JOSÉ VICTORIO MARTIN: UNA EXÉGESIS DE INHÓSPITA TRINCHERA

“Había en tiempos de Herodes, rey de Judea…” Coherente con el prólogo, en el que San Lucas certifica la veracidad histórica, y el concienzudo método al que se ha ceñido para lograrla, nos pone en contexto de tiempos y lugares concretos.

Tan concretos y precisos que el P. Juan Leal comenta: “Aunque no existan razones decisivas para escoger entre los años 747, 748, 749 de la fundación de Roma, suponemos como probable que el Señor nació en diciembre del año 748. El año primero de la era cristiana debería ser, en esta hipótesis, el año 749. Como de hecho, por el cálculo equivocado de Dionisio, el año primero es el 754, resulta que nuestra actual cronología va retrasada en cinco años por lo menos.”

San Lucas utiliza una locución adverbial: “en tiempos”. El Prólogo de San Juan nos remonta al principio, fuera del tiempo, a la eternidad del Verbo.

Aquí nos encontramos en el trajín de los días y las horas mundanales, de nuestra realidad, que nos conectan con todas las realidades cotidianas de todos los hombres de la historia.

Cada uno imagine lo que esta palabra “tiempo” le sugiere.

Pero yo me represento un hormigueo humano, de inmemorial plaza o mercado de aldea, con gente yendo y viniendo, llevando y trayendo, bajo un sol refulgente y en un agreste paisaje, polvoriento y rocoso.

O sea, el mismo escenario, de todos los hombres y de todas las épocas, de cualquier latitud, solo modificado por algún matiz telúrico particular.

Quiero decir, que sobraría la utilería y las sencillas tablas del teatro The Globe, donde la compañía de W. Shakespeare actuaba sus obras, y la fantasía de un niño, para representar el drama de toda la raza humana.

Con esto, el Espíritu Santo nos está señalando hasta qué punto Dios hecho hombre quiso entrar al mundo, en las más ordinarias de las circunstancias, que es la de “todo hombre que viene a este mundo”.

También los personajes son los típicos de toda sociedad y de cualquier compañía de teatro: un rey, un sacerdote y una mujer… “un sacerdote…, cuya mujer”…

Ni hace falta ser Lope para darle tensión dramática a este comienzo, que sonaría algo así como: “Un rey, un sacerdote, y su mujer…”

Podemos aseverar que esas deberían ser las primeras palabras de todos los dramas.

Con lo cual tendríamos el más atrapante pero más común de los cuentos infantiles.

Si no fuera por el siguiente versículo: “Los dos eran justos ante Dios, pues cumplían sin falta todos los mandamientos y preceptos del Señor.”

Esto rompe los moldes y convenciones de la literatura universal. Y, por supuesto, también de la historia.

A ningún dramaturgo, preciado de tal, se le hubiese ocurrido descripción tan inverosímil, ni refiriéndose a los mismos dioses. Y menos a un historiador, so pena de resignarse al baldón de “mentiroso”.

Quien hasta este punto ha seguido atento la lectura, no podrá dejar de notar la disonancia entre un versículo y otro. Entre el más ordinario y el más maravilloso que se hallan escrito jamás. Y uno a continuación del otro, ex abrupto.

Si un inquieto papirólogo encontrara un fragmento de cuero de antílope con estos dos versículos, en borrosos caracteres griegos, en el escaparate de un mercachifle, en un callejón, atestado, de la tumultuosa ciudad del Cairo, se caería de espaldas, al descifrar su sentido y meditar en su significado.

Y yo, cuánto aspaviento he debido hacer, después de semanas sin que se me ocurriera nada, para romper la asidua lectura de estas escuetas frases, que, ¡desdichado de mí!, ya nada me decían ni lograban conmoverme.

He aquí la propuesta. He aquí la diferencia.

Esto no es un rollo de letra muerta, en lengua muerta. Aunque hallado por un paleólogo en una cueva del Mar Muerto.

No es un libro para ser leído, como se lee uno común y corriente.

Sino uno extraordinario, semejante a la lámpara del genio de Aladino. Que requiere que lo acariciemos con el corazón, para que despierte, nuestro espíritu amodorrado, a otra dimensión: la de la letra viva, la del Verbo que es Vida y Luz de los hombres.

Estas páginas están clausas para el lector profano; para quien se atreve a entrar a la boda sin vestido nupcial.

Se requiere, en el aspirante, la atención, la concentración, la perseverancia del estudio, cerrar la puerta tras de sí. Pispiar por las cerraduras. Y esperar, paciente, a la puerta de la Sabiduría, hasta que se digne abrirnos.

Entonces, con la más tierna pedagogía, nos tomará de la mano, y aclimatará, con afinidad condescendiente a nuestra bajeza, para que no recelemos, recitándonos, como la abuela a su nieto: “Había una vez, en un tiempo lejano, un rey, llamado Herodes, un sacerdote, por nombre Zacarías, de la familia de Abías, cuya mujer, de las hijas de Aarón, se llamaba Isabel.”

Para después elevarnos hasta un extraordinario ambiente de “justos ante Dios, que cumplían sin falta todos los mandamientos y preceptos del Señor.”

Y sin darnos cuenta, como sobre las alas de un águila (en este caso sobre el lomo de un legendario toro alado), en un par de versículos más, y pronto estaremos volando en las alturas de los perfectos; no por nuestros medios, sino por la Gracia de la Palabra transformante.

Mas el Divino Espíritu sabe de nuestra debilidad, cuán poco aptos somos para altos ascensos. Y todavía nos da un respiro, al tiempo que nos aterriza en la familiar miseria humana: “No tenían hijos, porque Isabel era estéril y los dos eran de avanzada edad.”

Otra descripción definitiva del hombre, de los descendientes de Adán y Eva. Otro resumen de la triste historia humana: esterilidad y vetustez. El amargo destino de la raza prevaricadora.

De la consideración del polvo de nuestra miserable condición, nos levanta un poco, haciéndonos presenciar el consuetudinario rito religioso, preparándonos, ministerialmente, al misterio: “Mientras él estaba de servicio ante el Señor, según el orden de su turno, sucedió que le tocó en suerte ofrecer el incienso en el santuario del Señor, entrando dentro de él conforme al uso de la liturgia. Toda la gente del pueblo hacía oración fuera, a la hora del incienso.”

Estas palabras nos recuerdan las de San Pablo, en la carta a los Hebreos: “Todo Sumo Sacerdote tomado de entre los hombres es constituido en bien de los hombres, en lo concerniente a Dios, para que ofrezca dones y sacrificios por los pecados, capaz de ser compasivo con los ignorantes y extraviados, ya que también él está rodeado de flaqueza; y a causa de ella debe sacrificar por los pecados propios lo mismo que por los del pueblo. Y nadie se toma este honor sino el que es llamado por Dios, como lo fue Aarón.”

Consuelo, divino, pero a nuestro alcance, para nuestra inveterada esterilidad: la liturgia religiosa sacerdotal popular.

Apretada síntesis del culto a Dios:

  • “Servicio ante el Señor”, fin de la humana naturaleza,
  • “Orden de su turno”, concierto armónico y repetición;
  • “Tocó en suerte”, elección externa que elimina toda voluntad propia impotente;
  • “Ofrecer el incienso en el santuario del Señor”, ofrenda de la oración agradable a Dios;
  • “Entrando dentro… conforme al uso”, intimidad, presencia divina, de vuelta según un rito preestablecido;
  • “Toda la gente hacía oración fuera”, participación del pueblo completo, sin discriminar, cuerpo solidario, aún en exilio;
  • “A la hora del incienso”, en el momento propicio.

Hagamos un pantallazo al cuadro, hasta aquí plasmado, discriminando las pinceladas que lo componen:

  • El tiempo, que urge con su paso inexorable, limitando, desgastando, acuciando a actuar, según el propósito y papel de cada personaje. “Aprovechad el tiempo”, dice San Pablo.
  • Un rey, la autoridad civil, normalmente profana, inicua, opresiva. Ya su sombra planea intimidante sobre la escena, y se proyecta sobre el destino de la sociedad, como dominación política, muchas veces cruel, muchas veces injusta.
  • Un sacerdote, la autoridad espiritual, asilo ante la hostilidad del brazo secular. Puente de evasión de la tierra maldita, de las aguas tumultuosas, para escapar al Cielo sereno. Amparo y perdón.
  • Su mujer. ¿Qué decir…? Siempre una mujer en el medio… El complemento necesario del varón, incluso del sacerdote. El costado de Adán, discreto, pero fecundo; frágil pero raigal, figura de la asamblea cultual.
  • La esterilidad e impotencia ante la desgracia de la humanidad.
  • El culto del pueblo, agradable a Dios, a la espera de la Salvación, aunque en apariencia no escuchado por siglos, debe perpetuarse perseverante.

Habiendo sido dispuesto ‒¡oh bendito lector!, atiende a la irrupción de los sobrenatural‒: “De pie, a la derecha del altar, se le apareció un ángel del Señor.”

¿Y a qué viene tan almidonada apelación? Pues para mostrar que evento tal nos deja tan frescos, como si se nos informara que un reconocido astrónomo de la NASA ha descubierto una nueva constelación y la ha bautizado con su propio nombre: constelación de Walter.

Al menos, hagamos el esfuerzo de imitar la reacción del anciano sacerdote: “Al verlo, se turbó Zacarías y temió.” Si bien es cierto, que nosotros no hemos visto un rábano; pero ahí está la gracia: “bienaventurados aquellos que creerán sin ver”.

¡Que no se nos escape la tortuga! A nosotros, “pequeño rebaño” del fin de los tiempos, se nos ha otorgado el humilde y doloroso privilegio de ser testigos de la derrota total y completa del cristianismo.

Y, glosando el Credo, podemos decir de la Iglesia lo que este dice de Cristo: padeció bajo el poder del liberalismo demócrata, fue crucificada, muerta y sepultada.

¿Suena feo a los oídos píos? Pues, no te abatas demasiado y escucha: “El ángel le dijo: “No temas, Zacarías, porque tu oración ha sido escuchada, y tu mujer, Isabel, te dará a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Juan. Será para ti de gozo y alegría, y muchos se alegrarán con su nacimiento. Porque será grande ante el Señor, y no ha de beber vino ni cosa fermentada, y desde el seno de su madre será lleno del Espíritu Santo. Convertirá a muchos hijos de Israel al Señor, su Dios, y él caminará delante de él con el espíritu y poder de Elías para atraer los corazones de los hijos, y los rebeldes a la sabiduría de los justos, para preparar al Señor un pueblo bien dispuesto.”

“Zacarías” significa: “a quien Dios recuerda”. Y entonces apliquémonos las palabras del ángel: “No temáis, pequeño rebaño, a quien Dios recuerda, porque vuestra oración ha sido escuchada. Ya es un hecho, y quedaos tranquilos, porque no depende, principalmente, de vuestra piedad personal, sino de dos mil años de oración santa y preciosa de la Esposa de Cristo, que el Divino Esposo no puede dejar de escuchar con toda su divina atención y diligencia. Y tu mujer, Isabel, que se interpreta: promesa de Dios, una vez rejuvenecida y desesterilizada, o sea Israel, en proceso de conversión, en la intimidad, al comienzo, puertas adentro, como si se tratara de una situación embarazosa, “te dará a luz un hijo”, que todavía no es el Hijo con mayúscula, sino un precursor, por misericordia de Dios, y que será el mismo Elías, que vendrá para repetir con Israel incrédulo, lo que hizo Juan con los judíos de su tiempo.

Y el primer efecto de su aparición será gozo y alegría, a causa de su grandeza delante del Señor. Con lo que podemos atisbar, que cuando venga Elías, será, aunque más no sea para los judíos en un primer momento, algo muy grande y religioso, motivo de dicha, y no un jolgorio mundano sino espiritual, ya que estará alejado del vino, del fermento, y de la borrachera de poder y orgullo del mundo, del que estará ebria la gran ramera.

Acá aflora, en todo su esplendor, la acción notoria del Espíritu Santo, en su misión apocalíptica, que había influido de manera oculta, bajo los sacramentos, durante la Iglesia de los gentiles.

Estamos convencidos de que esta es la perspectiva de lectura actual del Evangelio, en su estructura, más allá de las aplicaciones personales que cada uno pueda hacer, como nosotros hacemos las nuestras.

Nuestra devoción debe estar a la altura de las circunstancias, so pena de caer en derrotismos pesimistas, o alucinar con restauraciones ingenuas. El Evangelio siempre nos ubica con un realismo profético, nos previene a los acontecimientos, nos muestra la hoja de ruta que debemos seguir. Y nos recuerda las entrañables imágenes del typo, que la Santa Madre Iglesia nos ha inculcado, durante dos milenios por su liturgia. Con lo cual corremos con la invalorable ventaja de tenerlo asimilado sacramentalmente. Esta historia no es algo ajeno, sino que lo llevamos en la sangre, somos parte, es nuestra historia. Y por lo tanto somos y seremos protagonistas, aunque indignos, pero dignificados por la Gracia.

Como pequeño rebaño del fin de los tiempos debemos desear, pedir, y hasta exigir, por la oración y la meditación, ser parte de estos acontecimientos, ser del séquito del profeta Elías y sus auxiliares, cuando “convierta a muchos hijos de Israel al Señor su Dios…, y atraiga los corazones de los padres hacia los hijos, y los rebeldes a la sabiduría de los justos. Para preparar al Señor un pueblo bien dispuesto.”