P. CERIANI: SERMÓN DEL DOMINGO DE SEPTUAGÉSIMA

DOMINGO DE SEPTUAGÉSIMA

Con este Domingo de Septuagésima, comenzamos el segundo Ciclo del Año Litúrgico.

Por medio de él, la Iglesia, inspirada por el Espíritu Santo, ha encontrado el medio de perpetuar y de renovar los grandes Misterios de la Religión, convirtiéndolos en elementos sustanciales de la vida sobrenatural.

Tal como está organizado, el Año Litúrgico resulta, no solamente una magnífica epopeya de la Obra de Cristo y de su Iglesia, sino también un curso metodizado e ilustrado de doctrina, de ascética y de espiritualidad; una reproducción a lo vivo de la Vida, Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor.

Del Año Litúrgico, bien comprendido y bien vivido, nace el arte divino de vivir y sentir con la Iglesia, acompañando a Jesucristo desde la cuna al sepulcro, de las humillaciones de la Pasión a la gloria de la Resurrección y de la Ascensión.

Es, por lo tanto, el arte divino de ajustar nuestra piedad y nuestra devoción a la piedad y devoción de la Iglesia, siguiendo su Calendario.

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La parte principal del Año Litúrgico gira en torno a Jesucristo, adorando y celebrando los dos grandes Misterios de la Encarnación y de la Redención.

Cada uno de estos dos misterios forma su Ciclo Litúrgico aparte. El centro del uno es el Pesebre, y el del otro la Cruz.

Ellos son:

El Ciclo de Navidad, que se desarrolla alrededor del Misterio de la Encarnación.

El Ciclo Pascual, que celebra el Misterio de la Redención.

Cada uno de ellos consta de un tiempo de preparación, un tiempo de celebración y un tiempo de prolongación. De este modo, tenemos:

I. Ciclo de Navidad

A. Tiempo de Adviento

B. Tiempo de Navidad

C. Tiempo de Epifanía

II. Ciclo de Pascua

A 1. Tiempo de Septuagésima

A 2. Tiempo de Cuaresma

B. Tiempo de Pascua

C. Tiempo después de Pentecostés

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Las tres semanas de Septuagésima, Sexagésima y Quincuagésima, que se intercalan en el Año Litúrgico entre el período de Epifanía y la Cuaresma, bajo el nombre de Tiempo de Septuagésima constituyen lo que podríamos llamar una “Antecuaresma” o preparación litúrgica para la misma. La instituyó, o por lo menos la sancionó definitivamente, San Gregorio Magno.

La Iglesia, que todo lo dispone con suavidad y mesura, ha querido con esta institución evitar la transición demasiado brusca, que necesariamente se produciría en la vida cristiana, pasando de repente de los regocijos de Navidad a las tristezas de Cuaresma.

Los nombres de Septuagésima, Sexagésima y Quincuagésima con que se distingue cada uno de estos tres domingos, son derivados del de Quadragésima, con que los latinos designaron a la Cuaresma.

La etimología es obvia; pero en cambio no es exacto su significado matemático; pues si bien el primer domingo de Cuaresma es, numéricamente, el día “cuadragésimo” antes del Triduo Pascual, éstos otros tres no son ni el “quincuagésimo”, ni el “sexagésimo”, ni el “septuagésimo”, ya que la semana sólo consta de siete días, no de diez, y el número total de días de la Cuaresma y la Septuagésima es de 61, no de 70.

La denominación es, pues, una derivación lógica de la palabra Quadragésima; pero no indica el orden matemático que expresa.

El objeto de esta temporada, la más breve de todas las litúrgicas, es de predisponer al cristiano, con textos y con símbolos muy apropiados, para la carrera penitencial de la Santa Cuaresma, que se le acerca. Para convencer a un alma de la necesidad de la penitencia y moverla a hacerla, nada tan eficaz como recordarle la gravedad y consecuencias del pecado, y crear en torno de ella una atmósfera de recogimiento y de austeridad. Esto es, precisamente, lo que intenta la liturgia de Septuagésima.

Los textos del Breviario que dan el tono litúrgico a estas tres semanas son los del Ier Nocturno de Maitines. Están tomados del Génesis.

El domingo y semana de Septuagésima describen la creación del mundo y del hombre, el estado de inocencia de los primeros padres, su primer pecado o pecado original, su castigo, la muerte de Abel en manos de Caín, y el castigo de éste.

En Sexagésima relatan la historia de Noé y la corrupción de costumbres de su tiempo, el castigo del diluvio y el nacimiento de las generaciones postdiluvianas.

En Quincuagésima, la vocación de Abraham y los primeros rasgos de su vida en su nueva patria.

Todos estos recuerdos bíblicos pintan al vivo la gravedad del pecado y el justo enojo de Dios, quien sólo se aplaca con la penitencia; así como también la predilección de Dios por los inocentes, y la confianza con que los distingue.

En los textos del Misal, San Pablo, con extractos de sus Epístolas, exhorta al cristiano al combate espiritual, poniendo ante sus ojos: en Septuagésima, las privaciones de los atletas; en Sexagésima, sus propios sufrimientos; y en Quincuagésima, las características de la caridad cristiana.

Los Evangelios, por su parte, invitan:

— Con la parábola de los jornaleros (Septuagésima), al cultivo de la viña del alma.

— Con la parábola del sembrador (Sexagésima), a recibir bien la semilla y defenderla de los enemigos.

— Con el anuncio de la Pasión del Señor y la curación del ciego de Jericó (Quinquagésima), a pedir a Dios las luces necesarias para ver claramente los estragos del pecado.

Así es cómo los textos litúrgicos predisponen al cristiano para la carrera penitencial de la Cuaresma.

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Al meditar el pecado original y sus castigos, y los pecados y castigos de las generaciones sucesivas de los hombres, y ante la perspectiva del drama sangriento de la Pasión de Jesucristo que se avecina; la Iglesia empieza como a revestirse ya de un cierto luto prematuro, o como si dijéramos, a usar de ciertos signos simbólicos precursores de la Cuaresma.

Tales son: la supresión del Gloria in excelsis Deo y del Ite missa est, en las Misas del tiempo; del Te Deum, en los Maitines; y el empleo de los ornamentos de color morado.

Todos éstos son signos evidentes de tristeza, y lo es más todavía la suspensión total del festivo Aleluya, que es reemplazado en la Misa por el Tracto, y, al principio de los oficios, por la aclamación latina Laus tibi, Domine, Rex æternæ Gloriæ: Loor a Ti, oh Señor, Rey de la eterna gloria.

Pero la tristeza de Septuagésima es todavía muy moderada, pues aún no está afectada por los ayunos y abstinencias de Cuaresma, ni por la ausencia en la Liturgia de la ornamentación de los altares, ni del órgano. Pero, con estas atenuaciones, todo resulta lo necesariamente eficaz para envolver al cristiano en un ambiente de piedad y de compunción, muy a propósito para penetrarlo del espíritu de la Cuaresma, que se acerca.

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Vengamos a la explicación de la liturgia del día.

Dependiente de la fecha de Pascua, este Domingo está sujeto al avance o retroceso consiguiente a la movilidad de dicha fiesta. Se suelen llamar el 18 de enero y el 22 de febrero Llaves de Septuagésima porque el domingo de este nombre no puede caer ni antes de la primera fecha ni después de la segunda.

La Estación en Roma era la Iglesia de San Lorenzo Extramuros. Los antiguos liturgistas hacen resaltar la relación que existe entre el justo Abel, cuya sangre derramada por su hermano es objeto de uno de los responsorios de Maitines de esta noche, y el mártir sobre cuyo sepulcro abre la Iglesia Romana la Septuagésima.

El Introito de la Misa expresa al vivo los terrores de la muerte de que son víctima Adán y toda su descendencia después del pecado. Un grito, sin embargo, de esperanza sale de en medio de esta desolación. El Señor hizo una promesa el día mismo de la maldición. Confiesen los hombres su miseria, y Dios mismo ofendido será su libertador.

En la Colecta, reconoce la Iglesia que sus hijos merecieron los castigos, secuela del pecado, y pide a su favor misericordiosa liberación: “para que, los que nos afligimos justamente por nuestros pecados, seamos librados misericordiosamente por la gloria de tu Nombre”.

La Epístola, tomada del Apóstol San Pablo a los Corintios, nos invita a la vigilancia y generosidad.

La enérgica palabra del Apóstol acrece aún nuestra emoción al recuerdo de los trascendentales sucesos vislumbrados en este día.

El mundo es una palestra en la que es menester correr; el galardón le alcanzan los ágiles y desembarazados en la carrera. Abstengámonos de cuanto pueda estorbarla y hacernos perder la corona. No nos forjemos ilusiones; nada podemos prometernos mientras no lleguemos al final de la contienda.

Nuestra conversión no ha sido, a buen seguro, más sincera que la de San Pablo y nuestras obras más abnegadas y meritorias que las suyas: y, sin embargo, como él mismo lo confiesa, el recelo de verse reprobado no ha desaparecido del todo en su corazón. Por eso castiga su cuerpo y le esclaviza.

El hombre, en el estado actual, no posee la recta voluntad de Adán antes de su pecado, de la que, no obstante, hizo tan mal uso. Nos arrastra una fatal inclinación, y no podemos conservar el equilibrio sin sacrificar la carne al yugo del espíritu.

Dura parece esta doctrina a la mayoría de los hombres; y, por lo mismo, muchos no llegarán al final de la carrera, ni, consecuentemente, les cabrá parte en la recompensa que les estaba destinada. Como los Israelitas de quienes nos habla hoy el Apóstol, merecerán ser sepultados en el desierto sin ver la tierra prometida.

Con todo, las mismas maravillas de que fueron testigos Josué y Caleb se desarrollaron ante sus ojos; pero nada remedia la dureza de un corazón que se obstina en cifrar sus esperanzas en las cosas de la vida presente, cual si no fuera patente a cada instante la peligrosa inconsistencia.

Pero si el corazón confía en Dios, si se fortifica con el pensamiento de que nunca falta el socorro divino a aquel que lo implora, correrá sin fatiga los años de su destierro y llegará felizmente a su término.

El Señor mira constantemente sobre quien trabaja y sufre. Tales son los sentimientos expresados en el Gradual.

El Tracto, por su parte, lanza un grito a Dios desde el fondo del abismo de nuestra caducidad. Profundamente humillado se ve el hombre por su caída, pero sabe que Dios rebosa misericordia, ya que su bondad le aparta de castigar nuestras faltas como lo merecen; si así no fuera, ninguno de nosotros podría esperar perdón.

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En cuanto al Evangelio, importa mucho comprenderlo bien y ponderar los motivos que decidieron a la Iglesia a colocarle en este día.

Fijémonos, ante todo, en las circunstancias en que el Salvador pronunció esta Parábola y el fin instructivo que directamente se propuso.

Se trata de advertir a los judíos que se acerca el día en que desaparecerá la Ley de Moisés, para dar lugar a la Ley Cristiana, y disponerlos a aceptar de buen grado la idea de que los gentiles van a ser llamados a hacer alianza con Dios.

La viña de que se trata es la Iglesia en sus diversos esbozos, desde el principio del mundo hasta que Dios mismo vino a habitar entre los hombres, y crear en forma visible y permanente la sociedad de los que creen en Él.

La mañana del mundo duró desde Adán hasta Noé; la hora tercia se extendió desde Noé hasta Abrahán; la sexta empieza en Abrahán hasta Moisés; la nona fue la era de los profetas hasta la venida del Señor.

Vino el Mesías a la hora undécima cuando parecía llegar el mundo a su ocaso.

Las más estupendas misericordias se reservaron a este período durante el cual la salvación había de extenderse a los gentiles por la predicación de los Apóstoles.

En este postrer misterio Jesucristo se propone confundir el orgullo judaico. Por las querellas egoístas que dirigen al padre de familias los obreros convocados a primera hora, destaca las repugnancias que fariseos y doctores de la ley mostraban viendo que se extendía la adopción a las naciones.

Esta obstinación será sancionada como merecía… Israel, que trabajaba antes que nosotros, será rechazado por la dureza de su corazón; y nosotros, gentiles, que éramos los últimos, llegamos a ser los primeros, siendo hechos miembros de la Iglesia Católica, Esposa del Hijo de Dios.

Tal es la interpretación dada a esta parábola por los Santos Padres, señaladamente por San Agustín y San Gregorio Magno; pero esta instrucción del Salvador ofrece además otro sentido avalado también por la autoridad de estos dos Santos Doctores. Se trata aquí del llamamiento que Dios dirige a cada hombre, invitándole a merecer el Reino eterno por los trabajos de esta vida.

La madrugada es nuestra infancia.

La hora tercia, conforme al modo de contar de los antiguos es aquella en la que el sol empieza a remontarse en el cielo; es la edad de la juventud.

La hora sexta, mediodía, y nona, la tarde, es la edad del hombre adulto y maduro.

La hora undécima precede muy poco a la puesta del sol; es la vejez.

El padre de familias llama a sus obreros en estas diversas horas; a ellos les toca acudir en cuanto oyen su voz; y, al llamado, no es lícito retrasar la salida a la viña so pretexto de acudir más tarde cuando vuelva a oírse la voz del Amo.

¿Quién garantiza se prolongará su vida hasta la undécima hora? Y cuando llega la tercia, ¿puede uno siquiera contar con la de sexta?

No llamará el Señor al trabajo de las últimas horas más que a quienes vivan en este mundo cuando esas horas suenen; y no se ha comprometido a reiterar una nueva invitación a los que desdeñaron la primera.

El reino de los cielos se parece a un padre de familia, que salió muy de mañana a contratar jornaleros para su viña…

No deben ignorar, hermanos míos, que nuestros padres estuvieron todos a la sombra de aquella misteriosa nube; que todos pasaron el mar; y que todos bajo la dirección de Moisés, fueron en cierto modo bautizados en la nube y en el mar; que todos comieron el mismo manjar espiritual y todos bebieron el agua que salía de la misteriosa piedra, que los iba siguiendo, y la piedra era figura de Cristo. Pero a pesar de eso muchos de ellos no agradaron a Dios.