JOSÉ VICTORIO MARTIN: PRÓLOGO DEL EVANGELIO SEGÚN SAN JUAN

EL PRÓLOGO DE SAN JUAN – EPÍLOGO APOCALÍPTICO

Intentar, a esta altura del partido, añadir algo a tanta especulación sobre el eminente Prólogo del Evangelio según San Juan, es tanto una presunción, como una estupidez.

Pues bien: aceptamos ambos cargos…

Y redoblamos la apuesta, adelantando que, a nuestro prontuario, agregaremos, flagelantes, un par de manchas tigresas: el anarquismo y lo estrafalario.

El método exegético que seguiremos consiste en un doble procedimiento “subversivo”:

1°) Cambiarle la función al Prólogo. Es decir, de introducción, trocarlo en Epílogo o Conclusión.

2°) Ponerlo “patas arriba”. Esto es, encararlo de atrás para adelante; o empezar por el fin y terminar por el principio.

Respecto a lo primero, no es por justificarnos, pero hemos encontrado un antecedente a nuestro favor.

La liturgia tridentina lo recita, sistemáticamente, al final de cada Misa, y no en el introito.

Una razón filosófica sería que “lo primero en la intención es lo último en la ejecución”.

Y aquí lo aplicaríamos, a nuestra teoría, según la cual, después de haber leído el Evangelio, entenderemos mejor el prólogo.

Así, nos aparecerá como la meta y el galardón de todo el camino recorrido.

Y nuestra circunstancia histórica avala este modo retrovisor de los acontecimientos.

El Evangelio narra los hechos de la vida terrena de Jesús.

Y estos dos mil años que han pasado desde su muerte redentora, reproducen la vida de la Cabeza en su Cuerpo Místico.

Eso nos ubica como protagonistas de las postrimerías, de esa vida colectiva; y, forzosamente, vemos los sucesos de atrás para adelante, ya que estamos muy cerca del fin.

¿O, acaso, no podemos preguntarnos, si el catolicismo, como edad de la dispensación de los gentiles, en su formato romano, no ha muerto ya?

Ni al mismo Nietzsche, que se atrevió a matar a Dios, podría habérsele cruzado por el “marote” la muerte del papado romano. Y aplicando la analogía correspondiente, sospechar que nos encontramos, eclesialmente, en el sepulcral sábado de pasión de la cristiandad, donde la Iglesia, como el cuerpo muerto de Jesús en el Santo Sepulcro, sigue unida a la Divinidad, pero separada de su alma o forma sustancial, representada por la autoridad jurisdiccional jerárquica, dada por la sucesión apostólica y el primado de Pedro, con su función vital de Magisterio universal.

En otras palabras, arriesgamos, sin ambages, que la Iglesia docente y su aparato jerárquico episcopal ha muerto, y solo sobrevive en su aspecto dicente, de ovejas dispersas sin pastor; a la espera de la resurrección.

Así vemos, que el acceso semántico al Prólogo ya no es iluminado por un Magisterio jerárquico.

Y no se nos ofrece otra alternativa, para evadir la clausura, que confrontar la gesta terrena del Divino Maestro, que narra San Juan, y que el mismo Maestro nos vaticinó que debía repetirse en sus discípulos, con el prólogo.

Acordaos de la palabra que yo os dije: «Un siervo no es mayor que su señor». Si me persiguieron a mí, también os perseguirán a vosotros. (Juan XV)

Estas cosas os he dicho para que no tengáis tropiezo.

Os expulsarán de la sinagoga; pero viene la hora cuando cualquiera que os mate pensará que así rinde un servicio a Dios.

Y harán estas cosas porque no han conocido ni al Padre ni a mí.

Pero os he dicho estas cosas para que cuando llegue la hora, os acordéis de que ya os había hablado de ellas. (Juan XVI)

Podemos decir, desde el fin de esta era romana, como Nuestro Señor, desde lo alto de la Cruz: “consumatum est”, “todo se ha cumplido”.

Y “Contra factum non fit argumentum”, que podríamos traducir y adaptar: “ante los hechos ya consumados, huelgan los vaticinios”.

Santo Tomás de Aquino, en su “manía distintiva” dice que el Evangelista Juan, se propone en su evangelio, principalmente, mostrar la divinidad del Verbo encarnado; y entonces divide este Evangelio en dos partes. Primero insinúa la divinidad de Cristo; segundo la pone de manifiesto, por las acciones que Cristo hizo en carne.

Con lo que contrasta el Prólogo del resto del Evangelio.

A nosotros, nos toca recorrer la ruta inversa: por las acciones de Cristo en carne, repetidas por sus discípulos a lo largo de la historia de la Iglesia, podemos volver al Seno del Padre.

Salí del Padre y he venido al mundo; de nuevo, dejo el mundo y voy al Padre. (Juan XVI).

Y corremos el riesgo (tanto los desaforados que nos refugiamos en guetos tradicionalistas de distinta laya, como, los más moderados, contorsionistas, haciendo malabares para conservar la línea (media) y no perder la compostura dentro del cabaret bergo-woke), de acomodarnos, resignados a la situación crítica de la Iglesia, y empezar a elucubrar soluciones y  paliativos, que van desde las más excéntricas tesis sedevacantistas, proclives a cónclaves itinerantes, que producen papas por generación espontánea, como si fuera cuestión de soplar y hacer botellas; pasando por aprobadas hermandades, reaccionarias de la primera hora, que se debaten, denodadamente entre la fidelidad a la tradición preconciliar y una diplomacia acuerdista con la burocracia vaticana, sin percatarse que las tristemente célebres tácticas del cardenal Mazarino y Richelieu ya han pasado de moda.

Y se aferran a una foto decimonónica de la tradición, como una familia de clase media decadente exhibe oronda, sobre un aparador desvencijado de la sala, un retrato, un tanto descolorido, de tiempos mejores.

Después de todo, todavía da para ceremonias, al estilo ancien régime, con iphone y starlink.

A este amodorramiento somnífero y onírico, no podemos dejar de caratularlo (siguiendo a un solitario exégeta serrano) como síndrome de las diez vírgenes que, retardándose el esposo, cabecearon todas y se durmieron.

Nuestro propósito es señalar un singular antídoto al sopor de la decadencia confortable.

Es la despabilante aventura anabática que nos propone el venerable Prólogo.

Y en caso de que no nos librara de la general somnolencia (muchas veces producto de la tristeza por el mal presente), que su meditación produzca, al menos, el combustible oleo que, ante el imprevisto toque de trompeta, a media noche, encienda el fervor. No sea que, ante su desabastecimiento, se nos hiele la sangre…

Como nos propusimos de entrada, empezaremos de atrás para adelante, saliendo al encuentro del Verbo hecho carne y habitando entre nosotros.

Pero, ni bien comenzado nuestro retorno, ya nos interrumpe el paso una descomunal dificultad. Y es que dice el Apóstol: hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad”.

San Juan habrá contemplado su gloria. Y la Fe nos cerciora del tema.

Pero no es nuestro caso. Al menos, en el método hermenéutico existencialista, que hemos adoptado, según el cual no vemos la gloria de la Iglesia, sino que sufrimos su pasión de sarcófago.

Y bien, aunque parezca forzado, esa es nuestra gloria.

Acude San Pablo en nuestro socorro, en la segunda carta a los corintios (XII, 9): Él me ha dicho: Te basta mi gracia, pues mi poder se perfecciona en la debilidad. Por tanto, muy gustosamente me gloriaré más bien en mis debilidades, para que el poder de Cristo more en mí.

Cuesta entenderlo, pero la Pasión de la Iglesia es nuestra gran presea, nuestra granjería, como también nos lo recuerda el doctor de los gentiles en su carta a los Filipenses (III): “Y más aún: juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo, y ser hallado en él, no con la justicia mía, la que viene de la Ley, sino la que viene por la fe de Cristo, la justicia que viene de Dios, apoyada en la fe, y conocerle a él, el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta hacerme semejante a él en su muerte, tratando de llegar a la resurrección de entre los muertos”.

¿No deben, ser exactamente esos, nuestros sentimientos, en las actuales circunstancias?

Es la suerte que nos cae como Cuerpo Místico, como contratados de la última hora.

No nos tocó vivir en la edad media, representada en el libro del Apocalipsis en la iglesia de Tiatira (apoc. II): Yo conozco tus obras, tu amor, tu fe, tu servicio y tu perseverancia, y que tus obras recientes son mayores que las primeras”, con sus esplendores de Fe y obras que iluminaban todas sus instituciones y cultura.

Lo nuestro es Sardes (Apoc. III): “Conozco tus obras: aparentemente vives, pero en realidad estás muerto. Permanece alerta y reanima lo que todavía puedes rescatar de la muerte, porque veo que tu conducta no es perfecta delante de mi Dios. Recuerda cómo has recibido y escuchado la Palabra: consérvala fielmente y arrepiéntete. Porque si no vigilas, llegaré como un ladrón, y no sabrás a qué hora te sorprenderé”.

Podríamos decir que la garantía de nuestra elección y “el poder de llegar a ser hijos de Dios” no se lo debemos a las grandes órdenes y congregaciones misioneras que fueron la gloria de la Iglesia, ni su estructura diocesana, que hace décadas dejaron de existir.

No somos fruto de una campaña misionera, ni de un plan pastoral, porque cuando “vino a los suyos, los suyos no lo recibieron”.

No obstante, aunque cuando dice a los suyos se refiere a los judíos contemporáneos de Jesús; podemos también hacerlo extensivo a la cristiandad romana, con su aparato externo todavía vigente.

A esos católicos, que les venía de generaciones, se les impuso la Fe, cada vez más por costumbre que por opción. Eran católicos inerciales.

Nosotros, por gracia de Dios, hemos tenido el modesto mérito, de haberlo recibido, como quien recibe una merced y la valora y agradece.

No le debemos nada a la sangre, ni a la carne, ni a la voluntad de poder humano, sino solo a Dios.

¡Es maravilloso! ¡Inaudito! No somos ni de Apolo, ni de Pedro, ni de Pablo. Somos verdaderos huérfanos expósitos, adoptados, al boleo, de carambola, si se nos permite la expresión.

Paradojalmente, cuando menos razones encuentra el hombre, más brilla la Sabiduría divina.

Aunque para el mundo no brille, sabemos por la Fe que Él es “la luz verdadera, que ilumina a todo hombre”.

Hoy esa luz brilla en la profecía, y nos lo dice San Pedro en su segunda carta (cap I): Así hemos visto confirmada la palabra de los profetas, y ustedes hacen bien en prestar atención a ella, como a una lámpara que brilla en un lugar oscuro hasta que despunte el día y aparezca el lucero de la mañana en sus corazones”.

Esa es “la luz que brilla en las tinieblas”.

Y está en nosotros enfocarnos en la luz o en las tinieblas.

Si miramos al mundo y sus sirenas, si nos turbamos o alteramos con sus noticias, preferimos las tinieblas y sus decepciones.

Si, en cambio, nos concentramos en su Divina Palabra, no debemos temer a la oscuridad, que amenaza aplastarnos, con la desesperación.

Y a pesar de que nos movemos en una orfandad desoladora, y tenemos que arreglárnosla solos, sin pastores que nos guíen, Dios siempre suscita un hombre, “enviado de Dios, por nombre Juan”, porque la Iglesia es Apostólica, Dios se sirve de ministros de la Palabra.

Cada cual debe estar atento, para encontrar y escuchar al que Dios le envía.

Juan representa el “portero” o “señalizador”, que nos indica directamente la entrada a la intimidad de Dios, que es “vida, y la vida era la luz de los hombres”.

Desandando este sendero, estamos llegando a la fuente.

Vemos que, mientras más cerca del punto de partida nos hallamos, más dentro nuestro, como la luz interior del intelecto y la vida, que parecen intercambiarse, porque la luz para el hombre es vida: “animal racional”.

De nuestra vida, conectamos con la Vida.

Como lee San Agustín, todo lo que existe fue creado por Él, y en Él todo lo creado es Vida.

Finalmente hemos llegado al Principio: encontrando en nuestro interior a Dios, que es Luz y Vida del alma, hemos entrado en el Verbo que está en Dios.