JOSÉ VICTORIO MARTIN: EL SALMO 121

ALGUNOS RASGOS DEL REINO TOMADOS DEL SALMO 121

El salmo 121 es un salmo gradual, es decir procesional, o sea se cantaba o recitaba en las peregrinaciones que los judíos realizaban, al menos, una vez al año al templo de Jerusalén, único centro de culto oficial del Antiguo Testamento.

Por su contenido, podemos figurarnos que, a medida que se acercaban a la ciudad santa, gradualmente se representaban con más vivos colores la majestuosidad de su trama. Lo cual obraba como incentivo y acicate para continuar el áspero camino y alcanzar la meta.

De aquí que se nos ocurra reparar en los vocablos que describen la excelencia urbana, en el afán de forjar, antecedentemente en la fantasía, y posteriormente en el espíritu, primero la imagen y después la idea del Reino mesiánico; convencidos de que la medida de nuestra participación a su algarabía será proporcional al deseo, e ilusión impaciente que del mismo hayamos alcanzado.

Sin descartar la inapreciable ventaja de presentarse como la clave de la perseverancia en medio de los peligros del camino.

No se llega al Reino de los Cielos intentando escapar de los terrores del infierno; ni se alcanza la perfección del divino amor erótico, evitando el pecado o luchando contra los vicios. Se requiere un poco de creatividad…

Y la primera palabra que capta nuestra atención, apenas comenzado el salmo es “gozo”. Un gozo pleno que coincide con la Felicidad misma. Es la capital de la Felicidad. Todos sus moradores son felices.

El segundo rasgo de la ciudad es que es “la casa de Dios”. Si llenarse de gozo y encontrar solo gente feliz, apenas franquear sus puertas, es suficiente para hacer muy atractivo un destino; cuanto más toparse, en la primera plaza, al Mismísimo Dios, sentado en un banco, hablando con otros ancianos, que observan a un ramillete de niños jugar, mientras otro ramillete de madres conversan entusiastas.

Otro distintivo es la “unidad”, “la ciudad cuya comunidad le está bien unida.” Esta nota da la idea de perfecta armonía entre los ciudadanos, indispensable para una paz perfecta, que evoca el verso de otro salmo que dice; “quam bonum et jucundum habitare fratres in unum” (que bueno y feliz que los hermanos vivan unidos).

Así debería ser la ciudad de Concordia, si hiciera honor a su nombre… Y estando en ella la casa de Dios, es el mismo Dios la causa de esta unidad.

Que, nos atrevemos a decir, deja de ser una mera unidad de orden, externa, para convertirse en una unidad cuasi substancial o entitativa, donde los habitantes están unidos por la misma Vida de la Gracia.

¿Y a qué se dedican aquí los parroquianos? Pues a “celebrar allí el Nombre de Dios”.

Como no podía ser de otra forma, la vida aquí es una Fiesta, una celebración continua e ininterrumpida, se vive de fiesta, como en algunas ciudades caribeñas.

Y con un pretexto muy específico, que no puede ser otro que honrar al Dueño, creador y dispensador de la Felicidad.

Y parecería que no debería haber lugar para otra actividad fuera de esta, que es la más popular y deleitosa.

Como se le antojaba a San Pedro en la Transfiguración en el monte Tabor: “che, está bueno quedarnos aquí, hagamos campamento…”.

Pero nos dice el texto, un tanto misteriosamente, que “allí se han establecido los tronos para el juicio, los tronos de la casa de David”.

Y decimos “misteriosamente” porque da la impresión que nos vienen a aguar la fiesta, con esto de tronos para juicios, que retumban a sentencias, castigos, y escarmientos.

Y es que en cualquier ciudad bien constituida debe también reinar la justicia, como uno de sus fundamentos. Para que el gozo sea pleno.

Porque se trata de un gozo principalmente espiritual, o sea racional, que incluye la voluntad, que implica la libertad, que supone la responsabilidad y el mérito de la buena elección de dilección.

“Y para nosotros, que lo hemos dejado todo y te hemos seguido, ¿cuál será nuestra recompensa? “Vosotros, que me habéis seguidos, os sentareis en doce tronos para juzgar a las doce tribus de la casa de Israel”

Si bien la invitación a las Bodas es gratuita y popular, e inaccesible para ninguna fortuna y hazaña o dignidad, Dios quiere que también sea meritoria, que tengamos el orgullo de haberlo logrado correspondiendo libremente con la Gracia para alcanzarlo.

Esta es la misteriosa forma de que se vale Dios para elevarnos a su dignidad y hacernos pueblo sacerdotal y real, correinantes con El.

También resuenan aquí en nuestros oídos las Bienaventuranzas: “Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque a ellos pertenece el reino de los Cielos…”

A Dios pertenece la venganza, que será gran causa de gozo para quienes fueren reivindicados.

De hecho, el espectáculo de los condenados al lagar de fuego se ofrecerá, apenas a la salida de la ciudad, para todos los transeúntes que podrán observar los tormentos. Y será motivo de santo temor de Dios, pero de ningún modo de dolor o sufrimiento para los espectadores.

Y me atrevo a pergeñar, que la visión de la Gehena abierta nos permitirá penetrar la insondable Sabiduría de Dios, que se refleja en su Justicia.

Allí entenderemos muchas cosas a las cuales ahora no encontramos explicación, y que hacían gemir a Job de rabia, como el mal y el dolor en el mundo, y que le valieron ser regañado de Dios.

“Saludad a Jerusalén” Es decir, dad- salud, o desead- salud.

Esto es, desearle lo mejor y reconocer pública y litúrgicamente que en Jerusalén reside la Salud.

Es también una especie de agradecimiento por la Salud que de ella nos viene.

Y una expresión de máxima alegría, que supera a lo razonable, rayana en una santa embriagues, análoga a la que hace brindar a los borrachos.

Da la impresión, a cada frase, de un crescendo en el lirismo, y exultación en la expresión: “Gocen de seguridad los que te aman”.

Entrevemos en esta frase una definición de beatitud, correspondiente a aquella otra de San Agustín o Boecio o mía (para el caso es lo mismo): “interminabilis tota simul posesio bonorum omnium” (interminable total y simultanea posesión de todos los bienes). Podríamos glosarlo como una fruición despreocupada en el amor.

Es la recompensa inmediata y directa del amor: gozo seguro e ininterrumpido.

Y sigue desenvolviendo otros pensamientos contenidos en el hemistiquio precedente: “reine la paz dentro de tus muros”.

La paz es la tranquilidad en el orden y va de la mano con la seguridad, y la seguridad con la protección de las murallas.

El hombre está hecho para vivir en un ámbito limitado, por contar con una extensión cuantitativa que necesita un recipiente o lugar determinado.

De aquí le viene la noción de interioridad y exterioridad y correspondiente ubicación.

Cuando el hombre está ubicado, contenido, ocupa su lugar, se encuentra en orden y por lo tanto goza de paz.

Y prosigue desplegando la idea: “la felicidad en tus palacios”.

Todavía sigue subiendo la emoción del momentum y pareciera no haber techo a la felicidad, mientras esta se hace cada vez más íntima, pasando de los muros a los palacios interiores.

¿Y cómo no dar rienda suelta a la fantasía, asomándonos, aunque más no sea, por una ventana, a la gran sala del palacio, fastuosamente engalanada para el convite?: las luces, los cristales, el cortinaje, los mármoles y alfombras del solado, los pasteles con ribetes metálicos de las paredes, el oro de la techumbre abovedada, y las graníticas columnas que parecen elevarse coloridas hasta el cielo… Mesas y sillones, finísimo mobiliario y todo tipo de artísticos adornos, hieráticas estatuas que parecen animadas y tapices tan vivos como los que representó Dante en su comedia (altro que pantalla gigante).

Y si reparamos tenemos otra definición, más escueta, pero, por lo mismo, más poderosa, de la gloria: “la felicidad en tus palacios”.

Sólo a nuestras mentes erosionadas en la imaginación por los ácidos fluorescentes puede saberle abstracta la visión beatífica.

Recalquemos que el autor encuentra la felicidad en su deseo de la misma al prójimo, en su común participación, en compartirla, en la comunicación, o común unión.

De lo que se colige la preponderancia de la comunidad sacra, separada de lo profano exterior, cobijada dentro de las murallas, entrañada en los palacios.

Vemos aquí otro rasgo totalmente extraño en la sociedad moderna individualista, egoísta, competitiva, exclusivista, exitista.

Por amor a mis hermanos y amigos exclamo: paz sobre ti” que nos recuerda el “pax vobis” de Nuestro Señor a sus hermanos y amigos. Reiteración siempre renovada y efusiva de las mismas ideas: paz, amor, amistad, hermandad. Solo resta volver a las rondas paradisíacas dantescas para alimentar nuestra escuálida fantasía.

Y remata: “A causa del Templo de Yahvé nuestro Dios, te auguro todo bien”.

Si recuerdan, habíamos comenzado con la figura de “la casa de Yahvé” y terminamos con su Templo.

En cierto sentido es lo mismo, y tal vez el autor usa una cosa por otra.

Lo mismo podemos decir de otras denominaciones como “ciudad”, “tierra”, “lugar”.

Pero “templo” suena más sagrado, y más íntimo, propiamente místico.

Aquí se trasciende el hábitat ordinariamente humano, para entrar en el propiamente divino.

Aquí se desdibujan los límites exteriores y se abren las puertas del Cielo.

Desde el Templo se ven abiertos los Cielos y al Hijo a la diestra del Padre.

Y el poeta-profeta, en un rapto extático y sereno, culmina dándolo todo y emite solemne su última opción: “te auguro todo bien”.

Estemos seguros que eso nos espera en Jerusalén Celeste: “todo bien”.