qué murieron por Él tantos mártires? ¿qué locura se apoderó entonces del género humano que le moviese a dejar sus antiguos hábitos y conveniencias, para seguir la ley de un judío oscuro que ninguna prueba daba de sus extrañas enseñanzas?
El mundo creyó en Jesucristo y le reconoció por Dios porque le presentó credenciales…, y éstas fueron los milagros.
Así lo dijo Él mismo a los discípulos de Juan, que le preguntaban si era el Mesías.
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Pero… eso es allá, de tiempos muy antiguos. ¿Por qué no hay milagros hoy, que cierto no vendrían mal para alumbrar a tanto incrédulo corto de vista?
¿Quién ha dicho, como cosa tan cierta, que ahora no los hay?
Nunca han faltado milagros en la Iglesia de Dios, ni faltan hoy, ni faltarán hasta la consumación de los siglos.
Y pues de esto hacen su principal caballo de batalla muchos que niegan el poder de Dios para hacerlos, y creen que para citar obras milagrosas es preciso irlas a buscar en la Biblia tan sólo, o en viejas historias de Santos y en crónicas de conventos, vamos a probar que hoy hay milagros.
Pero ante todo una observación. Hay ahora menos milagros que en los primeros siglos de la fe, y es normal que así suceda.
Al árbol que se acaba de plantar, lo favorece el jardinero con más abundante riego, hasta que echa profundas raíces. Cuando llega a ser ya tronco corpulento y de frondosa copa, le bastan las lluvias ordinarias, sin necesidad de que se le esté atendiendo todos los días, como en los de su reciente plantación.
De este modo se portó Dios con su Iglesia en lo que toca a los milagros. Al plantarla y poco después de plantada, desplegó a los ojos del mundo un verdadero lujo de milagros; más aún, fue aquella su existencia un milagro continuado.
Así convenía para llamar sobre ella la atención del mundo y dar a los hombres señales tan evidentes de su divinidad, que con ellas solas tuviesen bastante ya para decidirse en favor de la Nueva Ley.
Jesucristo obró milagros a cada paso; los Apóstoles los prodigaron por todas partes donde predicaban su doctrina; los primeros apologistas los citan a cada instante en sus defensas del Cristianismo, los echan en rostro a sus contradictores, y hacen de ellos poderoso argumento en favor de la fe.
Pero, pasan los siglos, la Iglesia se halla ya extendida por todo el mundo, y de consiguiente ya acreditada ante la generalidad de las gentes; y entonces…, no cesan los milagros, pero sí disminuye su número y aparecen sólo de vez en cuando, para atestiguar que no ha perdido todavía su poder la mano de Dios para obrarlos.
Pero vengamos a los tiempos modernos. En los últimos siglos, como en todos, se han canonizado Santos; y sabemos que en el Proceso de Canonización se exigen como muestra de santidad, entre otras cosas, cuatro milagros que se hayan verificado mediante la invocación del Santo que se va a canonizar, dos para la beatificación y dos para la canonización.
Y no vayamos a pensar que los expedientes de canonización eran cosa de pura forma. Cada uno de estos procesos era obra de años y un verdadero prodigio de crítica y de paciencia en averiguación de todo lo relativo a la vida y hechos del personaje a quien se había de canonizar.
Pues bien, en cada siglo se han canonizado algunos Santos, y cada canonización de éstos ha sido apoyada en algunos milagros claros, ciertos, irrefragables.
Pero, ¡no hay necesidad de ir a hojear los voluminosos folios de los procesos de canonización! No hay reino o país que no haya tenido modernamente alguno o algunos Santos, y no conserve recuerdo vivo de varios de sus milagros.
La tradición conserva los nombres de las personas que con ellos se vieron favorecidas, y los lugares donde se verificaron. Se puede comprobar que, en la ciudad de Torino, por más de 600 años consecutivos, hasta el Papa Pío XII, hubo en vida uno o más santos o beatos, con sus correspondientes milagros. Por ejemplo, San José Benito Cottolengo, San Pedro Cafasso, San Juan Bosco, Santa María Dominga Mazzarello, Santo Domingo Savio…, estos cinco fueron más o menos contemporáneos.
O desmentir, pues, la historia y sus fuentes más auténticas, cuales son la tradición oral, los públicos monumentos y los documentos legalizados y depositados en los mismos archivos civiles, o confesar que todavía en los tiempos modernos siguieron verificándose algunos milagros.
Y lo que decimos de Torino, podemos citarlo de otros lugares, de cuyos santos se conservan recuerdos frescos y de indubitable autenticidad, aun a los ojos de la crítica humana más exigente.
Negar, pues, los milagros modernos sólo puede hacerlo quien desconozca por completo la historia moderna, o tenga bastante audacia para desentenderse de ella.
¿No se ha oído hablar de Lourdes y de lo que allí sucedió desde 1858? ¿No se ha oído hablar de Fátima y de lo que allí sucedió desde 1917?
No quiero citar aquí ninguno de tales milagros. Si usted es hombre de buena fe, o siquiera curioso, se tomará la pena de leer algo de lo que se ha escrito sobre la materia.
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Hay, pues, milagros; los hay aún en estos tiempos.
Sin embargo, y lo que sigue es de suma importancia por aquello a lo cual hicimos y hacemos referencia muchas veces…, San Gregorio Magno contempla a la Iglesia, al fin de los tiempos, bajo la figura de Job humillado y sufriente. La Iglesia, dice muchas veces el gran Papa, hacia el término de su peregrinación, será privada de todo poder temporal; incluso se tratará de quitarle todo punto de apoyo sobre la tierra.
Pero va más lejos, y declara que será despojada del brillo mismo que proviene de los dones sobrenaturales: “Se retirará el poder de los milagros, será quitada la gracia de las curaciones, desaparecerá la profecía, disminuirá el don de una larga abstinencia, se callarán las enseñanzas de la doctrina, cesarán los prodigios milagrosos. Eso no quiere decir que no habrá nada de todo eso; pero todas estas señales ya no brillarán abiertamente y de mil maneras, como en las primeras edades. Será incluso la ocasión propicia para realizar un maravilloso discernimiento. En ese estado humillado de la Iglesia crecerá la recompensa de los buenos, que se aferrarán a ella únicamente con miras a los bienes celestiales; por lo que a los malvados se refiere, no viendo en ella ningún atractivo temporal, no tendrán ya nada que disimular, y se mostrarán tal como son”.
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Le preguntaban los discípulos del Bautista al Salvador en los primeros días de su vida pública sobre su carácter y misión, y les contestó sencillamente obrando en su presencia algunos milagros, y diciéndoles: Id y contad a Juan lo que habéis visto: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen…
Tal nos parece puede responderse a quien, sinceramente, pregunte sobre el significado de los acontecimientos milagrosos durante la historia de la Iglesia.
De la misma manera, a quien presente el estado actual de la Iglesia y diga: Se le ha retirado el poder de los milagros, le fue quitada la gracia de las curaciones, desapareció de ella la profecía, se callaron las enseñanzas de su doctrina, cesaron los prodigios milagrosos…, habrá que responderle con San Gregorio Magno: así debía suceder al fin de los tiempos… Señal de que estamos en ellos…
A pesar de todo, el Santo Doctor aclara que Eso no quiere decir que no habrá nada de todo eso; pero todas estas señales ya no brillarán abiertamente y de mil maneras, como en las primeras edades. Será incluso la ocasión propicia para realizar un maravilloso discernimiento…
Se ha dicho que la Iglesia de Dios sobre la tierra es un milagro continuado. Nunca se ve con mayor claridad lo exacto de esta expresión que en los solemnes momentos que está atravesando nuestra Madre amadísima.
Al igual que en su Divino Maestro, serán cumplidas todas las cosas que escribieron los profetas acerca de Ella. Porque será entregada a los gentiles, y será escarnecida, y azotada, y escupida. Y después que le azotaren le quitarán la vida…
Y allí están los milagros para hacer reaccionar a los modernos Bartimeos, hijos del miedo…
Pero, entonces, ¿cómo persevera en su general incredulidad el mundo de hoy en que tales maravillas acaecieron y suceden? Si no niega el milagro, porque en realidad no puede negarlo, ¿por qué no se rinde a la deducción lógica que debe sacarse de él?
Es muy sencilla, aunque muy vergonzosa la respuesta.
Porque la enfermedad moral de nuestro siglo no es de la cabeza, sino del corazón; no es de falta de luz, que ésta sobra, sino de falta de humildad; no cree por ignorar, sino que ignora porque rehúsa creer, y cierra obstinadamente los ojos, en cuyo caso están de más todas las luces.
Es decir que se repite exactamente el caso de los primeros días de la era cristiana. Cualquier palabra inflamada de los Apóstoles, apoyada por sencillos prodigios que podríamos llamar de uso común y diario, hacía pedir el bautismo a centenares y a millares de idólatras aun de los más encumbrados en posición social y en cultivado talento; en cambio, el asombroso milagro de la resurrección de Lázaro no servía a los orgullosos fariseos de Jerusalén más que de base y pie para entablar el proceso de muerte contra el Salvador.
Por eso permanecen obstinados en su error los corazones apóstatas de las naciones que fueron un día las más católicas del globo, como Francia, Italia y España, y las que fueron sus colonias… Este mundo liberal está más que pervertido, está endurecido en su apostasía…
Y éste es uno de los caracteres más horribles del endurecimiento: el que al endurecido sirvan para más afirmarle en su mal estado los mismos favores del Cielo que a otro le harían levantarse y salir de él.
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¿Es, pues, en vano el milagro?
De ninguna manera.
Son dos sus principales resultados, y en ellos hemos de ver teológicamente el designio providencial de Dios al suscitarlo con tan vivos resplandores en medio de la obscuridad y negrura de los presentes tiempos.
1°) Los milagros mantienen vivo e irrefragable el testimonio de la verdad de Dios, a despecho de las negaciones sacrílegas del Ateísmo y Racionalismo, y son arma poderosísima con que se defiende contra su constante roedora influencia la fe de los buenos y sanos de corazón.
Responden victoriosamente y hacen enmudecer con la más sencilla de las apologías al que se empeña en hacer de la ciencia un argumento contra la Religión.
2°) Quitan todo pretexto o sombra de disculpa a la impiedad moderna, y la juzgan y la condenan anticipadamente por réproba en los tribunales de Dios, dejando a éste completa y perfectamente justificado.
Se hace otra vez juicio y proceso al mundo incrédulo, para dejarle después de su final sentencia sin réplica ni apelación.
Dios reivindica sus derechos a ser creído y a poder castigar a quien no le crea.
Dios vuelve Él mismo por sí y por su honra y por la honra de sus creyentes.
Y María Santísima, la vencedora de todas las sectas y herejías, es como la divina actuaria y escribana de esas reivindicaciones, que da fe de ellas por medio de esos hechos prodigiosos repetidos en nombre de sus más trascendentales privilegios, el de su Inmaculada Concepción y el de su Corazón Doloroso e Inmaculado.
¿Quién puede negar todo eso que tan a la vista está, si por ventura no carece de ojos en la cara y de luz de inteligencia en el corazón?
Mas ellos no entendieron nada de esto, y esta palabra les era escondida y no entendían lo que les decía…
¿Qué quieres que te haga? Y él respondió: Señor, que vea…
Y Jesús le dijo: Ve, tu fe te ha hecho salvo…

